Muere sólo porque olvida que está vivo (escara abajo)
Por Rodrigo Lugones*
Ando con ganas de verte desde aquella vez
Me confesaste tu tortura y quise desaparecer
¿Pero cómo iba a hacerlo?
Si escuchándote iba a entender
Lo que se siente al llevar veneno en tu piel
Estás viviendo con él
Viviendo con él
Estás viviendo con él
Intoxicados – Viviendo con él
Era de noche. Me dijiste que tenías que decirme algo. Con más impaciencia que inteligencia me dispuse a abrir las orejas. En el lenguaje de las estrellas estaba inscripto el enigma que se resolvería prontamente. Estábamos dentro del auto, afuera las luces negras de la noche eran la música incidental de las palabras plenas y crueles que me soltaste, como quien suelta su vómito desesperado. Un pedido de ayuda… después lo sabría.
- Tengo que contarte algo.
Expresó, como pudo, desentrangulando pensamientos que lo habían sumido en una profunda oscuridad de la cual no podría salir más. Lo escuché.
- Yo no tuve una infancia traumática, no me violaron, ni me abusaron. Pero sí tengo pensamientos muy oscuros, son cada vez más frecuentes y profundos. Veo y siento cosas horribles, tengo mucha oscuridad. Estoy escribiendo canciones, siento la necesidad de hacer arte, necesito que me ayudes a grabarlas. Si no hago algo, si no creo, sino hago arte, me voy a matar.
Soltó la música del enemigo de John Steinbeck que se apoderaba de su cabeza desde interior de su ser, triturando las palabras con la lengua y los dientes, exponiendo una expresividad que nunca antes había exhibido.
Después, en diálogo abierto con otros amigos que también disfrutaron de su amistad, pude saber que su infancia sí había sido dura: su padre había muerto cuando era pequeño mientras él jugaba al fútbol y, ya anoticiado, decidió seguir jugando, como si la muerte del padre fuera un acontecimiento desprovisto de toda importancia.
Su madre sufrió, a lo largo de toda su vida, una psicosis que, en los últimos años, se había profundizado con delirios persecutorios y brotes violentos que la llevaron en una oportunidad a la internación, y en los últimos tiempos los ataques habían recrudecido; su casa era un campo de batalla, sin tregua… y uno de sus mayores enemigos era su propia madre atrapada en una aplanadora locura de estructura destructora. Pura pulsión Thanatica.
Yo había comprado unos años atrás dos pads electrónicos de Korg, uno que tenía cargada una base de ritmos loopeables y otro que producía sonidos sintetizados. La idea se apoderó de mí rápidamente. Le propuse dárselos, logrando una suerte de préstamo vital.
- Aprendé cómo se usan, jugá, descifralos en tu casa y preparate porque vas a tocar en la banda.
Me devolvió una sonrisa, dándome las gracias y luego del beso de despedida se bajó del auto. Al tiempo se hizo parte de ésta generación que experimenta con los sentidos, el no-wave, la nueva psicodelia, el post punk y todos esos tonos barriales que aprendimos en las calles salvajes que, a fuego lento y algo de sangre, nos constituyeron, moldeándonos a imagen y semejanza de una época que nos abrigó cálidamente (pero no sin atroces momentos de furia despiadada). En ese breve lapso, ensayamos, tocamos en La Mansión, preparamos un EP de 5 canciones y lo registramos en la ciudad de La Plata, gracias a los amigos de Don Lunfardo. La verdadera música, en un pacto de hermanos, logró ahuyentar, al menos por un tiempo, crueles fantasmas introspectivos. Roedores de almas frágiles.
Un mensaje de WhatsApp que me llegó desde el número desde el cual me había escrito unos días atrás (presiento que sabía que las cosas no estaban bien, que algo iba a pasarle, que algo iba a pasarnos), me entregó la noticia de que estaba internado. No muchas precisiones. Cálculos en la vesícula, posiblemente. El abandono, pensé. Hace dos años no podía conseguir un laburo estable, no había guita, la comida escaseaba… síntomas del proceso neo-liberal que marca los cuerpos con la necro-política de la destrucción subjetiva y física. Fue una semana a toda velocidad. La vivimos intensamente. Todos quienes te queríamos, de una u otra forma, estuvimos ahí. Dos días antes de morir, cuando el Cáncer ya había avanzado demasiado y la morfina todavía podía entregarte algo de paz, te envié una nota de voz, porque Martin me había contado que habías tenido un sueño en el que yo aparecía. Pensé en cuál era la razón por la cual no me lo habías contado, y decidí preguntártelo.
Recuerdo que el último libro que alcanzaste a leer fue “Recuerdos que mienten un poco”, las memorias en conversación con Marcelo Figueras del Indio Solari. Lo leíste hasta que la morfina lo permitió. Uno de los efectos de los opiáceos es que nublan la vista y doblan las imágenes, además de impedir la concentración; el costo por quemar el dolor, mientras las heridas siguen sangrando.
Me hablabas de Chicha, la mamá del Indio, comenzabas a meterte en una historia apasionante de 70 años que recorren toda una época en la piel de un artista. Comenzabas a leer la infancia del rocker. El libro era mío, te lo había llevado porque me habías pedido “algo para leer”, “flashero”, pero a la vez “tranqui”.
LO QUE SIGUE ES EL SUEÑO DE EZEQUIEL CON EL ESCARABAJO QUE FUE UNA IMAGINARIA Y FANTASMÁTICA ESCARA ABAJO (PASADA POR EL FILTRO DE LA CADENA DE SIGNIFICADOS QUE DESENTRAÑA LA INTERPRETACIÓN)… ES CARA ARRIBA QUE SE VIVE LA VIDA. ¿SALVARLO DE LA MUERTE? NO ¿EL SUEÑO COMO REALIZACIÓN DE UN DESEO? ¿LA INSATISFACCIÓN COMO REALIZACIÓN DE LA SATISFACCIÓN?: EL PLACER OCULTO Y OSCURO DE LA MORTÍFERA AUTO-DESTRUCCIÓN. LAS PREGUNTAS DE LA AUSENCIA, Y EL NACIMIENTO DEL SER ABIERTO A LA POTENCIA DE LO ABIERTO. EN UNA APERTURA DES-PSICOTIZANTE. EN UNA APERTURA QUE ABANDONA EL DOLOR DE EXISTIR.
Me mandaste una nota de voz de un minuto y tres segundos. Con eso bastó para la enunciación del mundo onírico. Me contaste que estabas en tu habitación, acostado en la cama, y que de pronto un enorme escarabajo, horrible, trepaba con sus enormes y asquerosas patas sobre el edredón, acercándose, y que de un salto, se sumergió en una palangana llena de agua que había a un costado de la mesa de luz. Que el insecto se ahogaba y en ese mismo momento experimentaste cierta lástima por él y decidiste salvarlo, sacándolo del agua y encerrándolo en un frasco de vidrio transparente de tapa metálica. En ese momento me hice presente en el sueño, según tu relato, y me contaste lo que había pasado. Yo, posiblemente asustado por el extraño bicho de inciertas intenciones, te sugerí que lo tiráramos a la mierda. Fue así que lo sacamos afuera, giramos a la izquierda la tapa metálica del frasco y lo dejamos salir. Remataste la narración con la frase: “Le salvé la vida al pelotudo ese”. Pero no te olvidaste de remarcar que el escarabajo era tan horrible que se volvía exótico, extraño, sugerente. Su fealdad constituía el origen de cierta pregnancia, de cierta atracción que, indudablemente, provocaba.
Yo ensayé una interpretación muy rápida: él le estaba salvando la vida a algo horrible que lo acechaba. Y le dije que entre los dos, en la vida real, íbamos a agarrar ese frasco y lo íbamos a tirar a la mierda. Que juntos lo íbamos a poder hacer. Pero que por favor me escuchara muy bien.
Me contestó, como quien educa a un estúpido, que “el escarabajo no es real", y que "solo existía en su mente”. Pero, rápidamente, se apuró a explicarme que “igual entendía a lo que me refería, y que era obvio que si yo estaba ahí, en el sueño, era para ayudarlo”.
Decidimos que íbamos a estar juntos, atravesando esto. Sentí una gran responsabilidad al saber que su mente me había colocado en un lugar tan importante, en un sueño no tan incómodo como real. Estaba en el lugar no del salvador, sino del acompañante. Del compañero. En el lugar del que podía dar la mano y caminar al lado, desandar ese mal viaje. Un lugar de privilegio. Sin duda.
Tiempo después dilucidé, charlando con un amigo (que me contó sobre una intervención suya acerca de un paciente de su psicoanalista que sufría la pérdida de un pariente por suicidio, a lo que él respondió que la gente que se suicidaba era cobarde y la analista supo, con buen tino, remarcar que “cuando sentís escarabajos que te comen el cuerpo, a veces la muerte es un alivio”), que la palabra “escarabajo” también estaba queriendo decir “escara” allá “abajo”, lastimadura, herida, en la zona de “abajo”. El cáncer de testículos de Ezequiel, que estaba ramificado, se inscribía, así, en la fonética homofónica del sueño, colándose, de una manera particular.
Las preguntas a la interpretación de éste sueño son múltiples y variadas: ¿”Salvarle la vida a ese pelotudo” era, entonces, salvarle la vida a la escara que tenía allí abajo, escara que le terminaría dando la muerte?¿Estaba, lo “exótico”, “horrible” pero a la vez pregnante, atrayente, manifestando cierto deseo de muerte en él? ¿El abandono al que se libró, que derivó en los días previos a su partida era entonces una suerte de deseo oculto, inconfesable? ¿Había llamado tanto a la muerte en la vida que había olvidado de vivir y había realizado su deseo en la forma de ese síntoma tenebroso y horrible, traumático y arrasador?
Una tarde, charlando con mi analista, ella me sugirió que pensara más allá del sueño como la manifestación de un deseo inconsciente. Me indicó que podía ser posible pensar que, a fin de cuentas, en el sueño, también Ezequiel le “salva la vida” a algo. Que en ese atolladero de contradicciones imaginarias y fantasmáticas había una posibilidad de salvar algo, y además, estaba yo ubicado en esa escena, en el rol de acompañante, para encontrar las condiciones de posibilidad de ese camino.
De Bad Brains, Black Flag, Henry Rollins a Stravinsky, o Damas Gratis o Fela Kuti, escapando a todo el cálculo del algoritmo de la plataforma de streaming, surfeaba una tarde de sol que nacía después de tu partida. Escribía, y pensaba en los registros alternativos de Mike Patton, o en la versatilidad de los sub-géneros de los años 80 y 90´s de Estados Unidos, de la marcada diferencia con el post-punk inglés. De los mundos de skaters y punks jamaiquinos que configuraban la escena underground; lo-fi de las calles del Imperio. De las misas oscuras en el CGBG que aparecen en YouTube a los pensamientos mixtos de los cogollos y los alaridos de Suicidal Tendencies, algo lejano a Lester Bangs que sólo pudo ver el verano de Lou Reed.
Nos alimentamos de todo, rellenando las faltas.
Hoy, sin embargo, seguimos jugando ajedrez con la muerte, a la manera de Bergman. Esperando el Submarino Amarillo de Mao, subidos a la encrespada ola del olor a las bombas de Napalm que brillan en la mañana de la ciudad de Ho Chi Minh, mientras la memoria del General Vo Nguyen Giap ronda las conciencias estúpidas de nuestra época, que pretenden simplemente renunciar a lo que consideran “imposible”.
La muerte de Ezequiel sucedió a una semana y dos días de su internación. El cáncer que, secretamente, guardó por años, lo fulminó rápidamente. Nos dejó una lección poderosa, que pudo a la vez librarnos de ciertos síntomas psicotizantes. Freud supo hablar, interpretando un sueño, de alguien que “vivía porque olvidaba que estaba muerto”, yo nos propongo invertir esta lógica y pensar en la vida, pensar en quienes terminan muriendo por olvidar que están vivos. Tal vez ése sea el centro de uno de los mensajes posibles que enunció esta muerte que, con hidalguía, enfrentamos en la cama de un hospital público, cuando el terror y lo real se apoderaban, en una penumbra amarilla de tragedia, de la habitación blanca. Cuando el dolor ya era inenarrable. Insoportable para él, indescriptible para cualquiera. Era una escena asquerosa, asfixiante, viscosa con algo de Eraserhead de David Lynch. El apagado estertor de su respiración titila todavía en el ojo de mi mente, como un cuchillo de pánico. Lo real es aterrador y cuando llega se lleva las palabras y las representaciones, pero atravesar la experiencia de la muerte, sin pastillas, fue realmente la condición de posibilidad para decirle adiós a un hermano de la vida, aferrado a su mano, en un medio círculo que describimos todos los que estábamos ahí esa noche, donde se podía sentir que la muerte sobrevolaba, bailando sus baiones oscuros y tenebrosos. Sólo las lágrimas nos acompañaron, pero después, sólo la risa nos abrigó en el recuerdo que, como dice el bueno de Galeano, es volver a pasar por el corazón.
Permanece, brillante, orgánico. Permaneze.
* Dedicado a la memoria de Ezequiel "Volta" Lizarraga