Álvaro García Linera: ¿Quién necesita una revolución?
Por Diego Sztulwark
Sobre la revolución se hacen toda clase de preguntas. Hace algo más de un año, en las paredes de la ciudad se podía leer: “¿dónde está la revolución?”, como si ésta fuera, también, una desaparecida. No son pocas las páginas que se interrogan sobre cuándo fue que la revolución dejó de interesar, cómo y por qué se pudrió. También se han oído frases provenientes del lenguaje psicoanalítico sugiriendo hacer duelo y pasar a otro modo de pensar lo político. La estrategia de Álvaro García Linera, profesor y actual vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, es ir derecho a la Idea, preguntar por la esencia. ¿Qué es una revolución? [1] es el título de su reciente libro, escrito a un siglo de la toma del poder por parte de los bolcheviques. Se trata de un texto didáctico y severo que define el ser de la revolución -un fenómeno excepcional y que actúa por oleajes- en su actualidad, a partir de una minuciosa lectura de los textos que Lenin escribía desde la trinchera. Escrito sobre fondo de lo que denomina “la revolución de nuestro tiempo”, es decir, una fase de repliegue de los gobiernos llamados progresistas en Sudamérica, la prosa de Linera se monta sobre la del líder bolchevique, particularmente sobre sus últimos textos, como manera de responder a sus críticos de izquierda, a quienes desdeña como intelectuales de café (o de capuchino).
La edición, a cargo de la editorial de la propia vicepresidencia, es realmente bella: una cubierta blanca y la estampa de una estrella roja y una hoz cruzada con un martillo. El epígrafe que inicia el libro es de Antón Semiónovich Makárenko. Se trata de una cita perteneciente a los álgidos meses de 1917, en la que afirma que estaban viviendo “tiempos salvajes”, que con la revolución sus vidas se “purificarían” y las cosas mejorarían para los jóvenes. ¿Qué nos dicen estas palabras? ¿Son salvajes también nuestros tiempos? ¿No es precisamente esta concepción puritana de la revolución la que ha sido sustituida como gran imaginario colectivo por el del capitalismo como religión? ¿Qué es lo que esperan los jóvenes de hoy?
El encanto último de este texto proviene del estado de homenaje en el que trabajan las precisas categorías analíticas de García Linera. Es su propio papel histórico -intelectual a cargo de la argumentación del proceso en su fase estatal- el que busca impulso y orientación en repetir a Lenin: volver a escribir sobre el estado y la revolución, el poder dual, los soviets, la guerra civil y, sobre todo, respecto al repliegue del último Lenin en la NEP (Nueva Política Económica). Un propósito y unos esquemas irreprochables, quizás en exceso. Sus tesis: la revolución es un movimiento tectónico, telúrico, volcánico, rarísimo, plural, plebeyo e intempestivo. El leninismo es, aquí, la voluntad política de conducir y, en definitiva, de convertir esas energías plebeyas y revocadoras del viejo orden en poder político centralizado (estado revolucionario, dictadura democrática del proletariado) atravesando la guerra civil; La transición socialista es básicamente monopolio estatal, poder político en manos revolucionarias (siendo ese poder estatal algo transitorio, llamado a “extinguirse” con la generalización de nuevas relaciones de producción que crearán las masas, a escala planetaria: comunismo). Es la subsistencia de la forma estado que expresa la de la ley del valor en el socialismo: la estatalización de las energías populares se da en el terreno político y no necesariamente se traducen en una estatización de la economía. Lenin lo explicó en su balance del “comunismo de guerra”, en el 21: la supresión coactiva de la ley del valor que rigió los primeros tres años del poder soviético no funcionó, se trató de un “salto” voluntarista que condujo al colapso. La gran enseñanza que García Linera extrae de Lenin se sintetiza en la fórmula: control político y elementos de economía de mercado.
Hace poco más de un año, tras la derrota que Evo Morales y Linera sufrieron en un referéndum acerca de la posibilidad de la reelección como presidente y vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, en alguna de sus locuciones compartió una breve auto-crítica. Allí sostuvo que los gobiernos progresistas de la región habían sido eficaces en la tarea de incluir a millones de personas al consumo popular y una trama de derechos antes negados, pero reconoció cierta incomprensión sobre el hecho de que segmentos de estas masas beneficiados se subjetivaran de un modo neoliberal asumiendo hábitos de clase media y aspiraciones elaboradas en los modos de individuación de las redes sociales virtuales. García Linera concluyó que había faltado trabajo ideológico. En otras palabras, en el socialismo la subjetivación de mercado es inevitable, aunque contrarrestable a través del poder político organizado en el propio estado.
El problema que García Linera busca entender es profundo y ninguna revolución parece haberlo resuelto de manera definitiva. ¿Cómo evitar que la acción de los flujos de capital que el propio estado socialista promueve para sostener la vitalidad de su economía acabe influyendo sobre el comportamiento de las masas populares restituyendo en ellas un deseo de propiedad privada? La teoría clásica de la revolución responde con la tesis de una dictadura democrática. ¿Tenemos cómo pensar una dictadura democrática que no devenga una dictadura burocrática o directamente capitalista? Una vez que asume, como premisa, que el período revolucionario es el de la institucionalización inevitable de las energías volcánicas de la insurrección popular, lo que llevó a los bolcheviques a la estatización de los soviets de obreros, soldados y campesinos, se plantea de inmediato el problema de la sustitución del centro de gravedad: de arriba (cuadros de dirección) hacia abajo (masas trabajadoras). Del mismo modo, se plantea una aporía entre lo viejo –las formas de autoridad y de intercambio de la sociedad burguesa- que no termina de morir y lo nuevo –formas de decidir y producir en común- que no terminan de advenir (ya que no surgen de la concentración burocrática del poder estatal). ¿No debería ser esta tesis de la institucionalización de la revolución profundamente reformada buscando colocar los impulsos de lo común en el centro de las instituciones del nuevo poder popular?
La teoría marxista distingue las revoluciones burguesas de las proletarias. Las primeras generalizan previamente sus relaciones de producción y toman el poder político sobre el final, casi como un corolario. Mientras que las segundas deben primero conquistar el poder político para apoderarse de los medios de producción y de cambio, para luego difundir relaciones sociales fundadas en lo común. ¿Cómo evitar, por tanto, que la transición socialista sea acosada por un poder dual invertido que brota precisamente de la vigencia de la producción de mercancías? En 1965, el Che Guevara se planteó estas mismas cuestiones acerca de la subsistencia de la ley del valor en el socialismo: “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Más que esperar el comunismo se trataba de “construirlo”, de modo que “simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo”. ¿Qué está pensando Guevara cuando advierte que el socialismo no debería ser concebido como un tiempo de espera?
La respuesta de García Linera al “trabajo de zapa” de la ley del valor sobre la conciencia de la sociedad en revolución es la voluntad. No la voluntad de personas sueltas, ni la de las masas –que es incalculable y opera por ofensivas y repliegues- sino la de una voluntad permanente, organizada, monopólica: la voluntad del estado. La revolución depende, ni más ni menos, de esta instancia. Ni la insurrección (efímera, incalculable e incapaz de perdurar), ni el comunismo (tiempo largo y creación radical de las masas) operan en el tiempo presente como fuerza continua en la lucha por defender la legalidad socialista. La insurrección tiende a quedar atrás como fuente del poder constituyente del estado. El comunismo tiende a quedar como utopía u horizonte, puesto que lo comunitario no se inventa desde arriba (estado y comunidad son antítesis inconciliables, escribe Linera). La creación de asociaciones libres de productores a escala planetaria es cuestión de vitalidad popular, y de tiempo. El estado socialista así concebido es una voluntad que protege las nuevas relaciones de fuerzas respecto de las viejas clases poseedoras desposeídas así como de la enorme influencia del mercado mundial capitalista, mientras gana tiempo para que maduren las nuevas relaciones que él no puede crear. El momento revolucionario es entonces, para García Linera, el de la voluntad férrea, el de la defensa y centralización, el del diseño y mantenimiento de la arquitectura de un nuevo poder que cristaliza las nuevas relaciones entre clases sociales. El problema con esa “voluntad” parece ser el de siempre, “el propio educador necesita ser educado”, decía Marx. ¿Dónde se educa esta voluntad, a quién escucha, qué referencias prácticas la orientan?
¿Por qué evocar para una tarea actual a una revolución fracasada? Porque en su momento supo despertar unas “expectativas” únicas (aquello que Kant llamaba un “entusiasmo”) entre las clases subalternas del mundo, que se sintieron por primera vez “sujetos de la historia”. La revolución bolchevique ofreció carnadura material para un posible realizable en este mundo. Y si bien su fracaso, estrepitoso, devoró “las esperanzas de toda una generación”, el proceso revolucionario ruso fue un fenomenal y perdurable acto pedagógico. Su vigencia radica, dice Linera, en una universalidad ejemplar: sus potencialidades organizativas, sus iniciativas prácticas, sus logros, sus características internas y dinámicas generales “pueden volverse a repetir en cualquier nueva ola revolucionaria”. La revolución rusa ofrece la fisonomía de las revoluciones. No tanto el modelo para los levantamientos plebeyos, como la secuencia de hierro que hace que su triunfo dé paso al problema de su institucionalización. La inevitable fijación de lo fluido que consagra un nuevo estado de cosas a largo plazo. Se trata de un período en el cual el principal problema político pasa a ser cómo prolongar el protagonismo de lo plebeyo, amenazado por los cuadros de dirección (nuevo poder burocrático). En otras palabras, García Linera conserva el marco racional de la revolución sin imaginar en concreto –no es el tema de este libro- cómo las racionalidades vivas (comunidades indígenas y populares, por ejemplo) afectan y redeterminan la esencia misma de lo que considera una revolución en marcha.
La revolución definida en abstracto corre el riesgo de perder conexión con la pregunta, menos metafísica y más urgente, que el Vice también se hace: ¿quién necesita una revolución y qué revolución se necesita? Este modo de preguntar resta, seguramente, universalidad a la cuestión de la revolución, pero puede, quizás, permitir una relación distinta –no leninista- con Lenin y con el problema de la revolución. Como decía un malvado profesor: la vigencia de Lenin (la correlación entre formas organizativas y temporalidad de la acción) sólo puede pasar por la heterodoxia más extrema, una dialéctica entreverada entre la continuidad del deseo subversivo y la discontinuidad material de los elementos que lo componen [2].
Quizás valga la pena conservar algunas preguntas, una cierta metodología (presente también en el libro de García Linera) que apunte a concretar un poco la cuestión revolucionaria. Una pregunta crítica: ¿qué sujetos concretos expresan en la movilización la composición del trabajo “vivo” contra el mando del trabajo “muerto”?; una pregunta estratégica: ¿cómo se confronta en las prácticas cotidianas el mando del valor de cambio a partir una reivindicación de los valores de uso?; y una pregunta táctica: ¿qué novedades emergen de la dinámica que correlaciona la temporalidad y la institucionalidad en el proceso de radicalización plebeya, que llevan a ocupar el centro de la toma de las decisiones?
Las discusiones más apasionantes aparecen, en el mejor de los casos, cuando se intenta responder estas preguntas sin rodeos, en situaciones precisas, en las que las cuestiones de la esencia queden relegadas, por las cuestiones más urgentes, de las existencias.
1 Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos, Ediciones Vicepresidencia, 2017.
[2] Entre los libros a leer como parte la reflexión que suscitan cien años de la Revolución Rusa se encuentra La fábrica de la estrategia, 33 lecciones sobre Lenin”, lecciones universitarias impartidas en 1972 por el profesor Antonio Negri.
Fuente: Lobo Suelto