La Causa Peronista: ¿Cómo murió Aramburu?

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La Causa Peronista: ¿Cómo murió Aramburu?

28 Mayo 2020

Relato de Mario Firmenich y Norma Arrostito. Revista Causa Peronista, 3 de Septiembre de 1974.

Era la una y media de la tarde del 29 de mayo de 1970. Las radios de todo el país interrumpían su programación para dar cuenta de una noticia que poco después conmovería al país. «Habría sido secuestrado el Teniente General Pedro Eugenio Aramburu».

Era la una y media de la tarde. Esquivando puestos policiales y evitando caminos transitados, una pick up Gladiator avanzaba desde hacía cuatro horas rumbo a Timóte.

En la caja, escondido tras una carga de fardos de pasto, viajaba el fusilador de Valle escoltado por dos jóvenes peronistas Lo habían ido a buscar a su propia casa. Lo habían sacado a pleno día, en pleno centro de la Capital y lo habían detenido en nombre del pueblo.

Uno de los jóvenes peronistas tenía a mano un cuchillo de combate. Ante cualquier eventualidad, ante la posibilidad de una trampa policial, ante la certeza de no poder escapar de un cerco o una pinza, iba a eliminar al jefe de la Libertadora. Aunque después cayeran todos. Así se había decidido desde el principio. El fusilador tenía que pagar sus culpas a la justicia del pueblo.

Era el 29 de mayo de 1970. El día en que el Onganiato festejaba por última vez el Día del Ejército. El día en que el pueblo festejaba el primer aniversario del Cordobazo. Habían nacido los Montoneros.

El Aramburazo, como lo bautizó el pueblo, que jamás tuvo dudas respecto de los autores del operativo, fue el lanzamiento público de una organización político militar que habría de transformarse, en poco tiempo, en ejemplo y bandera del peronismo, en la máxima expresión de la lucha del pueblo contra el imperialismo y todos sus aliados y sirvientes nativos.

En este primer operativo firmado, llevado a cabo por un grupo de combatientes muy jóvenes, en absoluta precariedad de medios y contra un enemigo que, entonces, parecía todopoderoso. Montoneros definió su proyecto y mostró un camino. El Aramburazo logró, en ese sentido, la mayoría de sus objetivos.

El primer objetivo del Operativo Pindapoy. como lo bautizaron en un principio Los Montoneros era el lanzamiento público de la Organización. Se cumplió con éxito. En cuestión de horas, días cuanto más, todos los argentinos supieron que las luchas peronistas, las de la Resistencia, las del Plan de Lucha, la de los Uturuncos y todas las expresiones combativas del peronismo, se habían sintetizado en un grupo de jóvenes dispuestos a triunfar o morir por su pueblo. Esto lo supieron los gorilas de quince años atrás y los gorilas de entonces. Y lo supo también la clase trabajadora, la que siempre había creado nuevas formas de lucha contra cada «nueva estrategia imperialista, la que había dado su ejemplo a estos Montoneros que ahora avanzaban un paso más en la guerra: tomaban las armas hasta sus últimas consecuencias.

El segundo objetivo era ejercer la justicia revolucionaria contra el más inteligente de los cabecillas de la Libertadora. Porque si Rojas fue la figura más acabada del gorilismo. Pedro Eugenio Aramburu fue, en cambio, su cerebro y artífice. En Aramburu, el pueblo había sintetizado al antipueblo. El vasco era responsable directo de los bombardeos a la Plaza de Mayo, de las persecuciones y las torturas. Aramburu era culpable directo, además, del fusilamiento de 27 patriotas durante la represión brutal de junio del 56. Sobre él ejerció Montoneros la justicia de ese pueblo. Por primera vez el pueblo podía sentar a un cipayo en el banquillo y juzgarlo y condenarlo. Eso hizo Montoneros en Timóte: mostró al pueblo que, más allá de las trampas, las argucias legales y los códigos para reprimir a los trabajadores, había un camino hacia la verdadera Justicia, la que nace de la voluntad de un pueblo.

Aramburu fue, además, culpable de un delito que a los peronistas los había herido e indignado como pocas veces se indignó este pueblo. Aramburu había sido el artífice del robo y desaparición del cadáver de la compañera Evita. El pueblo lo sabía. Por esa intuición que lo caracteriza, el pueblo sabía, sin tener que preguntarle a nadie, que Aramburu era culpable de ese robo y de la mutilación del cuerpo de la Abanderada de los Trabajadores. Su recuperación, uno de los objetivos fundamentales del Aramburazo, no se pudo lograr. La negativa del fusilador a confesar, amparándose en un pacto «de honor» con otros gorilas, impidió que Montoneros supiera exactamente el paradero del cuerpo.

El último objetivo del Aramburazo se inscribía en la situación política que vivía el país en aquel momento. Aramburu conspiraba contra Ongania. Pero el proyecto de Aramburu para reemplazar el régimen corporativista de Ongania era politicamente más peligroso. Aramburu se proponía lo que luego se llamó Gran Acuerdo Nacional, la integración del peronismo al sistema liberal a través de «peronistas» de la calaña de Paladino, Coria y todos los burócratas y participacionistas. Aramburu, que fragoteaba con varios generales en actividad, había superado hacía mucho la torpeza gorila del 55 en materia política. En 1970 era un agente hábil del imperialismo, un hombre que intentaba vaciar al peronismo de contenido popular, en una maniobra eleccionaria de trampa. Usar al «peronismo de corbata» y a los traidores que aparecían como sus dirigentes para aniquilar al Movimiento, para aislar definitivamente al General de los peronistas. No le hubiera resultado muy difícil «engrupir a la gilada», ofreciendo el olvido de viejos rencores, el mea culpa por los muertos, la negociación de los restos de Evita. En fin, todo lo que intentó Lanusse tres años después y que desbarató el pueblo. Pero en un momento en que las fuerzas del peronismo estaban lejos de ser óptimas. Y este objetivo también lo logró Montoneros. La dictadura tuvo que esperar dos años para intentar la trampa. Para entonces aquel reducido grupo era una organización poderosa. Y sus cantos de guerra ya no eran las lágrimas de algún viejo peronista emocionado por el acto de justicia histórica de «los muchachos de la guerrilla». Ahora era la voz de las multitudes que enfrentaban al régimen en todos los frentes de batalla con las banderas de esos jóvenes que, un 29 de mayo, se largaron al todo o nada para enseñarle al imperialismo cómo contraataca y cómo golpea el pueblo a medida que se va organizando en la lucha.

MARIO: El ajusticiamiento de Aramburu era un viejo sueño nuestro. Concebimos la operación a comienzos de 1969. Había de por medio un principio de justicia popular —la reparación por los asesinatos de junio del 56—, pero además queríamos recuperar el cadáver de Evita, que Aramburu había hecho desaparecer.

Pero hubo que dejar transcurrir el tiempo, porque aún no teníamos formado el grupo operativo. Entretanto trabajábamos en silencio: la ejecución de Aramburu debía significar, precisamente la aparición pública de la organización.

A fines del 69 pensamos que ya era posible encarar el operativo. A los móviles iniciales, se había sumado en el transcurso de ese año la conspiración golpista que encabezaba Aramburu para dar una solución de recambio al régimen militar, debilitado tras el Cordobazo.

Por la importancia política del hecho, por el significado que atribuíamos a nuestra propia aparición, fuimos a la operación con el criterio de todo o nada. El grupo inicial de Montoneros se juega a cara o ceca en ese hecho.

ARROSTITO: Toda la «organización» éramos doce personas, entre los de Buenos Aires y los de Córdoba. En el operativo jugamos diez.

Lo empezamos a fichar a comienzos del 70, sin mayor información. Para sacar direcciones, nombres, fotos, fuimos a las colecciones de los diarios, principalmente de La Prensa. En una revista. Fernando encontró fotos interiores del departamento de la calle Montevideo. Eso nos dio una idea de cómo podrían ser las cosas adentro.

MARIO: Pero dedicamos el máximo esfuerzo al fichaje externo. El edificio donde él vivía está frente al colegio Champagnat, y averiguamos que en el primer piso había una sala de lectura o una biblioteca. Entonces nos colamos, íbamos a leer ahí. El que inauguró el método fue Fernando, que era bastante desfachatado. Más que leer, mirábamos por la ventana. Nos quedábamos por períodos cortos, media hora, una hora. Nunca nadie nos preguntó nada.

ARROSTITO: Allí lo vimos por primera vez, de cerca. Solía salir alrededor de las once de la mañana, a veces antes, a veces después, a veces no salía. Lo vimos tres veces desde el Champagnat.

Después fichamos desde la esquina de Santa Fe, en forma rotativa. Llegamos a hacer relevos cada cinco minutos. Teníamos que hacer así porque en esa esquina había un cabo de consigna, uno rubio, gordito, y no queríamos llamar la atención.

MARIO: A medida que chequeábamos, fuimos variando el modelo operativo. La primera idea había sido levantarlo por la calle cuando salía a caminar. Pensábamos usar uno de esos autos con cortina en la luneta, y tapar las ventanillas con un traje a cada lado. Le dimos muchas vueltas a la idea hasta que la descartamos, y resolvimos entrar y sacarlo directamente del octavo piso.

Para eso hacía falta una buena «llave». La mejor excusa era presentarse como oficiales del Ejército. El Gordo Maza y otro compañero habían sido liceístas, conocían el comportamiento de los militares. Al Gordo Maza incluso le gustaba, era bastante milico, y le empezó a enseñar a Femando los movimientos y las órdenes. Ensayaban juntos.

ARROSTITO: Compraron parte de la ropa en la casa Isola, una sastrería militar en la Avenida de Mayo, al lado de Casa Muñoz. Fernando Abal tenía 23 años, Ramus y Firmenich 22, Capuano Martínez, 21. Cortándose el pelo, pasaban por colimbas. Así que allí compraron las insignias, las gorras, los pantalones, las medias, las corbatas. Para comprar algunas cosas, hasta se hicieron pasar por boy-scouts. Un oficial retirado peronista donó su uniforme: simpatizaba con nosotros, aunque no sabía para qué lo íbamos a usar. El problema es que a Fernando le quedaba enorme. Tuve que hacer de costurera, amoldárselo al cuerpo. La gorra la tiramos —era un gorrón, le bailaba en la cabeza— pero usamos la chaquetilla y las insignias.

¿COMO ENTRAR?

MARIO: Una cosa que nos llamó la atención es que Aramburu no tenía custodia, por lo menos afuera. Después se dijo que el ministro Imaz se la había retirado pocos días antes del secuestro, pero no es cierto. En los cinco meses que estuvimos chequeando, no vimos custodia externa ni ronda de patrulleros. Solamente el portero tenía pinta de cana, un morocho corpulento.

A alguien se le ocurrió: Si no tenía custodia, ¿por qué no íbamos a ofrecérsela? Era absurdo, pero esa fue la excusa que usamos.

El terreno. Justo en esos días que la operación iba tomando forma, a alguien se le ocurre arreglar la calle Montevideo, una de esas reparaciones de luz o de gas que siempre están haciendo; vaya a saber. Lo cierto es que rompieron media calle, justo del lado de su casa. Y nosotros teníamos que poner la contención ahí.

Era un problema. Pensamos cortar la calle con uno de esos letreros que dicen «En reparación», «Hombres trabajando», pero lo descartamos.

Después nos fijamos que el garage del Champagnat daba justo frente a la puerta del edificio, y que en dirección a Charcas había otro garage, y que ahí el pavimento no estaba roto. Entonces la contención iba a estar ahí: un coche sobre la vereda del Champagnat, el otro en el garage.

LA HORA SEÑALADA

La planificación final la hicimos en la casa de Munro donde vivíamos Capuano Martínez y yo. Ahí pintamos con aerosol la pick-up Chevrolet que iba a servir de contención. La pintamos con guantes.

ARROSTITO: La casa operativa era la que alquilábamos Fernando y yo, en Bucaretli y Ballivian. Villa Urquiza. Allí teníamos un laboratorio fotográfico.

La noche del 28 de mayo. Fernando lo llamó a Aramburu por teléfono. Con un pretexto cualquiera. Aramburu lo trató bastante mal, le dijo que se dejara de molestar o algo asi. Pero ya sabíamos que estaba en su casa.

Dentro de Parque Chas dejamos estacionados esa noche los dos autos operativos: la pick-up Chevrolet y un Peugeot 404 blanco; y tres coches más que se iban a necesitar: una Renoleta 4L blanca, mía. un taxi Ford Falcon que estaba a nombre de Firmenich, y una pick-up Gladiator 380, a nombre de la madre de Ramus.

La mañana del 29 salimos de casa Dos compañeros se encargaron de llevar los coches de recambio a los puntos convenidos. La Renoleta quedó en Pampa y Figueroa Alcorta, con un compañero adentro. El taxi y ta Gladiator cerca de Aeroparque, en una cortada, el taxi cerrado con llave y un compañero dentro de la Gladiator.

En el Peugeot 404 subieron Capuano Martínez, que iba de chofer, con otro compañero, los dos de civil pero con el pelo bien cortito. Y detrás, Maza con uniforme de capitán y Fernando Abal, como teniente primero.

MARIO: Ramus manejaba la pick-up Chevrolet y la «flaca» (Norma) lo acompañaba en el asiento de adelante. Detrás íbamos un compañero disfrazado de cura, y yo con uniforme de cabo de la policía.

ARROSTITO: Yo llevaba una peluca rubia con claritos y andaba bien vestida y un poco pintarrajeada.

El Peugeot iba adelante por Santa Fe. Dobló en Montevideo, entró en el garage. Capuano se quedó al volante y los otros tres bajaron. Le pidieron permiso al encargado para estacionar un ratito. Cuando vio los uniformes, dijo que sí en seguida. Salieron caminando a la calle y entraron en Montevideo 1053.

Nosotros veníamos detrás con la pick-up. En la esquina de Santa Fe bajé yo y fui caminando hasta la puerta misma del departamento. Me paré allí. Tenía una pistola.

MARIO: Nosotros seguimos hasta la puerta del Champagnat y estacionamos sobre la vereda. «B cura» y yo nos bajamos. Dejé la puerta abierta con la metralleta sobre el asiento, al alcance de la mano. Habla otra en la caja al alcance del otro compañero. También llevábamos granadas.

Ese día no vi al cana de la esquina. Mi preocupación era qué hacer si se me aparecía, ya que era mi «superior», tenía un grado más que yo. Pasaron dos cosas divertidas. Se arrimó un Fiat 600 y el chofer me pidió permiso para estacionar. Le dije que no. Quiso discutir: «¿Y por qué la pick-up si?» Le dije: «¡Circule!» Se fueron puteando.

En eso pasó un celular. Le hice la venia al chofer, y el tipo me contestó con la venia.

Y de golpe, lo increíble. Habíamos ido allí más bien dispuestos a dejar el pellejo, pero no: era Aramburu el que salía por la puerta de Montevideo, y el gordo Maza lo llevaba con un brazo por encima del hombro, como palmeándolo, y Fernando lo tomaba del otro brazo. Caminaban apaciblemente.

ADENTRO (FERNANDO, EMILIO)

Un compañero quedó en el séptimo piso, con la puerta del ascensor abierta, en función de apoyo.

Fernando y el Gordo subieron un piso más. Tocaron el timbre, rígidos en su apostura militar. Fernando un poco más rígido por la «metra» que llevaba bajo el pilotín verde oliva.

Los atendió la mujer del general. No le infundieron dudas: eran oficiales del Ejército, los invitó a pasar, les ofreció café mientras esperaban que Aramburu terminara de bañarse.

Al fin apareció, sonriente, impecablemente vestido. Tomó café con ellos mientras escuchaba complacido el ofrecimiento de custodia que le hacían esos jóvenes militares. A Maza le descubrió en seguida el acento: «Usted es cordobés».

«Sí, mi general». Las cortesías siguieron un par de minutos mientras el café se enfriaba, y el tiempo también, y los dos muchachos agrandados se paraban y desencerraban, y la voz cortante de Fernando dijo:

—Mi qeneral, usted vienen con nosotros.

Asi. Sin mayores explicaciones. A las nueve de la mañana.

¿Si se resistía? Lo matábamos ahí. Ese era el plan, aunque no quedara ninguno de nosotros vivo.

AFUERA

MARIO: Pero no, ahí estaba, caminando apaciblemente entre el Gordo Maza que le pasaba el brazo por el hombro, y Fernando que lo empujaba levemente con la metra bajo el pilotín.

Seguramente no entendía nada. Debió creer que alguien se adelantaba al golpe que había planeado, porque todavía no dudaba de que sus captores eran militares.

Su mujer había salido. De eso me enteré después, porque no recuerdo haberla visto.

Subieron al Peugeot, y arrancaron hacia Charcas, dieron la vuelta por Rodríguez Peña hacia el Balo. Y nosotros detrás.

EL VIAJE

Cerca de la Facultad de Derecho detuvieron el Peugeot y trasbordaron a la camioneta nuestra. Capuano; la Flaca y otro compañero subieron adelante. Fernando y Maza, con Aramburu, atrás. Allí se encontró por primera vez con «el cura» y conmigo. Debió parecerle esotérico: un cura y un policía; y el cura que en su presencia empezaba a cambiarse de ropa.

Se sentó en la rueda de auxilio. No decía nada, tal vez porque no entendía nada. Le tomé la muñeca con tuerza y la sentí floja, entregada. Maza, «el cura», la Flaca y otro compañero se bajaron en Pampa y Figueroa Alcorta, llevándose los bolsos con los uniformes y parte de los fierros. Fueron a la casa de un compañero a redactar el comunicado número. Quedamos Ramus y Capuano adelante, Aramburu, Fernando y yo atrás. Seguimos hasta el punto donde estaban los otros dos coches. Bajamos. Capuano subió al taxi, y nosotros nos dirigimos a la otra pick-up, la Gladiator, donde había un compañero.

La Gladiator tenia un toldo y la parte de atrás estaba camuflada con fardos de pasto. Retirando un fardo, quedaba una puertita. Por allí entraron Fernando y el otro compañero con Aramburu. Adelante Ramus, que era el dueño legal de la Gladiator, y yo, siempre vestido de policía.

Durante más de un mes habíamos estudiado la ruta directa a Timote, sin pasar por ningún puesto policial y por ninguna ciudad importante. Delante iba el taxi conducido por Capuano, abriendo punta. Un par de walkie-talkies aseguraba la comunicación entre él y nosotros. Otro par entre la cabina de la Gladiator y la caja.

En toda mi vida operativa no recuerdo una vía de escape más sencilla que está. Fue un paseo. El único punto que nos preocupaba era la Gral. Paz, pero la pasamos sin problemas: no estaba tan controlada como ahora. Salimos por Gaona, y a partir de ahí empezamos a tomar caminos de tierra dentro de la ruta que habíamos diseñado. El río Luján lo cruzamos por un viejo puente de madera, entre Luján y Pilar, por donde no pasa nadie. Si la alarma se hubiera dado en seguida, creo que igual nos hubiéramos escapado, porque la ruta era perfecta. Tardamos ocho horas en hacer un camino que puede hacerse en cuatro, pero no entramos en ningún poblado ni nos detuvimos a comer o cargar nafta. Para eso estaba el taxi, legal, que traía las provisiones.

Aramburu no habló en todo el viaje salvo cuando los compañeros tuvieron que buscar el bidón en la oscuridad. «Aquí está», dijo.

A la una de la tarde la radio empezó a hablar del «presunto secuestro». Ya estábamos a mitad de

camino.

Serían las cinco y media o las seis cuando llegamos a La Celma, un casco de estancia que pertenecía a la familia de Ramus. El taxi se volvió a Buenos Aires y nosotros entramos. La primera tarea de Ramus fue distraer la atención de su capataz, el vasco Acebal.

Esto no fue fácil porque la casa de Acebal y el casco de estancia estaban casi pegados y Ramus tuvo que arrinconar al vasco a un costado de la entrada, habiéndole de cualquier cosa, mientras Fernando y el otro compañero metían a Aramburu en la casa de los Ramus. Ese compañero estaba tan boleado que bajó con la metra en la mano. Pero Acebal no sintió nada, y los únicos que aparecimos frente a él fuimos Ramus y yo, que me había cambiado el uniforme de policía.

EMPIEZA EL JUICIO

Metimos a Aramburu en un dormitorio, y ahí mismo esa noche le iniciamos el juicio. Lo sentamos en una cama y Fernando le dijo:

—General Aramburu, usted está detenido por una organización revolucionaría peronista, que lo va a someter a juicio revolucionario.

Recién ahí pareció comprender. Pero lo único que dijo fue:

—Bueno.

Su actitud era serena. Si estaba, nervioso, se dominaba. Fernando lo fotografió asi, sentado en la cama sin saco ni corbata, contra ta pared desnuda. Pero las fotos no salieron porque se rompió el rollo a la primera vuelta.

Para el juicio se utilizó un grabador. Fue lento, fatigoso, porque no queríamos presionarlo ni intimidarlo, y él se atuvo a esa ventaja, demorando la respuesta a cada pregunta, contestando «No sé», «De eso no me acuerdo», etc.

El primer cargo que le hicimos fue el fusilamiento del general Valle y los otros patriotas que se alzaron con él el 9 de junio de 1956. Al principio pretendió negar. Dijo que cuando sucedió eso, él estaba en Rosario. Le leímos sílaba a sílaba los decretos 10.363 y 10.364, firmados por él, condenando a muerte a los militares sublevados. Le leímos las crónicas de los fusilamientos de civiles en Lanús y José León Suárez.

No tenía respuesta. Finalmente reconoció: «Y bueno, nosotros hicimos una revolución, y cualquier revolución fusila a los contrarrevolucionarios.»

Le leímos la conferencia de prensa en que el almirante Rojas acusaba al general Valle y a los suyos de marxistas y de amorales. Exclamo: «¡Pero yo no he dicho eso!» Se le preguntó si, de todos modos, lo compartía. Dijo que no. Se le preguntó si estaba dispuesto a firmar eso. El rostro se le aclaró, quizá porque pensó que la cosa terminaba ahí.

«Si era por esto, me lo hubieran pedido en mi casa», dijo, e inmediatamente firmó una declaración en que negaba haber difamado a Valle y los revolucionarios del 56. Esa declaración se mandó a los diarios, y creo que apareció publicada en Crónica.

EL PROYECTO DEL GAN

El segundo punto del juicio a Aramburu versó sobre el golpe militar que él preparaba y del que nosotros teníamos pruebas. Lo negó terminantemente. Cuando le dimos datos precisos sobre su enlace con un general en actividad, dijo que ere «un simple amigo». Sobre esto, frente al grabador, fue imposible sacarle nada. Pero apenas se apagaba el grabador, compartiendo con nosotros una comida o un descanso, admitía que la situación del régimen no daba para más, y que sólo un gobierno de transición —que él se consideraba capacitado para ejercer— podía salvar la situación. Su proyecto era, en definitiva, el proyecto del GAN, que luego impulsaría Lanusse: la integración pacifica del peronismo a los designios de las clases dominantes.

EVA PERÓN

Es posible que las fechas se me confundan, porque los que llevamos el juicio adelante fuimos tres: Fernando, el otro compañero y yo. Ramus iba y venía continuamente a Buenos Aires. De todas maneras creo que el tema de Evita surgió el segundo día del juicio, el 31 de mayo. Lo acusábamos, por supuesto, de haber robado el cadáver. Se paralizó. Por medio de morisquetas y gestos bruscos se negaba a hablar, exigiendo por señas que apagáramos el grabador. Al fin, Fernando lo apagó.

«Sobre ese tema no puedo hablar», dijo Aramburu, «por un problema de honor. Lo único que puedo asegurarles es que ella tiene cristiana sepultura.»

Insistimos en saber qué había ocurrido con el cadáver. Dijo que no se acordaba. Después intentó negociar: él se comprometía a hacer aparecer el cadáver en el momento oportuno, bajo palabra de honor.

Insistimos. Al fin dijo: «Tendría que hacer memoria.»

«Bueno, haga memoria.»

Anochecía. Lo llevamos a otra habitación. Pidió papel y lapa. Estuvo escribiendo antes de acostarse a dormir. A la mañana siguiente, cuando se despertó, pidió para ir al baño. Después encontramos allí unos papelitos rotos, escritos con letra temblorosa.

Volvimos a la habitación del juicio. Lo interrogamos sin grabador. A los tirones contó la historia verdadera: el cadáver de Eva Perón estaba en un cementerio de Roma, con nombre falso, bajo custodia del Vaticano. La documentación vinculada con el robo del cadáver estaba en una caja de seguridad del Banco Central a nombre del coronel Cabanillas. Más que eso no podía decir, porque su honor se lo impedia.

LA SENTENCIA

Era ya la noche del 1º. Le anunciamos que el Tribunal iba a deliberar. Desde ese momento no se le habló más.

Lo atamos a la cama. Preguntó por qué. Le dijimos que no se preocupara. A la madrugada Fernando le comunicó la sentencia:

—General, el Tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte. Va a ser ejecutado en media hora.

Ensayó conmovernos. Habló de la sangre que nosotros, muchachos jóvenes, íbamos a derramar.

Cuando pasó la media hora lo desamarramos, lo sentamos en la cama y le atamos las manos a la espalda.

Pidió que le atáramos los cordones de los zapatos. Lo hicimos. Preguntó si se podía afeitar. Le dijimos que no había utensilios. Lo llevamos por el pasillo interno de la casa en dirección al sótano. Pidió un confesor. Le dijimos que no podíamos traer un confesor porque las rutas estaban controladas.

«Sí no pueden traer un confesor» —dijo—, «¿cómo van a sacar mi cadáver?»

Avanzó dos o tres pasos más.

«¿Qué va a pasar con mi familia?» preguntó.

Se le dijo que no había nada contra ella, que se le entregarían sus pertenencias.

El sótano era tan viejo como la casa, tenía setenta años. Lo habíamos usado la primera vez en febrero del 69, para enterrar los fusiles expropiados en el Tiro Federal de Córdoba. La escalera se bamboleaba. Tuve que adelantarme para ayudar su descenso.

«Ah, me van a matar en el sótano», dijo.

Bajamos. Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared. El sótano era muy chico y la ejecución debía ser a pistola.

Femando tomó sobre si la tarea de ejecutarlo. Para él, el jefe debía asumir siempre la mayor responsabilidad. A mi me mandó arriba a golpear sobre una morsa con una llave, para disimular el ruido de los disparos.

—General —dijo Fernando—, vamos a proceder.

—Proceda —dijo Aramburu.

Fernando disparó la pistola 9 milímetros, al pecho. Después hubo dos tiros de gracia, con la misma arma, y uno con una 45. Fernando lo tapó con una manta. Nadie se animó a destaparlo mientras cavábamos el pozo en que íbamos a enterrarlo.

Después encontramos en el bolsillo de su saco lo que había estado escribiendo la noche del 31. Empezaba con un relato de su secuestro y terminaba con una exposición de su proyecto político. Describía a sus secuestradores como jóvenes peronistas bien intencionados pero equivocados. Eso confirmaba a su juicio, que si el país no tenía una salida institucional, el peronismo en pleno se volcaría a la lucha armada. La salida de Aramburu era una réplica exacta del GAN de Lanusse. Este manuscrito y el otro en que Aramburu negaba haber difamado a Valle, fueron capturados por le policía en el allanamiento a una quinta en González Catán. El gobierno de Lanusse no los dio a publicidad.