Teatro, memoria y pasado reciente en la Argentina contemporánea

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Teatro, memoria y pasado reciente en la Argentina contemporánea

24 Marzo 2016

Por Maximiliano de la Puente

Me interesa pensar en esta nota las diversas, polifónicas y contradictoras maneras en que el teatro porteño contemporáneo ha representado el pasado reciente de nuestro país, con especial énfasis en la última dictadura militar. Los últimos veinte años constituyen un momento renovador dado por el desarrollo y el auge de nuevas generaciones de dramaturgos y directores que se caracterizan por ensayar formas heterogéneas y fragmentarias de escritura. Es también un momento definido por el apogeo y el ocaso de las políticas neoliberales en nuestro país y por la desaparición de las utopías colectivas a nivel mundial. Las representaciones del exilio, las militancias y las traiciones, las de la figura de los desaparecidos, las de los apropiadores y las de los niños apropiados por represores, y la irrupción de las voces de los hijos de los militantes de los años setenta, son algunos de los ejes temáticos del teatro del período. Las obras dramáticas de este momento histórico dan cuenta de esos tópicos, y lo hacen participando en las disputas por la construcción de los sentidos del pasado reciente del país, ya que muchas de ellas ponen en cuestión aquellas ideas canonizadas por las versiones hegemónicas de ciertos sectores de la sociedad postdictatorial: una mirada acrítica y condescendiente de la militancia y de la lucha armada, por lo que confrontan entonces con estas versiones políticamente correctas sobre la generación del setenta. 

Las representaciones del exilio, las militancias y las traiciones, las de la figura de los desaparecidos, las de los apropiadores y las de los niños apropiados por represores, y la irrupción de las voces de los hijos de los militantes de los años setenta, asumen caras heterogéneas y contradictorias, muchas de ellas se encuentran incluso en tensión entre sí. Mencionaré sólo algunas de las obras más significativas de esta época, a saber: “A propósito de la duda” (2001) de Patricia Zangaro; “Blancos posando” (2001) de Luis Cano; “Instrucciones para un coleccionista de mariposas” (2002), de Mariana Eva Pérez; “Filigranas sobre la piel” (2005), de Ariel Barchilón; “Vic y Vic” (2007), de Erika Halvorsen; “Bajo las nubes de polvo de la mañana es imposible visualizar un ciervo dorado” (2010), de Virginia Jáuregui y Damiana Poggi, “Mi vida después” (2009), de Lola Arias; “Señora, esposa, niña y joven desde lejos” (1998), de Marcelo Bertuccio; “Murmullos” (2002), de Luis Cano; “El secuestro de Isabelita” (2010) de Daniel Dalmaroni; “La Chira (el lugar donde conocí el miedo)”, (2004) y “áRBOLES” (2006), de Ana Longoni; “Prometeo, Hasta el cuello” (2008) de Juan José Santillán; y “Proyecto Posadas” (2014/15) de Andrés Binetti, entre muchas otras. Esta selección arbitraria alcanza a dar cuenta de las múltiples perspectivas tanto estéticas como políticas que cruzan el campo teatral, en su abordaje del pasado reciente. En algunos casos, las obras teatrales mencionadas abordan la experiencia del terrorismo de Estado sin dejar lugar a equívocos, ambigüedades o contradicciones, mientras que otras lo hacen de forma sesgada, indirecta, aludida, como un clima funesto que atraviesa la escena. Muchas de ellas son obras de autores pertenecientes a generaciones posteriores a la dictadura, o que han vivido su infancia en esa época, un sujeto social al que puede denominarse “los hijos”.

El contexto político

A mediados de la década del noventa del siglo pasado puede ubicarse el inicio de un ciclo denominado como el estallido de la memoria colectiva, en el que se abrió una nueva instancia sobre el pasado de violencia política en el país, debido a diversos factores que emergen más o menos de manera simultánea. En febrero de 1995 el capitán de marina Adolfo Scilingo hizo declaraciones públicas sobre su participación en los denominados “vuelos de la muerte”, operativos en los que arrojó desaparecidos al Río de la Plata, desde aviones de la mencionada fuerza. A su vez, las declaraciones del por entonces jefe del Ejército Martín Balza, en abril del mismo año, constituyeron una fuerte autocrítica en relación a la intervención militar en la vida política del país, al tiempo que implicaron un rechazo a la obediencia a la autoridad en tanto justificación de actos criminales. En este período irrumpe también un nuevo actor social clave en términos generacionales, que trae aparejado nuevos sentidos en relación a las reivindicaciones de memoria, verdad y justicia: me refiero a la agrupación H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), un colectivo integrado por hijos de detenidos-desaparecidos, asesinados, ex presos políticos, exiliados y ex detenidos-desaparecidos. Con su aparición pública en la marcha que recordaba los veinte años del golpe militar, en 1996, H.I.J.O.S. se integra a las luchas por los sentidos del pasado reciente del país. El propósito de reivindicar la militancia política de sus padres desaparecidos es central para la agrupación. La problemática de la transmisión generacional de las memorias del terrorismo de Estado se torna preponderante, con la introducción de este nuevo actor social en el campo del pasado reciente.

Prolifera también a partir de aquel momento la necesidad de materializar el recuerdo de los desaparecidos a través de sitios de memoria, monumentos, parques, baldosas, intervenciones urbanas, etc. Emergen nuevos interrogantes en relación a los vínculos que la sociedad civil mantenía con la dictadura y la violencia política de la época, a la vez que se llevan a cabo dos políticas que reinstalan en el campo de los tribunales la tramitación del pasado dictatorial. Por un lado, los denominados “Juicios por la Verdad”, que se inician en la Argentina a fines de la década del noventa y que se fundaron en los pactos internacionales de derechos humanos y en el derecho a la verdad, que abarca el derecho a la memoria, el duelo (reclamo del cuerpo o el destino corrido por la víctima) y el patrimonio cultural (rito funerario). Estos juicios se originaron ante la falta de respuesta del Estado en relación con el destino de los desaparecidos y ante la imposibilidad de reclamarla judicialmente luego de la sanción de las llamadas “leyes de impunidad”, ley de Punto Final (23.492) y ley de Obediencia Debida (23.521) sancionadas durante el gobierno de Raúl Alfonsín, y los decretos del presidente Carlos Menem que concedieron indultos a los responsables de delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar, quienes habían sido juzgados y condenados en 1985, en el denominado “Juicio a las Juntas Militares”. Si bien los “Juicios por la Verdad” no contemplaban la posibilidad de condena, permitían recabar información que podía ser utilizada en nuevas causas penales o en la reapertura de causas iniciadas en la década del ochenta.

Por otra parte, las causas que inician las Abuelas de Plaza de Mayo entre fines del siglo pasado y principios de este, denunciando el plan sistemático de apropiación de menores, son también sumamente significativas en la reactivación de la memoria colectiva sobre la pasado reciente. El desarrollo de políticas públicas sobre memoria y derechos humanos impulsadas en la última década por el Estado, durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, con la apertura, el desarrollo y las condenas efectivas a represores que tuvieron y tienen lugar a partir de los juicios por delitos de lesa humanidad, desde 2006 en adelante, una vez que la Corte Suprema declaró inconstitucionales las leyes de Obediencia Debida y Punto final, constituyen también una característica distintiva de este momento histórico.

Teatro y dictadura

El teatro es una expresión artística capaz de develar las relaciones sociales, las dinámicas del poder y las prácticas políticas dentro de una sociedad determinada. Algunos teóricos sostienen que es imprescindible leer al teatro argentino entre 1983 y la actualidad como avatar interno de un nuevo período cultural denominado postdictadura, la cual es pensada como una unidad, aún en su heterogeneidad, por su cohesión profunda en el redescubrimiento y la redefinición del país bajo las consecuencias de la dictadura. Las políticas públicas de memoria y derechos humanos llevadas adelante por el Estado en la última década y el enorme crecimiento experimentado por “Teatroxlaidentidad”, (un movimiento teatral de actores, dramaturgos, directores, coreógrafos, técnicos y productores que constituye uno de los brazos artísticos de Abuelas de Plaza de Mayo, que se inscribe dentro del marco del teatro político, y que ya ha cumplido quince años), han generado, entre otros factores, que se produjeran y se produzcan en todo el país una enorme cantidad de obras teatrales que, con diversas estéticas, temáticas, estrategias y recursos, explicitan las relaciones entre nuestro presente y el pasado dictatorial. El teatro contemporáneo que se realiza desde el ámbito alternativo, independiente u “off”, da cuenta de la represión, el terror, los secuestros, las desapariciones, los campos de concentración, la tortura, el asesinato y la violación de los derechos humanos.

Es dentro de las fronteras de este tipo de teatro donde se ha producido y se producen la mayor cantidad de obras que abordan el terrorismo de Estado desde distintos aspectos. Si bien los límites entre el teatro oficial, el comercial y el alternativo se han tornado borrosos en los últimos años, debido al intercambio que se ha producido, cuando, por ejemplo, la escena comercial se nutre con directores que se desarrollaron en el campo alternativo, mientras los actores frecuentan cualquiera de las tres áreas sin ninguna dificultad, aquí pienso al teatro alternativo como aquel que se desarrolla por fuera del circuito de teatros comerciales que se ha establecido en la Avenida Corrientes, y que se caracteriza, a diferencia de este último, por poseer un afán de renovación y transformación dentro del campo teatral. El teatro, en tanto actividad escénica que se desarrolla a través del vínculo entre actores y espectadores, es un acontecimiento público por excelencia. Es también una expresión de la cultura de una sociedad y de su manera de relacionarse con la realidad. Los teatros constituyen una parte fundamental de luchas sociales más amplias, en la medida en que se sitúan como lugares de disputa política porque son sitios para ver, mirar y mostrar. En Argentina el teatro independiente tuvo relación con la política y la memoria desde su mismo origen, en los años treinta del siglo pasado, si pensamos en los montajes que se llevaban a cabo en el “Teatro del Pueblo” que dirigía el escritor, periodista y dramaturgo Leónidas Barletta, así como en las experiencias de teatro anarquista de comienzos del mismo siglo. Las obras inscriptas dentro del teatro alternativo contemporáneo trabajan con el fin de transformar simbólicamente el pasado. Desde su habilidad para hacer mirar, estas obras redistribuyen la visión habitual del campo de memorias de la última dictadura militar en Argentina. Ellas operan como actos vitales de transferencia, transmitiendo el saber social, la memoria y el sentido de identidad a partir de acciones reiteradas. Desde un abordaje teatral y performático de la memoria podemos así transmitir el sentido social del pasado traumático, generar y recuperar identidades. Desde esta perspectiva el teatro constituye una actualización, un hacer y rehacer inagotable de las memorias del terrorismo de Estado. En cada obra, en cada nuevo hecho teatral que se refiere a ese período traumático de los años setenta y que es llevado a la escena, encontramos una nueva puesta en acto de aquel pasado, que se reactualiza así en un presente que evoca aquello que ya no está, y que por ende tiende a perderse.

A diferencia del cine, la literatura, las artes visuales y otras disciplinas artísticas, el teatro aborda el terrorismo de Estado dictatorial a través del presente escénico, del “aquí y ahora” específico del acontecimiento teatral. Me refiero a lo que el crítico y teórico Jorge Dubatti denomina como “convivio”, es decir, la reunión y el encuentro de un grupo de hombres y mujeres en un centro territorial, en un punto del espacio y del tiempo. El convivio exige la proximidad del encuentro de los cuerpos en una encrucijada geográfico-temporal, en la que el emisor y el receptor están frente a frente. Sin convivio no hay teatro puesto que, a diferencia del cine o de la fotografía, el teatro exige la concurrencia de los artistas, los espectadores y los técnicos al acontecimiento convivial y en tanto no admite reproductibilidad técnica, es el imperio por excelencia de lo aurático. Las obras teatrales que abordan la época dictatorial llevan inscriptas en su matriz de generación la capacidad de transmitir memorias performativas propias del acontecer escénico. “Actuar la memoria” implica aquí accionar la memoria desde el presente de la performatividad teatral, teniendo en cuenta el origen etimológico de la palabra “drama”, que significa “acción”; acciones y actos que construyen memorias del terrorismo de Estado específicamente performativas, que se producen en el momento mismo de su enunciación, en el acontecer escénico. Se genera así, a través de las memorias performativas inscriptas en la acción teatral, una presentación y una reactualización que nos permite experimentar de manera “directa” ciertos aspectos del terrorismo de Estado. En la particularidad de los gestos, las situaciones, las acciones, las palabras, los silencios, los movimientos de los actores, pero también a través de la utilería, los objetos y la escenografía de una obra, el acontecimiento traumático, la realidad de la desaparición y el horror dictatorial se reactualiza, la vivencia “directa”, “en primer plano”, es compartida por creadores y espectadores en el convivio teatral.

Las obras teatrales que encarnan las narrativas en torno al terrorismo de Estado se constituyen en “vehículos de la memoria”, que incorporan de una manera activa y performativa en tiempo presente ese pasado que se resiste a abandonarnos. Y los hacedores de teatro encarnan la noción de “emprendedores de la memoria”, en tanto ellos son generadores de proyectos, de nuevas ideas y expresiones, de creatividad —más que de repeticiones—. La acción de estos emprendedores lleva implícita desde el campo teatral un uso público y político de las memorias. Concibo las memorias como procesos subjetivos anclados en experiencias y en marcas simbólicas y materiales, y también en tanto objeto que suscita disputas, luchas y enfrentamientos, lo cual apunta a prestar atención al rol activo y productor de sentido de los participantes de esas luchas, enmarcados en relaciones de poder. Asimismo, las memorias sobre el terrorismo de Estado nunca tienen lugar de forma abstracta, sino que operan en los marcos de contextos históricos, políticos, sociales, culturales e ideológicos, verdaderos climas de época que se modifican a lo largo del tiempo, lo que en ocasiones da lugar a cambios sustanciales en los sentidos que asume el pasado reciente. El campo de la memoria es siempre un espacio de confrontación política e ideológica caracterizado por luchas presentes, ligadas a escenarios políticos del momento. Las obras teatrales producidas en los últimos años participan desde el campo performático de las luchas por el sentido del pasado, con una pluralidad de actores y agentes, con demandas y reivindicaciones múltiples. Muchas de estas producciones teatrales contemporáneas ofrecen narrativas que, en su capacidad para establecer lecturas críticas en relación a la experiencia política de los setenta y en su manifiesta apertura a una pluralidad de significaciones, pueden pensarse como opuestas a un reclamo monopólico del sentido y del contenido de la memoria y de la verdad. Las memorias performativas inscriptas en las obras teatrales permiten una elaboración de los acontecimientos traumáticos, puesto que tornan visibles las memorias de diversos actores sociales, y hacen su aporte a la permanencia de las memorias del terrorismo de Estado en nuestro país, por lo que participan de una lucha simbólica y cultural que aún hoy se encuentra muy lejos de estar saldada, de la que el campo teatral apenas si ha empezado a dar cuenta en los últimos años.

Una gran parte de los autores y directores de este momento histórico forman parte de una generación que ha vivido su niñez y/o adolescencia durante la dictadura. Los que tienen la palabra en las obras son los hijos de los militantes de las organizaciones armadas de los años setenta. Se narra desde un lugar diferente al que ocuparon los de la generación que ha tenido a su cargo los testimonios sobre esos años. Escriben desde la distancia que les da no haber vivido directamente lo que acontecía, lo que posibilita una capacidad de reelaboración y crítica que muchas veces, para los actores de la generación del setenta, está empañada por haber tenido una relación directa con el horror. Las nuevas generaciones de actores, dramaturgos y directores renuevan el teatro que aborda el terrorismo de Estado, al indagar en las posibilidades de otros registros de teatralidad, como la utilización de una mirada autobiográfica múltiple, plural, fragmentada y discontinua, la valoración de subjetividades desdobladas, y la irrupción de identidades disueltas, acompañadas por entrecruzamientos temporales, dramaturgias no lineales y yuxtaposiciones espaciales, sin dejar a la vez de narrar el horror. Estas obras están pobladas de imágenes infantiles del horror que la generación de los hijos de los militantes de los años setenta ha descubierto y en su adultez recupera como recuerdo; y vienen a sumar así una nueva mirada en relación a la disputa por los recursos y las búsquedas estéticas y narrativas consideradas más o menos adecuadas para recordar conflictos que están vinculados a la propiedad o la apropiación de la memoria.

Como mencioné anteriormente, a partir de la irrupción en la última década de diversas políticas públicas de derechos humanos auspiciadas por el Estado, muchas obras teatrales toman a la última dictadura y a la década del setenta como centro de sus relatos, o se refieren a ella de soslayo. De un modo u otro, el orden de la representación estética se vio trastocado por los acontecimientos traumáticos que produjo el terrorismo de Estado. Lo que hay que testimoniar, los hechos que hay que recordar, se han vuelto irrepresentables, o (ir)representables. Ya el genocidio nazi supuso un límite a las posibilidades y los recursos de la representación, a partir de la recordada sentencia de Theodor Adorno, quien afirmó que escribir poesía luego de Auschwitz era un acto de barbarie. La catástrofe en el lenguaje que habría provocado el Holocausto habría generado un vacío que lo había tornado indecible, irrepresentable e impensable. No obstante y de manera paradójica, esta supuesta imposibilidad representativa del genocidio nazi tuvo lugar en el marco de un contexto de proliferación de su representación mediante una enorme cantidad de vehículos, medios y dispositivos discursivos, al mismo tiempo que era incorporado como objeto de estudio al campo de los estudios sobre memoria, historia y pasado reciente. Mucho se ha escrito y dicho también acerca de la posibilidad o la imposibilidad de representación de los acontecimientos traumáticos que tuvieron lugar durante la última dictadura militar en Argentina. Análogamente al Holocausto, el caso argentino también contrarresta el supuesto carácter irrepresentable de la violencia genocida del terrorismo de Estado dictatorial. La violencia política en general y los desaparecidos en particular han sido representados en el cine de ficción y documental, el teatro, la televisión, la fotografía, la pintura, la música, etc.

Las representaciones culturales en torno a la desaparición encuentran un género apropiado en el teatro, pues éste reúne cuerpos en escena con el fin de transmitir sentidos, por lo que puede hacerlos visibles e invisibles, excluirlos, incluirlos, problematizarlos y yuxtaponerlos en el escenario con otros. Las obras teatrales que abordan las memorias de la represión trabajan en algunos casos de manera referencialmente directa e inequívoca, y en otros, de forma lateral, transversal, marginal, en tanto ambiente, clima, atmósfera, o como pasado ominoso y hasta a veces humorístico que recorre la escena, dejando huellas indelebles en los personajes. El mundo de la militancia a través del espejo siempre deformante y lúcido que brinda el humor negro, las consecuencias que las políticas genocidas del terrorismo de Estado ocasionan en los vínculos familiares, las relaciones que se establecen entre desaparición, lenguaje e historia, el exilio forzado a causa de la dictadura mediante el tamiz de la perspectiva infantil, la figura del traidor dentro de las organizaciones armadas, y la articulación entre lo político, la militancia setentista y la transmisión generacional a través del biodrama, el teatro documental y la dramatización de las memorias, son algunos de los tópicos centrales de las obras mencionadas; todo lo cual da cuenta de la diversidad y la riqueza tanto formal como temática del teatro contemporáneo que aborda el terrorismo de Estado.

El teatro estuvo entre las primeras manifestaciones artísticas que pusieron en cuestión lo que se estaba viviendo durante los años del mismo régimen dictatorial, con expresiones tan recordadas como ejemplos de resistencia cultural como “Teatro Abierto”, mostrándonos también las reverberancias de ese pasado traumático en la sociedad argentina del presente, y cuestionando las versiones “apolíticas” y épicas de la militancia en los años setenta. La cantidad de obras que remiten al terrorismo de Estado desde los años noventa en adelante es abultada, calculándose en más de un centenar. El teatro contemporáneo ofrece una cartografía de complejidad inédita, resultado de la ruptura del binarismo en las concepciones estéticas y políticas, la caída de los discursos de autoridad y el profundo sentimiento de desamparo y orfandad generado en la dictadura y proyectado en el período aún vigente.

El concepto de verdad vinculado al testimonio en primera persona, en los relatos que abordan el período dictatorial, es problematizado en muchas de las obras teatrales contemporáneas. Esta desacralización del relato testimonial de los protagonistas de los años setenta, (quienes se encontraban legitimados socialmente como los únicos que podían referirse a los años de plomo, pues eran portadores de una verdad incuestionable por haberlos vivido), propicia la indagación en las posibilidades de otros registros que anteriormente habían estado marginados o desplazados para dar cuenta del terrorismo de Estado. Estos puntos de vista comienzan a hacerse significativamente visibles en el ámbito teatral recién con el surgimiento de un conjunto de jóvenes teatristas que emergen desde mediados y fines de los años noventa en adelante.

En las obras teatrales producidas en los últimos años se observa una significativa presencia de la fragmentariedad, la ruptura de la unidad espacio-temporal, las discontinuidades y la irrupción de una pluralidad de voces narrativas para referirse a los hechos traumáticos del pasado reciente. Son obras que construyen memorias plurales, oblicuas, sesgadas, que ofrecen aperturas hacia nuevas y contradictorias formas de representación del horror, y que carecen por completo de una imagen unívoca del mundo al que reenvían, en donde la reproducción de distintos aspectos y puntos de vista del pasado dictatorial se manifiesta de modo inconcluso.

Las poéticas de estas producciones no intentan “bajar línea” sobre el pasado reciente a partir de un patrón ideológico homogéneo, sino que buscan más bien implicar a los espectadores en procesos, involucrándolos en aquello que narran. Partiendo de la concepción por la cual lo político se encuentra en lo poético, los actores, dramaturgos y directores de las nuevas generaciones intentan transmitir su posición buscando lo político en la forma de revolucionar su producción teatral.

Una zona significativa del teatro contemporáneo aborda el terrorismo de Estado desde el drama vincular y la desintegración de las subjetividades, a partir de la descomposición de las relaciones interpersonales que la política de exterminio trajo sobre la vida familiar. Lo social, lo político y lo artístico se juegan de esta forma en la dimensión de lo íntimo y de la memoria personal. Por ello cada obra de teatro que aborda la época dictatorial se constituye en un acto performativo de memoria, un reservorio de memorias afectivas, escénicas y sensibles. Cada obra conforma un acto estético en tanto configuración de la experiencia que da lugar a nuevos modos del sentir y que induce nuevas formas de subjetividad política.

Por último cabe señalar que las obras teatrales que abordan los años de la última dictadura militar participan en las disputas por la construcción de los sentidos del pasado reciente del país. La tensión entre recordar y olvidar, y qué y cómo recordar y olvidar en el proceso de reflexión histórica, se encuentra siempre latente en el teatro argentino contemporáneo.