Retrato de mujer, de Etín Ponce
Por Etín Ponce
Tampoco existen los amores prohibidos, existe la hipocresía que pretende censurarlos. Los amores son amores. Los cánones culturosos de las buenas prácticas establecen que se debe amar como se debe. ¿Qué es eso de amar como se debe? Se ama como se puede, a veces, incluso, a hurtadillas.
Y así como existe el amor, también existe el desamor.
Mi primer desamor ocurrió en la escuela primaria y me marcó para toda la vida. No porque no pudiera olvidar a aquella niña de ojos negros y mirada perturbadora con la que siempre me encontraba en los recreos, sino porque con el devenir del tiempo entendí que el amor no era como yo lo idealizaba, sublime y mágico, sino como realmente es, desestabilizador, cruel muchas veces y cargado de sufrimientos. Como la vida misma. Y, en la mayoría de las ocasiones, tan esquivo como la ventisca de marzo, que después de acariciarte se marcha hacia otros horizontes.
Será cierto lo que expresaba Alphonse Karr, que «la mujer, en el Paraíso, mordió la manzana diez minutos antes que el hombre; y desde entonces ha mantenido después esos diez minutos de ventaja». Sostengo que esta versión se basa en argumentos que la hacen creíble: a los hombres no se nos escapa que las mujeres maduran antes que nosotros. A las pruebas me remito.
Mi primer amor (y luego desamor) empezó, como decía, cuando aquella niña me miraba en los recreos invitándome a que yo le hablara. Sin embargo, las veces que me animaba y me acercaba a ella no me salía palabra. Lo que transmitían sus ojos, además de emocionarme, me cohibía y me paralizaba. Hoy no me equivoco si digo que la mirada de aquel retoño de mujer podía transformar en poetas aún a los más profanos en materia de musas. Y, probablemente, en aquel momento ella habrá pensado que su atención se enfocaba en un chico bastante tímido, por no decir excesivamente tonto.
Una tarde, después de salir del club, mientras regresaba a mi casa pensando en ese maldito gol que me había perdido solo frente al arco, ella apareció de la nada, se puso a mi lado y juntos comenzamos a desandar el camino. En silencio. Cada tanto me miraba y sonreía. Al llegar a la altura de mi casa nos detuvimos, me regaló otra sonrisa, más prolongada y más tierna que las anteriores. Hoy que ha pasado el tiempo sé que aquella mirada solamente puede habitar en el rostro de una niña de escuela primaria.
Otra tarde, a la salida del cole me estaba esperando en la vereda (ella cursaba en un séptimo grado que salía al término de la jornada apenas un rato antes del mío). Al verla descubrí que el miedo escénico es una araña que te recorre la columna vertebral. Vino hacia mí. Me miró a los ojos, extendió sus brazos, me tomó una mano para ponerme un papelito doblado sobre la palma y me cerró el puño. E inmediatamente se marchó. Esas acciones, físicamente mínimas, transcurrieron en décimas de segundos, para mí semejantes a una eternidad en la que floté atontado por el fulgor que se desprendía de esas dos enormes uvas tintas de su bello rostro.
Nuestra familia vivía en el barrio Moreno, al otro lado de la estación ferroviaria, y hacia allí caminé rápidamente. Al llegar a las vías, tenso y transpirado, miré alrededor para asegurarme de que no hubiera moros en la costa, y abrí el papelito. Había dibujado un corazón y escrito, con letra prolija, solo dos palabras: Te Amo.
Fue la primera vez que alguien me lo dijo. El corazón amenazaba con salírseme por la boca. Crucé el monte de eucaliptus y llegué a mi casa. Sospecho que la conmoción se me notaba de pies a cabeza, porque Angelita, mi madre, de sensibilidad muy especial y harto intuitiva, no bien abrí la puerta me observó y me dijo:
-¿Te pasa algo, Tiki? -así ella me llamaba en la intimidad familiar.
-No, nada, tengo ganas de ir al baño -le respondí, y me encerré, velozmente, en el baño.
No quería salir enseguida porque, conociendo a mi madre, estaba claro que el interrogatorio habría de continuar. A la media hora ella golpeó la puerta:
-¿Te falta mucho?
-No, no. Ya salgo.
Abrí la canilla para que creyera que me lavaba las manos, pero en realidad solo hacía tiempo. Al final giré el picaporte, entreabrí la puerta y, aunque fingí apuro, no pude evitar que me frenara ese tono de picardía en su voz:
-A mí me parece que a vos te está pasando algo.
Ahora me tocaba fingir enojo.
-¿A mí? ¡Pero no!
Antes de que yo saliera de una vez por todas de escena, mi madre comentó al pasar:
-Ayer pasó por el frente de casa esa chica bonita de ojos negros que anda con una bicicleta amarilla. No sé que hará por acá, porque vive del otro lado del pueblo?
-Yo tampoco lo sé. Tendrá amigas en este barrio...
Mi madre me contempló de un modo distinto, seguramente recordando que alguna vez, en su juventud, ella también había estado enamorada. Y me abrazó y me besó la frente.
El tiempo corrió imperceptible, irremediable. Los encuentros en el recreo se espaciaron. No solo eso, su mirada me eludía, y, más temprano que tarde, ese sol que me cegaba desde el dintel de su sonrisa se fue apagando hasta desaparecer completamente en un agujero negro.
A un año de haber terminado la primaria, un día volví a verla: caminaba por la Plaza Libertad de la mano de un chico que había llegado al pueblo hacía poco. Cuando percibió mi presencia, simuló no verme, tomó a su chico de los hombros y lo indujo a transitar por otro sendero. Me quedé congelado y mudo. El dolor me partía el corazón, y una herida se me abría extensa, ardiente, en el alma. Sin derecho alguno, yo aún la esperaba, sin ninguna experiencia, yo me abracé a la eternidad de tan puro sentimiento, sin darme cuenta de que los árboles habían crecido y el viento de otoño se había llevado las hojas.
La encontré otra vez, recientemente, caminando, pero no con aquel chico de la preadolescencia. Iba con la pareja con quien comparte su nueva vida desde que se separó de su esposo. Se los veía felices. En esta ocasión no buscó desviarse hacia otro sendero. No hacía falta. Los dos sabíamos que mi espera ya era parte del polvo de los años. Ahora solo deseaba verla feliz como la veía, y hasta le hubiese pedido perdón por la torpeza y la timidez que desde entonces me acompañan.
Confieso que tuve el mal tino de buscar en otras mujeres aquella mirada, pero terminé comprendiendo que las miradas femeninas son como los amaneceres: irrepetibles.
Ella me enseñó que cuando uno no encuentra flores en un árbol debe procurar buscarlas en otro. Hay todo un bosque por donde anda la primavera.
Y ahora, entre nosotros, en la escuela del amor, ¿quién no rindió mal alguna materia?