¿Para cuándo la vacuna contra el capitalismo?
Por Enrique Martínez | Foto: Majo Grenni
La esencia del capitalismo ha sido transformar en mercancía todos y cada uno de los factores de producción. El trabajo, la tierra, el capital, la tecnología, todo puede ser comprado y vendido en el mercado, con la presencia de ganadores y perdedores en cada transacción.
Esa condición genera, como sabemos, la acumulación incesante de patrimonio en pocas manos, a expensas del resto de los habitantes del planeta. Tal proceso ha evolucionado a lo largo de más de dos siglos, llevando progresivamente a la esfera del negocio privado actividades comunitarias, que por esa condición no habían sido entendidas antes como negocio.
La enseñanza; el cuidado de la salud; el suministro de agua por redes; la energía eléctrica que se transmite por redes con accesos múltiples; la producción de los combustibles necesarios para la generación de energía; son algunas de las facetas de la vida cotidiana de una comunidad que han dejado progresivamente de ser consideradas un servicio común, a ser prestado por el administrador de lo colectivo, o sea el Estado, para pasar a brindarse como un negocio, por un prestador privado, a quien el Estado solo lo controla.
Estos escenarios se han naturalizado a medida que la expansión patrimonial de los más poderosos, ávidos de sumar inversiones, ha reclamado consenso social para extender la lógica del negocio a nuevos ámbitos.
No se trata solo de asumir la tradicional imagen del pez grande que se come al chico, que explica la concentración por la cual hay cada vez menos tambos, de mayor tamaño unitario, con menos industrias que procesen esa leche y con menos bocas de expendio para conectarse con el consumidor. Se trata de superponer eso con la transformación de un servicio personal como es el taxi, a través de etapas sucesivas, en un taxi manejado por un peón que alquila el vehículo al dueño; en flotas de taxis de un solo dueño, con numerosos peones; culminando en un servicio brindado por el propio dueño de un vehículo que no es taxi, a tiempo parcial, entregando buena parte de su beneficio al propietario de una aplicación informática, que ni siquiera vive en el país.
O reemplazar la entrega a domicilio de una pizza, a cargo de un pibe del barrio, por el trabajo a destajo de un dependiente de otra aplicación informática, la que se apropia de más valor agregado que el propio productor de la pizza.
No son ejemplos menores, porque Uber, Grovo o Mercado Libre son engendros que aparecieron hace menos de una década, se insertaron en la cadena de valor y hoy forman parte de los primeros niveles de capitalización bursátil, brindando servicios comunitarios que no deberían generar esa capacidad de extracción de plusvalía, si no fuera por la irremediable tendencia a admitir que todo puede ser un negocio, para peor de propiedad del capital concentrado.
La batalla más compleja y tal vez la más invisible, acerca del traslado al mercado de cuestiones de interés común, es la que hace un par de décadas se desarrolla en el plano de las comunicaciones masivas. Internet es un desarrollo público, puesto rápidamente a disposición de quienes quisieran utilizarla, como el paradigma de la democratización de la información. Efectivamente, parecía y parece un extraordinario avance para la humanidad, que todos apreciamos y doblemente lo hacemos los que transitamos parte importante de nuestra vida por el mundo anterior a internet.
Sin embargo, ha sido esa propensión casi automática a transferir a manos privadas la administración del nuevo instrumento lo que sembró la primera semilla de una distorsión sumamente peligrosa. Google fue una de las empresas que rápidamente entendió que debía ordenarse la enorme información que habría de circular por internet. La implementación de un sistema de búsqueda que acercara personas entre sí o con los temas de interés individual, demostró rápidamente que así planteado no podía tener un basamento comercial, que no se podía sostener cobrando el servicio de búsqueda o de relación. Después de 2 años iniciales de pérdidas, Google decidió cambiar sustancialmente su orientación y pasar a utilizar la información de preferencias que se volcaba en el tránsito por su buscador, para fines publicitarios, para orientar a las empresas productoras de bienes o servicios, hacia sus consumidores.
Ese cambio de 180 grados respecto de su misión, le dio acceso a ingresos que crecieron vertiginosamente y orientó la empresa decididamente a explotar lo que se conoce como “behavioral surplus” o el “beneficio de conocer los comportamientos”. Este es un camino complejo, peligroso y seguramente sin retorno. Lleva a explorar a fondo preferencias, vinculaciones, comportamientos íntimos de la ciudadanía con fines comerciales y en una segunda etapa, que estaba a la vuelta de la esquina y que se transitó en poco tiempo, a buscar manipular esas preferencias, para maximizar los resultados comerciales.
Se trata de lo que Shoshana Zuboff, la filósofa norteamericana, llama “la etapa del capitalismo de supervisión”. Se convierte en mercancía el conocimiento de nuestro comportamiento y más tarde la capacidad de manipularlo, con lo cual ciertos capitalistas terminan adueñándose de nuestra voluntad, de nuestra mirada a corto y largo plazo y convirtiendo ese poder en un negocio.
Las historias recientes sobre deformación de escenarios pre electorales en Inglaterra, Estados Unidos o la propia Argentina, forman parte de este nuevo estado de cosas. También lo integran las noticias falsas, como sistema permanente y con objetivos estratégicos bien definidos, que van más allá de la calumnia a personajes aislados. Se suma a ese arsenal la rotunda negativa a admitir la regulación del uso de estos instrumentos, alegando el derecho a la libertad, valor enarbolado y deformado como pocos.
Quiero se advierta que se trata de algo diferente a cuestionar la propiedad de los medios de producción o la forma de distribución de los frutos de un proceso de producción de bienes o servicios. Se trata de la pérdida de autonomía individual o colectiva durante nuestra presencia en la Tierra. No hablamos centralmente de oprimidos o excluidos. Es necesario concluir que el cine desastre, que construyó la figura de los zombies, sin voluntad ni conciencia propia, estaba anticipando un proyecto corporativo concreto.
Es inimaginable más degradación del capitalismo. No se trata solo de apropiarse del valor agregado por los trabajadores; ni siquiera de orientar el consumo hacia bienes innecesarios para una vida normal. Es conseguir que los propios perjudicados elijan desde el perfil de gobierno hasta la relación con el vecino, de maneras que lleven a aumentar la acumulación de patrimonio en manos de un puñado y simultáneamente construyan imaginarios colectivos que impidan que esa situación se revierta. Suena familiar.
¿Y donde nos ponemos frente a este virus más siniestro que cualquier pandemia?
No hay ni habrá otra vacuna contra esto más que construir un sistema de valores diferente, que se corresponda con escenarios prácticos de vida, que nos inmunicen total o significativamente frente a un horizonte tan siniestro. ¿Esto es muy genérico? Si, sucede siempre que se enfrentan desafíos críticos. Hay que entender el problema marco y luego bajar a los detalles operativos.
¿Qué es un sistema de valores diferente?
Es vivir con la convicción que la comunidad tiene necesidades colectivas a cuidar, además de aquellas de sus integrantes. Admitir esta dimensión mayor que la individual cuestiona automáticamente y de raíz el derecho a beneficiarse a expensas de otro miembro de la comunidad.
Algo es bueno solo si lo es para todos.
¿Cuál es un escenario práctico que expresa ese sistema de valores? Es un ámbito donde todos trabajamos, pero nadie extrae a otro el valor que agrega en su trabajo. Reconocemos liderazgos, pero asociados a los resultados comunitarios que esas conducciones logran, no como petición de principios. Contenemos a las personas con discapacidad, muy especialmente lo hacemos con las infancias y con quienes llegan a una edad avanzada y sus capacidades de aportar se reducen. Atendemos a los confundidos, con especial cuidado.
La retribución de cada persona y cada grupo de trabajo tiende a estados de equilibrio asociados a la utilidad social de lo que producen.
¿Qué hacemos mañana?
Podemos seguir eternamente entrampados en un sistema que se ha bastardeado hasta llegar a que todo lo que produce nos perjudica. La trampa se evidencia en pelear contra molinos de viento, explicando a los zombies que lo son; cuestionando a sus representantes políticos solo por sus conductas personales; eludiendo los análisis estructurales.
Si en lugar de eso desarrollamos la vacuna social deberemos pensar, desde lo más básico, como resolvemos nuestras necesidades básicas construyendo escenarios prácticos que cumplan con el puñado de condiciones expuestas más arriba. Tal vez lo más complicado es diseñar el tránsito, desde nuestra realidad de hoy hacia ese ámbito nuevo.
Si hay caminos más simples, me avisan por favor y me sumo.
*Instituto para la Producción Popular