Cristina y la organización: por un nuevo balance de los 70, por Damián Selci
Por Damián Selci
Crítica de la conducción
¿Podemos repensar los 70 a partir del acontecimiento llamado Cristina? Si algo parecía saldado en la discusión militante era el balance de la experiencia setentista. En el debate interno naturalmente no se consideraba ni por un momento la “teoría de los dos demonios”; la interpretación dominante era más bien la crítica de la conducción. Lo que quedó como saldo luego de las intervenciones pioneras de Gelman, Verbitsky, Bonasso y otros que participaron directamente de la política setentista fue una lectura que, grosso modo, dice así: la conducción (es decir, la conducción montonera) cometió una serie de errores garrafales que habían, si no provocado, al menos facilitado el exterminio de la militancia de base. Un ámbito orgánico, el superestructural, expuso irresponsablemente a otro ámbito, el estructural (los frentes de masas: sindicales, estudiantiles, barriales, villeros). A la derrota quizá inevitable se le sumó el genocidio, quizá evitable. De manera que la conducción, como mínimo, no estaba capacitada para la tarea que había asumido. El hito característico de esta disociación bases/superestructura lo suministra el pase a la clandestinidad que Montoneros anunció por radio; no extraña que la crítica de la conducción terminara siendo la línea excluyente en los enfoques posteriores del tema. Libros evidentemente tan disímiles como Política y/o violencia de Pilar Calveiro y La voluntad de Anguita y Caparrós describen los extremos de un mismo concepto: si se trata de criticar, hay que enfocarse en la conducción para analizar teóricamente sus errores (como hace Calveiro); si se trata de reivindicar, hay que fijarse en las bases y narrar literariamente sus historias (como hacen Anguita y Caparrós). El mensaje ulterior no podría resultar más claro: la conducción es incompetente, las bases son épicas.
No queremos discutir esa interpretación. Tiene sus fundamentos y fue construida por la generación que militó en los 70, de manera que su pertinencia no puede ser puesta en duda. Además, resulta probable que sea históricamente exacta (las razones que esgrime Roberto Perdía en Montoneros: el peronismo combatiente en primera persona, no llegan a contrariar el dictamen predominante sobre los errores de la conducción, y quizá tampoco lo pretenden). De lo que se trata para nosotros es de calcular qué saldo arroja esta interpretación para el pensamiento de la militancia. Porque, más allá de la cuestión fáctica, salta a la vista que la crítica de la conducción no sólo pone en crisis en términos conceptuales (vale decir, más allá del caso setentista en concreto) el rol de la conducción. Hace lo mismo con la idea de organización. Esto es: en la medida en que se fractura la confianza entre la conducción y las bases, la organización sólo puede ser experimentada como una fuerza extraña, autoritaria y caprichosa, que decide sobre la vida y la muerte de sus militantes sin la menor comprensión ni conciencia. Esta enajenación, esta indiferencia de la organización por los militantes, es lo que la encapsula en la vitrina de los monstruos montoneros: verticalismo, militarismo, sectarismo, “soberbia armada” (como interpretó, en un texto predeciblemente celebrado por Sarlo, Pablo Giussani), falta de autocrítica, delirio de grandeza por atreverse a disputarle el movimiento a Perón… La “Orga”, cuyo protagonismo político resultaba descollante hasta la dictadura, se convierte en un espantajo, también para sus ex integrantes, y también en el plano de la teoría –que acá equivale a decir: en el plano del futuro; porque de ahora en más quedará sobreentendido que toda organización se enajena de sus militantes, y que los militantes son dignos, pero la organización es inepta.
La generación superviviente de los 70 establece así su balance, que ha devenido clásico. Por un lado, los grandes ideales de la militancia quedan a salvo. No hay dudas de que la juventud maravillosa fue maravillosa: por su heroísmo, por su tragedia, por su compromiso, por su imaginación. Sin embargo, sucede en paralelo que la política de la juventud maravillosa, la organización, debe ser descartada por su inutilidad o su peligrosidad. La organización, diremos, ya no vence al tiempo. El verticalismo, que constituye su expresión más sensible, es percibido como un inhibidor del debate interno y desliga así a la dirigencia respecto de las masas, a la organización respecto de los militantes. En síntesis: la crítica de la conducción salvó a los militantes de la impugnación que intentaba la teoría de los dos demonios, pero sacrificó (estamos tentados de decir “a cambio”) a la organización. Incidentalmente, ello explica que la democracia aparezca en el lugar de la organización, reemplazándola no sólo como método, sino como valor político. Democracia: tal es la nueva palabra de la política, por su carácter horizontal y dialoguista –una humildad desarmada frente a la soberbia armada.
Muchos cambios mundiales (desde la caída del Muro hasta el florecimiento hoy marchito de los “nuevos movimientos sociales”, pasando por el auge del posmodernismo y el “fin de los grandes relatos”) contribuyeron a afianzar este giro de lo vertical-orgánico a lo horizontal-democrático. Muchos ex militantes de los 70 interpretaron el tumulto asambleario del 2001 como una confirmación de su balance. Y cuando llegó el kirchnerismo, muchos terminaron abrazándolo en la medida en que representaba, a sus ojos, una inesperada actualización democrática de los valores setentistas.
Unidos, organizados y solidarios
Sin embargo, aparece Cristina y cambia todo. Tomemos su discurso del 9 de julio de 2012. En un momento, ella dice: “convoco a todos con el mensaje de unidos, solidarios y organizados”. Es una fecha patria y Cristina dice eso. La consigna de unidad, solidaridad, organización es límpidamente setentista (Antonio Cafiero incluso llegó a retomarla a principios de los 80 cuando lanzó el MUSO). Pero ya el acto de abril del mismo año en la cancha de Vélez fue convocado con la consigna “Unidos y Organizados”. Este viraje instaura un hecho decisivo: el concepto de organización recupera centralidad política. Ya no es algo inútil ni peligroso, ya no es una antigualla de los nostálgicos de la Tendencia que no saben adaptarse a los nuevos tiempos democráticos. Todo lo contrario: ¡es una propuesta política de masas, enunciada el día de la Independencia, por parte de la Presidenta de la Nación! “Convoco a todos con el mensaje de unidos, organizados y solidarios”. Así es como a partir de Cristina se vuelve posible otro balance de los 70. La fractura entre la conducción y las bases se ha curado, de modo que la organización vuelve a denominar el corazón de la praxis militante. Ya no estamos en el ámbito de la crítica de la conducción. Ya no celebramos el punto de vista, el disenso, el pluralismo, la asamblea, todo lo cual suele significar la incapacidad de la confianza en el otro. Con el remozado concepto de organización tiene ocasión un balance de los 70 que, ahora, corre por cuenta de una generación que no lo vivió. Esta es la novedad. Los jóvenes que poblaban los patios militantes de la Casa Rosada no eran José Pablo Feinmann o Eduardo Jozami. Para ellos la organización no terminaba en Firmenich, empezaba en Cristina.
El acontecimiento llamado Cristina permite rescatar esta palabra de los 70: organización. Que haya hecho tanto hincapié en el término debería concentrar la atención militante. El vocablo no figuraba en el saldo clásico de los principales intérpretes de la época. Por lo general, lo rescatable del setentismo eran los ideales, el compromiso heroico, la discusión apasionada, la convicción, pero no la deslumbrante organización política que también existió. Sintéticamente: el fracaso de Montoneros representa, para la tesis clásica, el fracaso de la idea misma de organización. Pero a partir de Cristina se vuelve posible disociar aquella experiencia respecto de este concepto. La organización no solamente es una manera de conducir la política del pueblo, sino que además es la mejor (e inclusive es su instrumento por excelencia). Hay una bella frase de Badiou: “los que nada tienen, sólo tienen su disciplina”. Que una organización fracase no significa que todas deban hacerlo. La tragedia setentista no debe llevarnos a tirar por la ventana el concepto de organización. Organización no es militarismo, ni sectarismo, ni soberbia. Organización no es muerte. El establecimiento generalizado y generacional de esta diferencia constituye uno de los aportes más preciosos del acontecimiento llamado Cristina.
Más allá del kirchnerismo silvestre
Aunque la militancia ya se reconcilió con el término, las reacciones alérgicas contra la organización todavía son parte del folclore del mundillo politizado. Una de las formas sutiles de eludir el desafío que este concepto ofrece consiste en el enaltecimiento desmesurado del “kirchnerismo silvestre”: esos sectores que están pasionalmente adheridos a Néstor y Cristina y, sin embargo, no tienen encuadre orgánico; que se movilizan por su cuenta, por fuera de todo aparato, y lo desbordan espontáneamente toda vez que existen buenos motivos para actuar…
Por supuesto que la posesión de un activo tan bueno como la movilización de sectores no orgánicos no puede sino celebrarse. Pero la noción de “kirchnerismo silvestre” nunca debería dejar de ser una consigna transicional. Hay que decirlo: no alcanza con ser silvestre. Desde el punto de vista de la militancia, lo orgánico es netamente superior a lo silvestre; incluso se podría decir que lo orgánico es más civilizado, porque supone un hábito, una disciplina, una autorreflexión –todo lo contrario del romanticismo espontáneo de las bases sublevadas, que siempre y a diferencia de la organización no duran. De manera que la militancia bien podría plantearse la tarea de convertir todo lo silvestre en orgánico: al menos, todo lo que se pueda. ¿Por qué no? ¿Hay algo mejor que hacer política de manera organizada? Cristina, quien proclamó infinidad de veces su favoritismo por la juventud, ha dicho la frase más contraintuitiva posible al respecto, sólo equiparable a los grandes axiomas de la política revolucionaria del siglo XX: “el mejor lugar para los jóvenes es la política” (13/3/2012). ¿Quién es capaz de sostener un enunciado semejante en el país de los 30 mil desaparecidos? La política: no un buen lugar, no un lugar posible, sino el mejor. Es de una osadía totalmente increíble. (Néstor y Cristina han sido pródigos en esta clase de acciones terapéuticas, por regla destinadas a recomponer el tejido moral destrozado por la dictadura. Cuando Néstor dijo a los militares “no tengo miedo ni les tengo miedo” estaba recuperando el terreno de la militancia, perdido ante el terrorismo de Estado.)
Sobran las evidencias de que Cristina no se propuso, con la juventud kirchnerista, dejarla en estado silvestre. Dedicó mucho tiempo a exponer un marco superador de la simple adhesión apasionada, resumible en una fórmula que parafrasea la suya: el mejor lugar para la militancia es la organización. Y esto debiera indicarnos tareas venideras. ¿Acaso debemos eximir a todos los no-jóvenes de la oportunidad de progresar desde lo silvestre hasta lo organizado? ¿Por qué no pensar, a partir de Cristina, que el mejor lugar para el pueblo es la organización? ¿No sería una buena manera de continuar el nuevo balance de la política de los 70 –el balance de los que no están en posición de criticar a Firmenich, sino de continuar a Cristina? Tal sería la exorbitante apuesta cristinista: la organización no ha agotado sus posibilidades en los 70. No es la experiencia trágica de una generación, sino el concepto abierto de todas las generaciones. No es lo contrario de la democracia, sino una aclaración de su contenido: la democracia es el gobierno del pueblo, pero la organización es el poder popular. Esto es lo que permite Cristina: pensar la organización como tal, más allá de la tragedia y de la derrota, como un arma cargada de futuro. La consigna epocal puede ser, simplemente, que la organización vuelve.
* Publicado en Contraeditorial.