Atacan a Walsh
Por Diego Sztulwark
Las tantas y tan buenas obras sobre Rodolfo Walsh siguen siendo indispensables. El valor y la actualidad de su combate literario, periodístico y político puede medirse de muchas maneras. Una ellas -y de las más vigentes- es el de la enemistad. Esa palabra viene a cuento, dado el esfuerzo quizás inútil, pero incesante con que se pretende estropear los efectos de su obra. David Viñas escribió que el autor crítico se enfrenta siempre a una sanción. Walsh es el escritor argentino que más intensamente asumió esta lección fundante de nuestra historia. No hubiéramos creído necesario escribir estas líneas hoy, al se cumplirse 45 años de su desaparición, si no fuera porque nos topamos -sin buscarlo- con una nota dedicada al autor de Operación masacre, escrita por Ceferino Reato en la edición virtual del diario La Nación de ayer (y más tarde, la vandalización por parte de militantes del Pro de la Estación Rodolfo Walsh de Subte. Los textos jamás son solo textos).
Allí se lee: “Un hombre ya bastante calvo y encorvado de cincuenta años, que debía usar gruesas lentes por su miopía, con un aire ausente de profesor de inglés jubilado, era la obsesión del Grupo de Tareas creado por el almirante Emilio Eduardo Massera para luchar contra los montoneros en la Capital y la zona norte del Gran Buenos Aires”.
La derecha cronica el último combate de Walsh. Facundo Pastor, Ceferino Reato. ¿De qué se trata?
Escribe Reato: “Se había convertido en la persona clave del aparato de Inteligencia de Montoneros, en contacto directo con la jefatura del llamado Ejército Montonero y la cúpula nacional de ese grupo guerrillero”. La frase tiene su relevancia, dado que la expresión “persona clave” corrige aquella otra -Jefe de inteligencia de Montoneros- tan repetida entre vociferantes sujetos de su misma condición. En Vida de Perro, Horacio Verbitsky me lo decía con una frase insuperable: “Si hubiéramos estado en la jefatura, las cosas habrían sido muy de otra forma”.
La narración de Reato -autor de una larga entrevista a Jorge Rafael Videla, Disposición final (Sudamericana, Bs-As 2011)- se concentra en el tiroteo final: “Cuando uno de los rotativos, de los marinos que no pertenecía Grupo de Tareas 3.3.2, le gritó “¡Alto, Policía!”, Esteban (Walsh) sacó de su portafolio la pistola Walther, modelo PPK, calibre 22, que su mujer le había regalado para su cumpleaños dos años atrás. La variante más corta de la serie de pistolas semiautomáticas alemanas PP, popularizada por el agente James Bond en sus diecisiete primeras misiones; el arma que uso Adolf Hitler para suicidarse”.
¿Suicidarse?
Sigue Reato: “No era que pretendía enfrentar con esa pistola al grupo de tareas, que había sido reforzado con más de treinta personas para capturarlo; solo quería provocar un tiroteo mortal para evitar que lo llevaran con vida a la ESMA, ese infierno al que había descripto tan precisamente en un despacho de su Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA), seis meses antes”. Quizás Reato tenga fuentes provenientes de la marina, no lo sé. Pero aseguro que para quien quiera aproximarse a la tensión de ese enfrentamiento, la escena en la que Walsh decide no entregarse (aunque algunos confundan combate con suicidio, quizás porque no captan la dimensión colectiva del acto en cuestión) está infinitamente mejor narrada en el epílogo de El negro corazón del crimen (Alfaguara 2017), valiosísima novela de Marcelo Figuras sobre Walsh. Porque revela hasta qué punto la ficción política, cuando investiga las es estructuras de sentido de la acción resulta tan superior en captación del dramatismo de una situación que el tipo de periodismo sacerdotal que busca organizar culpas y pecados a partir de información proveniente quizás de las cloacas de los vencedores (quienes que no han han aportado datos corroborables sobre el final de Walsh, ni de sus papeles por ellos secuestrados).
Así es el relato de Reato: “Hoy bajamos a Walsh. Se parapetó atrás de un árbol, y se defendía con un 22. Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”, le contó el subcomisario Ernesto Weber, 220, a Ricardo Coquet, otro de los guerrilleros secuestrados en la ESMA. Su cuerpo fue llevado allí y permanece desaparecido; por lo que se sabe, unas horas después, fue quemado en el fondo del establecimiento”.
Esto, dice Reato, es “lo que se sabe”.
Todo esto para concluir: “Estos fueron los hechos. Luego, vendría el relato oficial”. Se equivoca Reato. Llama relato oficial a lo que no lo es. Lo que sí hay es una extraordinaria producción literaria y filmográfica de militantes, compiladores y escritores que afortunadamente goza de extraordinaria salud. Como lo muestra el documental de Fermín Rivera, RJW, estrenado ayer nomás en el cine Gaumont. Ejemplo de esa enorme producción histórica, es la notable biografía Rodolfo Walsh, la palabra y la ficción (Página 12 y grupo Norma, Bs-As, 2011) de Eduardo Jozami o Rodolfo Walsh en Cuba (Cienfuegos, 2013), de Enrique Arrosagaray (clave para entender la historia política en la que cobra sentido la relación entre técnicas de inteligencia y formación ideológica y política en Walsh).
Según Reato el llamado “relato oficial” ocultaría un hecho de sangre que habría sido planificado por Walsh como parte de la inteligencia de Montoneros: “Walsh había diseñado nueve meses antes el ataque con una bomba vietnamita contra el comedor de la Policía Federal, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, en el que murieron veintitrés personas y hubo ciento diez heridos”. El propósito de estas líneas es nítido: Walsh, aclara Reato, fue asesinado por la marina argentina, no por ser el autor de la Carta a las Juntas -que distribuía en el momento en que fue capturado-, sino en “represalia” por este atentado: “Como si hubiera sido un defensor de la democracia, la libertad y los derechos humanos”. Lo “oficial” del relato consistiría en la tendencia de quienes producen aun hoy obras sobre Walsh a “disimular con un tono épico sus años de combatiente montonero, en los cuales estuvo convencido de que por la revolución socialista o comunista valía la pena morir y también matar”.
En nombre de aquello que aun nos falta saber, Reato no se dirige al Estado para que investigue ni a los protagonistas del terrorismo de estado. Su investigación histórica es una tentativa sacerdotal de confesión (y una ilusión de beatifica conciliación). Ignoro si Reato habrá leído y qué pensará de la notable pieza escrita por Horacio Verbitsky el año pasado, desarmando meticulosa y documentadamente ese tipo de pretensiones. En el prólogo definitivo a su libro Ezeiza (Editorial las Cuarenta, Bs-As, 2021), Verbitsky muestra hasta qué punto los escritos de Walsh a la conducción de Montoneros constituyen no sólo una muestra de lucidez política y militante, sino también -y este motivo de reflexión es el que en definitiva importa- un modelo de la crítica que a diferencia de la autocrítica-confesional como peaje a la ciudadela conservadora. La (auto)crítica en Walsh se basa en un criterio tan sencillo como profundo: señalar razonadamente aquellos hechos inaceptables en tiempo real, cuando aún puede incidirse en el curso de su desarrollo. ¿Encontramos algo parecido entre los simpatizantes del terrorismo de estado? La autocrítica walshiana se distingue así del arrepentimiento -afecto que según Spinoza supone duplicar el error, pues supone equivocarse dos veces- y permite comprender lo que importa comprender: el núcleo de verdad que subsiste en la acción de quien sabe leer la mutua presencia de la política en la guerra y de la guerra en la política, y en la escritura de quien descree en las fronteras acomodaticias entre literatura y vida. Los Reatos de la vida nos explican que tales fronteras deben respetarse y para ello nos recuerdan el final de Walsh. Walsh, el atravesador de fronteras es uno de los nombres privilegiados para seguir en contacto con esa “sociedad comunista”, como esperanza última de cada lucha democrática tomada en serio.