Fiebre, ¿la versión argentina de Sopa de Wuhan?
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María Pía López*
La vida en cuestión
¿Qué recordamos cuando todo se interrumpe? ¿Qué memorias personales y sociales se nos hacen presentes? ¿Cuáles de ellas están allí, a disposición y a la espera, tensionando el presente desde lo transcurrido? El tiempo del aislamiento social preventivo y obligatorio es, en cierto modo, un tiempo detenido, sujeto a un puro presente que debe ser agenciado en términos estrictos de necesidad y preservación. Detenido el tiempo, interrumpido el movimiento por la ciudad. Eso abre un cierto tipo de experiencias que ponen en suspenso la historicidad como condición: no es extraño que en las redes sociales coexista la demostración de imágenes del cotidiano (que certifican el estar en casa, las costumbres, las convivencias, la evidente materialidad del puro presente) con la recuperación de fotos de la infancia o de hechos ya transcurridos (viajes, reuniones, festejos) que, quien publica, intenta traer a cuenta. Esas imágenes vienen a decir que hubo otros modos de vivir el cuerpo, la relación con otrxs, el espacio público. La experiencia moderna del tiempo y del espacio están en cuarentena: ni circulación por las calles, ni apertura explícita de proyecciones sobre el futuro.
La pandemia pone en primer plano la gestión de lo imprescindible y el alivio de la amenaza sanitaria postergando el pico de los contagios para cuando estén resueltas algunas condiciones que permitan atajarlo. Al hacerlo, parece clausurar la pregunta por lo que vendrá cuando la crisis finalice, aunque esa pregunta sea la central. Esa pregunta, la de la imaginación política, no puede desgajarse de las memorias de lo realizado. Hoy el empresariado está planteando el fin de la cuarentena, apostando a la hipótesis de que es posible separar el flujo de las mercancías y el dinero, del flujo del virus, mediante el ejercicio de sistemas de ordenamiento de los cuerpos y cuidados de salubridad. Cuando se discute en torno a las actividades esenciales se confronta eso, pero también la decisión de no separar ingresos de trabajo realizado. Cuando los más ricos entre los ricos deciden despedir trabajadorxs, no lo hacen porque no puedan afrontar el costo de pagar salarios durante la detención de la producción. Lo hacen porque esa conexión (para vivir hay que vender y realizar la fuerza de trabajo) es la clave de su propia existencia.
Lo esencial. En la obstaculización de esa otra posibilidad, de lo que podría abrir este tiempo sin trabajo pero con salarios, ven algo muy relevante, que también se juega socialmente en el desprecio –y el miedo– al planero, al chorro, al militante: las figuras que parecen solo extraer, cuasi parasitariamente, el excedente del esfuerzo productivo. Figuras de la circulación de las mercancías y del dinero pero no de su producción, que aparecen separadas del mandato «ganarás el pan con el sudor de tu frente». El productivismo que aconteció en muchos sectores alrededor de afianzar las lógicas del trabajo a distancia evidencia el temblor ante la revelación potencial de que lo que hacemos diariamente sea superfluo. Y si lo fuera, ¿qué vidas se abrirían? ¿qué posibilidades para cada quien, para los núcleos familiares y las redes afectivas?
El empresariado intenta reponer la lógica «de casa al trabajo y del trabajo a casa», como salida económica a la amenaza sanitaria, lo cual despojaría a nuestras vidas precisamente de eso supuestamente superfluo que es el ocio en el espacio público, el consumo cultural, el activismo político, la sociabilidad paseandera. Cómo se gestiona la emergencia es una decisión que pone en juego, también, imágenes de la sociedad futura: porque si bien es un paréntesis extraordinario, no puede desprenderse de su condición de laboratorio. Si hoy se discuten impuestos de urgencia al capital o bajas de salarios, es porque nada de lo que se decida es inocuo ni afecta solo a lo que transcurra en estos meses, sino que abre la experiencia que podrá ser considerada en tiempos ordinarios. Laboratorio, entonces, de modos virtuales de trabajar y enseñar, de circuitos de gestión, de vaciamiento del espacio público, de trato con el roce corporal.
Pero si esto que hoy se hace tendrá efectos sobre el futuro, también lo que hoy hacemos pone en juego memorias sociales. La riqueza de una sociedad no es solo su materialidad económica, los bienes transables, lo que puede mencionarse en un acta testamentaria o ser sujeto a las leyes de la propiedad. También hay otra riqueza: el lenguaje compartido, la ciencia, el saber, el arte, la construcción de enunciados y modos de actuar con relación a otros. Si expurgamos de eso a las naciones –alguna vez le escuché decir a Horacio González–, ellas serían meros enclaves económicos y hechos criminales: guerras de fronteras y valorización mercantil de los territorios. Pero son algo más, y en ese algo más nos reconocemos: heredamos y preservamos. Incluso cuando solo creemos que lo hacemos instrumentalmente al usar el lenguaje para comunicarnos. Nada hay que sea solo técnico ni puramente instrumental. Cada uso acarrea una mochila desconocida de interpretaciones y visiones del mundo, modos de sentir y núcleos de imaginación.
El activismo político, tan denostado por quienes pretenden una sociedad regimentada por la empresa, la tecnología y una ciencia reducida a la gestión biológica, es agente fundamental de esa producción de sentidos. Vale pensar, por ejemplo, en la relevancia del movimiento de derechos humanos en la construcción de la vida en común después del terrorismo de estado.
En Argentina, esa memoria militante constituye acuerdos sobre el pasado (como se hizo evidente cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación intentó favorecer la salida en libertad de los genocidas aplicando el llamado «2 por 1», cómputo aplicado para quienes están en la cárcel sin condena firme, y una multitud salió a las calles para recordar que ese pacto está vigente) y una sensibilidad para considerar la injusticia del presente (recordemos, también, la reacción social ante la desaparición de Santiago Maldonado). Esa sensibilidad es relativa, porque no se activa del mismo modo ante la violencia institucional ni ante todos los casos de criminalización de la protesta. Pero sitúa márgenes de lo inaceptable, límites a la represión estatal, condiciones a las fuerzas de seguridad.
En situación de pandemia, prima la idea de un orden necesario: el aislamiento obligatorio exige la voluntad ciudadana de acatarlo, pero también el control policial de la circulación. Las libertades individuales son suspendidas en nombre del bien común. Las fuerzas de seguridad tienen prácticas sedimentadas, y es difícil que algunos de sus integrantes no recaigan en el hábito de verduguear e ir más allá del cumplimiento de la ley, en especial cuando el objeto de su amenaza o sanción son jóvenes de los barrios populares. La mano dura en el control de la calle y de los cuerpos es moneda corriente en esos territorios, y quizás el no haber construido un consenso respecto de su necesaria condena y límite es un fuerte desmedro de la lógica democrática. Hablamos de la riqueza social. También es necesario pensar sus deudas. Las nuestras.
Las alertas están, pueden activarse. De hecho, hay sanciones contra gendarmes y policías filmados mientras agredían a civiles, jugando a recrear oscuras escenas en las que un uniformado prescribe coreografías de salto de rana y cuerpo a tierra. Hace un tiempo –difícil decir esta frase cuando ya no tenemos claro qué es eso del tiempo, porque lo vivido es una combinación de detención y vértigo, pero imaginemos que podemos decirla– el presidente argentino afirmó que había que dar vuelta la página respecto de la dictadura cívico-militar porque los militares que están en actividad ya habían sido formados durante la democracia. Esa frase generó inquietud: parecía desconocer la fuerza de la condena al terrorismo de estado como umbral de legitimidad para la democracia argentina, y se privaba de interrogar acerca de la persistencia de las prácticas y los valores que se transmiten de modo informal dentro de las instituciones, fuera del currículum legítimo y público. Y es posible que la frase dijera algo que ni siquiera estaba en el horizonte de su enunciador ni de sus receptores inquietos, que anunciara esa reconversión de los cuarteles en hospitales de campaña; y de los militares, en agentes de asistencia alimentaria y sanitaria.
El virus es igualitario –se prende a todo cuerpo–, pero sus efectos se cumplen diferencialmente en un orden de desigualdades. No sólo las consabidas de edad o enfermedades preexistentes, que lo vuelven riesgoso para la continuidad de la vida. También desigualdades sociales, de clase y de género. La masividad del peligro pone en evidencia los desiguales accesos a la salud (distritos gigantescos e hiperpoblados que tienen un solo hospital), a los servicios públicos, a las viviendas en condiciones y al trabajo formalizado. La cuarentena empezó a ser un privilegio accesible a quienes tenemos lugar para encerrarnos y un salario, aunque no salgamos a trabajar. Pero a la vera de eso están millones de personas que viven en casas precarias, cuyos ingresos provienen de la economía popular. De algún modo, hizo visible lo que ya se venía problematizando desde la creación de herramientas sindicales, como la UTEP-CTEP, y desde las acciones de los feminismos, que mostraron que el trabajo socialmente necesario no es solo el que se lleva adelante en el marco de los contratos salariales, u organizado por la conducción empresarial y representado por los sindicatos, sino que mucho de ese trabajo se realiza fuera de ese orden: el trabajo informal, el de reproducción y cuidados hogareño, el comunitario. Trabajos centrales para que la sociedad siga existiendo y se preserve la vida, en muchos casos mal remunerados (el trabajo doméstico asalariado se cuenta entre los peores pagos) o impagos (como el realizado por mujeres en sus propios hogares).
Eso fue problematizado y demostrado por los feminismos, y ahora revelado a contraluz de la pandemia, que pone, con extraordinaria nitidez, los cuidados en el centro de la escena: cuidados de la población en riesgo, cuidado de las infancias con las escuelas cerradas, cuidados alimentarios, cuidados de salud. Las instituciones públicas muestran su rostro de cuidados, pero solas no bastan. Por eso se coordinan con un activismo social enorme, que toma en sus manos la reproducción vital. Ya lo hacía una militancia en gran parte constituida por mujeres que sostienen comedores y merenderos, que defienden a otras en situación de violencia, que cuidan niñes de todo el barrio, que gestionan y pelean en los municipios, que acompañan abortos y que defienden a les pibes de la violencia institucional. La pandemia muestra a esas cuidadoras, y el Estado las reconoce como promotoras comunitarias. El proceso por el cual se produce ese reconocimiento no es ajeno a los feminismos, al tipo de representación disputada respecto de ese esfuerzo social: allí donde las derechas reaccionarias ven planes distribuidos a una población que no realiza esfuerzos, nosotras vemos esfuerzos intensos e imprescindibles mal remunerados. El trabajo mismo de la reproducción social. Esos trabajos no son solo auxilios en la crisis. Su horizonte es el de la transformación de relaciones sociales que son inequitativas y mortíferas, porque la desigualdad mata. Al tiempo que se reconoce la importancia de los cuidados –reconocimiento que exige la pandemia–, hay que evitar menoscabar su politicidad.
Recordar estos procesos es activar una memoria social compartida, procurar que ella sea parte de las imaginaciones que disputan el futuro. Porque hay varias distópicas y probablemente triunfantes: un futuro poblado de mercancías y dinero libres de humanos virósicos, teletrabajos intensos y nuevos modos de expansión de la productividad, ciudades regimentadas y espacios públicos vacíos, controles migratorios exhaustivos y fronteras cerradas. Frente a eso están esos otros modos de pensar la vida en común, la posibilidad de construir cuidados comunitarios, un Estado capaz de organizarse con las alertas construidas por las largas luchas democráticas y por la inventiva de la movilización plebeya. Un impulso que lleva más allá de la preservación de la vida tal cual existe (y que está amenazada por el hambre y la enfermedad), para ir hacia la apuesta de una vida que valga la pena de ser vivida.
* Doctora en Ciencias Sociales. Socióloga, ensayista, investigadora y docente. Dirigió el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional.