Todo femicidio es político
Por Soledad Allende
En la actualidad, para comprender el fenómeno del femicidio, es necesario inscribirlo en una perspectiva histórica que nos permita comprender la violencia de género como instrumento de dominación; además, con una alta efectividad porque la discriminación de género está naturalizada en el seno de la sociedad. El imaginario social se retroalimenta de una estructura de género que, como ha planteado Joan Scott con claridad hace más de 30 años, es siempre el producto institucionalizado de un conflicto.
La consecuente invisibilización y trivialización de los efectos y motivaciones político sociales de los femicidios, nos dejan en un callejón sin salida en la búsqueda de respuestas a ésta problemática. La materialización de estos efectos va desde el ridículo “Nadie Menos”, pasa por el punitivismo mediático que se ejerce sobre las víctimas y llega, en el mejor de los casos, a la reducción del fenómeno a problemas humanitarios en los términos liberales, despolitizados, en que los aceptan los organismos internacionales de DD.HH.
En ésta nota de opinión me referiré a un tipo particular de femicidio que de un tiempo a ésta parte, viene conmoviendo a la opinión pública. Uno que no predomina en las estadísticas (más o menos fiables) que se manejan desde que se aceptaron las categorías de femicidio y feminicidio, y que responde a un patrón que hay que analizar en su particularidad: Me refiero al femicidio que se produce como consecuencia de la violación y/o tortura sexual de una mujer joven, a manos de un varón o un grupo de varones, que aparentemente no tienen relación con la víctima.
La violencia de género, y en particular la violencia sexual, ha sido un instrumento de guerra de los estados modernos y no un daño colateral. Ha adquirido distintas modalidades, que van desde el mestizaje forzado, la prostitución militarizada hasta el femigenocidio. Esta última, tiene un potente efecto desarticulador del tejido social de un pueblo, clase social o grupo de personas en situación de subordinación y persecución política, a través de la ruptura del lazo étnico, político o social y del terror que dichas prácticas generan en esa población. Dan cuenta de esto, los dispositivos de prostitución militarizada establecidos antes, durante y después de la Primera y Segunda Guerra Mundial y la violencia de género desarrollada como parte de las Estrategias de Guerra de Baja Intensidad en Latinoamérica durante los años ‘70.
Vale destacar, que éstas prácticas han formado y siguen formando parte del entrenamiento militar y mercenario. Que se basa en un modelo de masculinidad misógino, permitiendo generar cohesión al interior de una cofradía masculina armada. Pero que además, afirma una ritualidad a través de la que es posible sellar un pacto de silencio, y deshumanizar al enemigo.
Este tipo de femicidios también ha sido, y es hoy más que nunca, una tecnología de control de la población por parte de redes del Crimen Organizado Transnacional. Que administran el narcotráfico, la trata de personas y el tráfico de armas, en un contexto donde avanzan la privatización del uso de la fuerza y el control señorial de grandes porciones del territorio latinoamericano a través de ejércitos mercenarios y maras, en connivencia con los Estados.
Debemos a la enorme Rita Segato, una intelectual nuestroamericana, la aproximación más lúcida y comprometida acerca de ésta problemática desde Ciudad Juárez, punto estratégico de un modelo que parece expandirse de éste lado del mundo. Ella establece una conexión interesante entre aquél tipo de disciplinamiento social y la etapa del capitalismo neoliberal que nos toca vivir: caracterizada por un extractivismo feroz, una nueva oleada de financiarización de la economía sin precedentes, y una economía clandestina e ilegal que adquiere dimensiones preocupantes.
Es necesario relacionar éste tipo de femicidio realizado de modo sistemático por organizaciones que controlan fragmentos de los territorios latinoamericanos, con una suerte de ejercicio capilar del poder a la manera foucaultiana: por parte de varones, o grupos de varones, que encuentran vía libre a su accionar en estados neoliberales y por lo tanto feminicidas.
Estos estados son feminicidas en la medida en que desarticulan toda política de género en su avance. Y cuando digo ‘políticas de género’ no me estoy refiriendo a formalismos jurídicos sino a políticas públicas concretas, que desarticulen la red de solidaridad misógina que atraviesa el espacio privado y el estatal; que protejan los derechos adquiridos por las mujeres, y orienten una firme intervención educativa que desmantele los mecanismos de discriminación de género que la sociedad civil y el Estado reproducen cotidianamente.
Se suman en este último mes los femicidios de dos militantes políticas: Micaela García y Daniela Guantay. Se diluyen en una marea de Lucías, Ornellas, Aracelis y, seguramente, muchas chicas cuya desaparición no fue denunciada; algunas de las cuales podríamos encontrar con vida, en los prostíbulos donde acuden los hombres de familia bien, que gustan decir cómo deben vestir y donde deben encerrarse las mujeres jóvenes para no ser secuestradas y violadas. No tenemos elementos para afirmar que estos dos femicidios tuvieron móviles políticos como el de la hondureña Berta Cáceres, o la colombiana Alicia López Guisao. Pero si sabemos que esto no sucedería sin la complicidad de agentes del Estado en todos los niveles y ámbitos, y de encubridores y facilitadores particulares.
El terror, ya lo sabemos, es desmoralizante y fragmenta el tejido social. Y el estado de sitio virtual al que nos someten a las mujeres allana el camino al saqueo brutal que estamos viviendo. En una sociedad donde el cuerpo de las mujeres y niñas es mercancía para prostituyentes, que festejan y reproduce la cultura de la violación, o para jueces que culpabilizan a las víctimas de violación y protegen a los violentos, violadores y femicidas, y también para fuerzas de seguridad herederas de la tradición de las doctrinas de seguridad nacional, y recientemente aggiornadas por la entidad privada israelí FourTroop, resulta difícil encontrar los motivos políticos de los femicidios. Pero debemos vencer la pereza epistemológica para encontrar las claves que nos permitan detenerlos.