La resistencia democrática y sus márgenes de violencia
Por Mauro Benente. Foto de Majo Grenni
La represión y la gramática del cuidado
Con la represión y las razzias del jueves 14 y lunes 18 de diciembre, el gobierno dio continuidad a los acontecimientos posteriores al paro de mujeres del 8 de marzo y a la manifestación por la aparición con vida de Santiago Maldonado el 1 de septiembre. En ambos casos, cuando las movilizaciones habían concluido las fuerzas de (in)seguridad salieron a cazar a manifestantes y transeúntes. En esos casos no hubo represión de las protestas porque ya habían concluido, algo que volvía más repudiable el accionar policial. En los episodios de diciembre, las razzias fueron precedidas por una desmesurada y obscena represión.
Los trágicos sucesos imprimieron la gramática del cuidado, y hasta del miedo, en las movilizaciones a Plaza de Mayo y Congreso de la Nación. Hace pocos años el lenguaje del cuidado era patrimonio de otros repertorios de protesta, en particular los piquetes. Concurrir a un corte de calle o ruta, en particular si no eran multitudinarios, implicaba tomar ciertas precauciones, porque aunque no era la regla la represión estaba latente. De todas maneras, en las grandes movilizaciones a las Plazas, la palabra cuidado no aparecía. A nadie se le ocurría mencionarla, escribirla en los grupos de WhatsApp. Mucho menos se nos pasaba por la cabeza llevar teléfonos de abogadxs, llevar calzado cómodo para correr, ni tampoco estábamos atentos a los pañuelos y el jugo de limón para atenuar el efecto de los gases. Un triste y lamentable Cambio que trajo este gobierno fue haber incluido una premisa que indica que la política y la militancia son despreciables, y que además antes de desplegar todo acto militante hay que tener cuidado.
La calle, el Parlamento y los dos planos de la democracia
Si bien hay que situar los hechos del 14 y el 18 de diciembre dentro de una escalada represiva, la movilización y represión del 18 de diciembre merece una reflexión particular. A diferencia de los otros casos, las enormes manifestaciones de la tarde del 18 y de la madrugada del 19 se produjeron mientras la Cámara de Diputados sesionaba, en este caso en vistas de disminuir el índice de actualización de los magros ingresos de jubilados/as y beneficiarios/as de asignaciones universales por hijo/a. Este dato distintivo hizo que desde ciertos sectores se caracterizara a la sesión como antidemocrática: “¿Cómo puede hablarse de democracia si el Parlamento vota el ajuste en contra de grandes mayorías que se manifiestan?” Por su parte, el oficialismo justificó la represión y defendió la sesión en nombre de la democracia: “El pueblo no delibera ni gobierna, eso es tarea de sus representantes, que de modo democrático lograron sancionar ley. Las manifestaciones querían perturbar las instituciones democráticas.” Me parece que aquí están en juego dos planos de la democracia, y delimitarlos permite no solamente aclarar las posiciones sino también repensar el vínculo entre democracia y protesta (y violencia).
Por una parte el oficialismo apeló a la versión más restringida y conservadora de democracia, a la democracia como régimen político, como dispositivo de gestión institucional: se asentó en una dimensión de la democracia que pone el foco en el sistema de reglas competitivas de elección de representantes, y en el sistema de procedimientos para que esos representantes decidan y legislen en nombre de quien no tiene capacidad de legislar: el pueblo. Por su parte, desde buena parte de la oposición se acudió a otra dimensión de la democracia, la democracia como resistencia o como democratización. En este plano, la democracia no se confunde con un régimen sino con un conjunto de prácticas que pretenden resistir las tendencias oligárquicas del régimen político. La democracia no se reduce a un elenco de instituciones y reglas, sino que da cuenta de la apuesta constante por democratizar esas instituciones y reglas.
Democracia como democratización, protesta social y violencia
Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner se desplegó un discurso especialmente curioso, casi paradójico: el bloque de poder de derechas –representado partidariamente por el PRO-, que había apoyado los golpes de Estado, se presentaba como garante de la institucionalidad. Por su parte, la Unión Cívica Radical también era exhibida con credenciales especialmente respetuosa de las instituciones. Dejando atrás las innumerables intervenciones federales del gobierno de Hipólito Yrigoyen, la participación en una Convención Constituyente en el marco de una dictadura militar, y la participación en elecciones con partidos políticos proscriptos, la UCR también se erigía como garantía institucional. De todas maneras, el respeto por las instituciones es solamente una variable de la democracia, y lo complejo y hasta paradójico es que la democracia como resistencia y democratización supone respetar pero también forzar y corroer (no necesariamente destruir) esas instituciones.
Si la democracia es un conjunto de prácticas para resistir a las tendencias oligárquicas de las instituciones, y así democratizar la democracia, buena parte de esas prácticas por definición no pueden desarrollarse en el marco del respeto a las instituciones que justamente se pretenden democratizar. Es cierto que las instituciones se pueden forzar, redefinir y democratizar desde las prácticas institucionales, pero la historia muestra que todos los procesos políticos que democratizaron profundamente las instituciones, acudieron a prácticas distintas, distintas y hasta contrarias a esas instituciones. Incluso en muchas oportunidades, esas prácticas fueron violentas.
Los cortes de calle y ruta, los escraches, y las movilizaciones, por definición implican algún uso de la fuerza y apelación: impedir el tránsito, insultar, arrojar huevos, pintar algún edificio público, son prácticas constitutivas y no meramente accesorias de estos repertorios de protesta. Dentro de los repertorios más clásicos, la huelga también es un acto de fuerza que genera un daño –como mínimo a la patronal-. Es por ello que quienes defienden o toleran las protestas sólo si son pacíficas, caen en una especie de contradicción. Las protestas por definición implican un desafío a las reglas, y si ese desafío es en vistas de la democratización, si estamos frente a una resistencia democrática, la discusión sincera que tenemos que dar es qué margen de violencia estamos dispuestos a admitir. La opinión que indica que “nunca está justificado tirar una piedra”, desconoce la historia de los procesos de democratización¸ que creo que justifican haber arrojado más de una piedra. Sin esas piedras las instituciones no se hubieran democratizado, y sin esas piedras quienes hoy opinan de ese modo no tendrían el derecho de hacerlo. Ojalá los procesos de democratización hubieran sido más sencillos y menos traumáticos, ojalá no hubieran necesitado de mártires y hubiera alcanzado con opiniones políticamente correctas lanzadas desde algún cómodo sillón. Pero lamentable y trágicamente la historia de la democratización no es una historia políticamente correcta, y desconocerla es en algún sentido un gesto antidemocrático.
Lo anterior no implica dar vía libre a todo acto violento en cualquier tipo de protesta. En primer lugar porque no todas las protestas deben concebirse como democratizadoras. De hecho algunas de las protestas protagonizadas por sectores medios altos y altos opositores a los gobiernos populares del Cono Sur se resistían a los procesos democratizadores. En segundo lugar porque las protestas y su nivel de violencia debe analizarse de modo situado en cada contexto particular. Finalmente admitir que la democracia como democratización, o la democracia como resistencia, pueden requerir de algún acto de fuerza o violento no supone un amor a la violencia. Más bien supone un amor a la democracia como constante democratización, que odian quienes reducen la democracia a un régimen, quienes justifican la represión de toda democratización, quienes generalmente –y trágicamente- sólo ceden a sus privilegios cuando se ven forzados o violentados a hacerlo.