Germán Abdala y el "Grupo de los 8": la resistencia peronista a Menem
Por Mariano Dorr *
Hace 31 años (enero de 1990), se creaba el “Grupo de los 8” liderado por Germán Abdala en el Congreso de la Nación: fue la primera oposición peronista al planteo de privatizaciones y desguace del Estado que llevó adelante el menemismo traicionando los principios fundamentales del peronismo. En tiempos en que algunas plumas eligen edulcorar la figura de Carlos Menem, que falleció hoy, 14 de febrero, construyendo así unos años 90 “mejores que el macrismo”, aquí elegimos pensar aquellos años acercándonos a la vida de quien todavía hoy sigue siendo una bandera de los y las trabajadoras.
Por eso, AGENCIA PACO URONDO conversó con Griselda, la hija mayor de Germán Abdala, para que nos cuente cómo era vivir con Germán en los tiempos en que se atrevió a encabezar una oposición fundamental en la historia del Movimiento Obrero Organizado.
APU: La militancia era para tu papá, según sus propias palabras, “un acto de entrega permanente”. ¿Cómo recordás, en tu memoria concreta, esa entrega permanente a la militancia?
Griselda Abdala: Su forma de vida era la militancia. Vivía así, todo el tiempo, con sus compañeros. Incluso si hablamos de la época de la dictadura. Yo era muy chica en ese momento. Si bien él no estaba en la clandestinidad, la militancia estaba presente siempre, no es algo de lo que se comenzó a hablar en casa de la noche a la mañana con el regreso de la democracia. Yo me crie con eso, con que ciertos pibes de mi edad eran hijos de desaparecidos, con toda la confusión que esto implica. Tener a tus padres desaparecidos a los cinco años. Yo nací en 1976. Entonces, no es que en algún momento, como le pudo haber pasado a otros, vienen tu papá y tu mamá y te explican el cuento de terror, cuando ya sos más grande. Mis hermanos y yo siempre supimos todo, fuimos criados así, tanto sobre la militancia como sobre los desaparecidos. Está todo muy mezclado. A mí se me mezcla mucho en el recuerdo. Se vivía así. Mi papá se casa con mi mamá en el año 74. Tenían veinte años. Luego nací yo, después Julieta y después Darío. Del 76 al 80 nacimos los tres. Vivíamos en Lanús. Toda esa primera parte de la infancia, durante la dictadura, con mis papás todavía juntos, la verdad es que la militancia era parte de la vida. Sus compañeros siempre estaban presentes. Víctor (De Gennaro) era como si fuera mi tío y sus hijos como si fueran mis primos. La militancia era parte de la familia. Yo no sé qué podía entender en ese momento, con cinco años, pero todo el tiempo se estaba hablando de eso: del sindicato, de política. También era como un familiar nuestro Carlos Cassinelli, un dirigente de ATE que muere en el accidente de Lapa en 1999; festejábamos los cumpleaños de sus hijos como si fuéramos todos de la misma familia, así vivíamos. Nos íbamos de vacaciones todos juntos a la costa, compartíamos la playa, las comidas, todo. La vida de un militante es así, no es la vida de un “típico papá”. No es que nos iba a buscar a la salida de la escuela... La militancia era todo. El mes que nos íbamos a la costa, su entrega a full como padre era al máximo. Así como todo el año estaba con la militancia todo el tiempo, cuando estábamos en la playa no se despegaba un segundo de nosotros: andábamos en bicicleta, remontábamos barriletes, no paraba. El mes de vacaciones era así, firme, en Mar del Tuyú.
APU: ¿Cuáles son tus primeros recuerdos acompañando a tu papá en actividades políticas?
GA: Al final de la dictadura mis padres se separan, y mi viejo, cuando nos llevaba a mis hermanos y a mí los fines de semana, la mayoría de las veces íbamos a una charla, a un plenario, a una unidad básica, a una fábrica tomada. Y mi recuerdo es que así era feliz, porque aunque nos llevara a un plenario me ponía a jugar con todos los pibes, los de la fábrica tomada, lo que fuera. Asados en el Sindicato de Farmacia, o en otro, o en la unidad básica de la calle Guardia Vieja, que después terminó siendo un boliche. Y eran veinte mil horas en las que hemos hecho cualquier cosa. Me acuerdo que una vez prendimos fuego un auto, jugando. En uno de los paros con movilización que hizo Ubaldini, ya después de la dictadura, habíamos viajado a la costa unos días, y volvimos rapidísimo porque él se tenía que unir al paro. Eran paros en los que se tiraban clavos en las rutas, y me acuerdo de él diciendo que había que apurarse antes de que tiraran los miguelitos porque después no se iba a poder pasar más. Después, a los trece años, me voy a vivir con mi papá.. Porque nosotros vivíamos en Lanús, pero cuando se separa de mi mamá se va a vivir a Capital. En el 83 conoce a Marcela Bordenave, su segundo matrimonio. Marcela venía con cuatro pibes de un primer matrimonio que llegaban del exilio de México. En el 83 nos conocemos todos y se ensamblan las dos familias. A fines del 88 me voy a vivir con mi papá, un año antes de que fuera diputado. Cuando fueron las elecciones él estaba en Estados Unidos, por eso después hacía ese chiste, que él por suerte no había votado a Menem. Estaba en Estados Unidos haciendo ya uno de sus primeros tratamientos (contra el cáncer). Ahí hay como una división en la vida, desde fines de los 80, con todo lo que tiene que ver con la salud. Tratamientos de radiación, quimioterapia, una nueva operación. Es un poco como un antes y un después en nuestra vida. Durante los diez años que duró la enfermedad de mi papá se operó como diez veces. La enfermedad pasa a tener un lugar muy fuerte. Son años en los que él tiene mucha exposición política y mediática.
Me acuerdo de estar mirando en vivo el programa con Néustadt y Grondona (1985) en el que mi papa les da un paseo bárbaro. Y para mí era normal eso, era mi papá. Yo creo que ninguno de nosotros tuvo dimensión de lo que mi viejo era hasta después. Porque él no era popular por ser actor, o un músico con carisma: él era un militante político. Es muy difícil que siendo político nadie te cuente las costillas y diga “no, pero…”. Y la verdad es que ni el más trosko se atrevió nunca a plantearme nada con respecto a mi viejo. Yo no creo que a todos los hijos de sindicalistas y políticos les resulte tan fácil decir “soy hijo de tal persona”. Para nosotros no solo es fácil, sino que es un orgullo, porque jamás nadie, ni radicales, ni peronistas, ni troskos, ni… ¡nadie! Nunca una palabra en contra de mi papá. Para mí fue muy fuerte, por ejemplo, ver lo que hizo la Tupac Amaru en Jujuy: que lo pongan a mí viejo al nivel de Tupac y del Ché. Eso lo dimensionamos ya de más grandes. Cuando era adolescente, en la secundaria, no me creían que mi papá era diputado. No me creían porque iba a una escuela pública y yo era una zaparrastrosa, en colectivo, y no era ese el concepto que había en ese momento de “la hija de un diputado”. Y a mí no me daba vergüenza decirlo, porque sabía que nadie, sabiendo quién era mi papá, me iba a decir “salí de acá”, porque mi viejo era un tipo muy generoso sin ser jetón. Me acuerdo que cuando fue diputado, en casa, nos decía “bueno, ahora que voy a ganar un poco más, elijan qué quieren estudiar, un taller, aprovechen que les puedo pagar un taller caro, vayan al que quieran”. Yo me fui a hacer un taller con Cristina Banegas; el otro quería un bajo. Era “la oportunidad”, porque había un poquito más de guita. Pero, por ejemplo, en el verano, me acuerdo que una vez perdí los lentes de contacto, y mi papá me dice “no, no te los puedo comprar porque ya contraté el micro de la colonia para que lleve a todos los pibes del barrio a Burzaco, así que esperá hasta marzo”. Y yo me acuerdo de odiarlo por eso, a los quince años tener que andar con culo de botella porque el otro iba llevar a todos los pibes a una pileta en Burzaco hasta marzo. Y nunca fue un jetón con esas cosas, ni las contaba. Era generoso. Yo en ese momento, adolescente, lo pensaba todo dado vuelta: “este hijo de puta me cagó el verano”.
APU: ¿De qué hablaban cuando tenían un momento a solas?
GA: Los momentos en que mi papá estaba bien, no hablaba de él, se interesaba por nosotros. Porque él viajaba a Estados Unidos a hacerse tratamientos de quimioterapia, operaciones, bajaba diez kilos, estaba hecho pelota, y después se ponía mejor: y empezaba con el sindicato, las cámaras, la política, no paraba nunca. Y los ratos en que estaba en casa él me preguntaba a mí en qué andaba. Era un personaje. Una noche estábamos viendo la entrega de los Oscar, en una tele de veinte pulgadas, vieja, tirados en un sillón. Y llega él a las doce de la noche y me dice: “¡qué hacés mirando en la tele esa fiesta del imperialismo!”. ¡Puta madre! ¡Era muy comprometido! Siempre fue una casa alegre. Él era un tipo alegre. Si había guita, era: “estudien lo que quieran, pero lo que quieran hacer háganlo con compromiso, sean coherentes”. En ese momento yo empiezo a militar en la escuela secundaria. La militancia era luchar porque las chicas usábamos guardapolvo y los varones no. Cosas así. Y un día le digo a mi papá que quiero irme de misionera a El Salvador. Me dice: “buenísimo, dale, pero primero empezá acá, te llevo con compañeras que trabajan con el Padre Carlos Cajade de La Plata, y en Avellaneda, en un montón de comedores; probá acá, más cerquita, y si te gusta después te vas a El Salvador”. Ahí trabajé con el Movimiento Pibes del Pueblo, toda una red de comedores, donde di talleres de teatro y de plástica. Empecé a debatirme qué era realmente lo que quería hacer. Mis hermanos se fueron a México con mi mamá y yo no sabía realmente qué hacer. Me sentía egoísta pensando que a mí lo que realmente me gustaba era pintar, que además es algo que puedo hacer sola, no necesito ni un baterista, ni otros actores. Ahí creo que está lo realmente importante que me enseñó mi viejo: ser honesto en lo que una elige. Ser coherente y no ser ventajero. Cuando supe que lo que me apasionaba era la pintura, me di cuenta que quería seguir pintando toda mi vida. Desde el año 99 trabajo en la Comisión Nacional de Derecho a la Identidad (CONADI). Para mí, estar desde hace tantos años dedicada a la búsqueda de los niños apropiados durante la dictadura, tiene una militancia muy fuerte, esa cuota de cambiar las cosas en comunidad.
APU: ¿Cómo eran los días en que tenía tanta exposición mediática, en tiempos del “Grupo de los 8”? ¿Cómo se vivía eso en casa? Vos eras adolescente.
GA: Me acuerdo del día que volvió agotado del Congreso después de ese famoso discurso que dio, no me acuerdo ahora si es el de las privatizaciones, me parece que es el de la Ley Germán Abdala. Hubo que armar una rampa para que él pudiera llegar a su banca porque no había rampas para una silla de ruedas en el Congreso. Me acuerdo que ese día llegó agotado. Había agotado toda su energía. Me dio bronca, porque yo quería que se quedara en casa, descansando, cuidándose. Pero en realidad, al entregarse así, eso también hizo que para nosotros su enfermedad no fuera algo tan tortuoso, porque él siempre quería seguir haciendo su vida, con la misma pasión, con las mismas ganas. Algo hermoso, realmente. Nosotros, más que por los medios, nos dábamos cuenta de lo que él era por la gente. Cuando venían los medios a casa se armaba un bardo bárbaro. En casa éramos diez. Mi viejo, su mujer… ¡y ocho pibes! Teníamos que correr todos los muebles del living porque si no los periodistas no tenían dónde estar, y nosotros nos íbamos de la casa para que más o menos él pudiera atender a la prensa ahí. Yo después ni me acuerdo si leía las notas o no, él estaba ahí para mí. Sí era muy fuerte cómo lo veían mis amigos en los momentos que compartíamos con él. Cuando me vine de Lanús a Capital estuve un tiempo en un colegio privado, mientras él tenía que estar ocho meses en Estados Unidos, haciendo un tratamiento. Entonces me manda a primer año a la escuela de una amiga de él, que recién abría, y que a él no le cobraba. Era privada pero no la pagábamos. Éramos trece alumnos y quince profesores. Era casi un colegio pupilo. Estábamos de siete de la mañana a siete de la tarde. Nos hicieron interpretar La novicia rebelde para actuarla a fin de año. Y la representación la hicimos en el anfiteatro de ATE-Belgrano. Llega mi papá, ya con bastón, y los trece alumnos del colegio se le fueron al humo como si fuera un rockstar. En segundo año le pedí que me mandara a una escuela de verdad. Y ahí me cambié al Colegio Manuel Belgrano, en Ecuador y Paraguay, el mismo al que había ido él. Un día el profesor de Cívica, un facho con ganas, cuenta cómo en el año 75 un grupo de jóvenes lo encierran en la preceptoría y le prenden fuego a la casilla porque “eran un grupo de subversivos”, según él. Después le pregunté a mi papá, porque él en esos años había estado en el colegio, y me dice: “¡Sí, un botón!”. Una noche había estado la Triple A en el colegio y este profesor, que en ese momento era preceptor, había marcado a tres chicos para que se los llevaran. “Cuando se mete en la preceptoría, se la cerramos por atrás y la prendimos fuego, pero sabíamos que se iba a escapar por la ventana”, me dice mi papá. Uno de los tres pibes que se llevaron nunca volvió. Me acuerdo que inmediatamente pensé que mi papá había hecho lo correcto. No me generó ninguna disyuntiva. Yo sabía también que cuando tenía diecisiete años había ido a una villa a tirar los medidores de luz. Es lo que se hacía. Y después, cuando era diputado, esas cosas se seguían haciendo. Y si una mina se había quedado sin laburo y no podía pagar el alquiler, él le conseguía una casa desocupada para que pueda parar ahí. Y no se podía decir, no salía en ningún lado, porque él era el diputado más importante en ese momento, y se suponía que no podía hacer esas cosas. En mi casa todo esto era paralelo.
APU: Hoy en día, además de trabajar en la CONADI, te dedicás a pintar. En tus obras se puede ver algo de las luchas populares, hay una presencia de la militancia en la obra que vas pintando.
GA: Yo creo que mi papá está presente en mi obra en la medida en que él es quien me enseñó que lo más importante es ser coherente con lo que uno tiene el deseo de ser y hacer en esta vida. Mi mamá es pintora, también. Mis hermanos son músicos. Todos nos dedicamos al arte. Cuando él se murió se me generó la duda entre estudiar derecho y ayudar a los pibes de la calle desde ahí o dedicarme al arte, que era lo que me gustaba hacer, y finalmente no me costó mucho elegir la pintura. Porque de lo que se trata es de ser honesto con uno mismo, eso es lo más fuerte que nos dejó mi viejo. Yo elegí el arte, pero mi hija tomó su legado. Tengo una hija que tiene veintitrés años, Luna Pose Abdala, que empezó a militar en el Mariano Acosta y ahora lo hace en el kirchnerismo. Y ver cómo ella ahora vuelve a tomar el nombre, es maravilloso. Labura en el Estado, en el Ministerio de Seguridad y es delegada de ATE. Ver cómo ella retoma lo que fue su abuelo… ¡Es una militante ferviente que retoma el peronismo!
APU: Me imagino que cuando vas a Mar del Tuyú y ves el mar, es como estar frente a él otra vez.
GA: Me acuerdo que una vez, estábamos en la playa, y le pregunté si era verdad que la enfermedad le había vuelto. Y él me dijo que sí, que era verdad, pero que me quedara tranquila, que él la iba a volver a pelear, y que iba a salir de esta también. “Uno es tan chiquito ante esta inmensidad”, me dijo, mirando el mar. Él para mí era superman. Dos años después, que ya estaba mal, mal, mal… fuimos de vacaciones y no quiso ir al mar. Y cuando le dijimos “dale, te llevamos, ponemos tablones para poder entrar en la arena”, él nos contestó “no quiero que el mar me vea así”. Eso fue muy impresionante. Fue terrible eso. Cada vez que estoy frente al mar es un poco como estar con él. Era increíble la relación que él tenía con el mar. En cualquier mar me pasa eso. No solo en Mar del Tuyú. El mar es un poco nuestro papá, eso sentimos con mis hermanos.
* El artículo se publicó por primera vez el 23 de junio de 2020. Fue actualizado el 14 de febrero de 2021.