Hotel Pelícano, hedores de una época desquiciada
Plantea Terry Eagleton en su clásico "Una introducción a la teoría literaria", donde discute las teorías asépticas —y hegemónicas— para analizar la literatura, que es imposible referirse “al lenguaje, a los valores, a los sentimientos”, sin enraizar conceptos sobre “la naturaleza de los individuos, de las sociedades, los problemas de la sexualidad y del poder, las interpretaciones del pasado, los puntos de vista sobre el presente y las esperanzas para el porvenir”. Estos tópicos planteados por Eagleton se hallan indisolublemente condensados en los relatos que componen Hotel Pelícano, última obra de Agustín Caldaroni, publicada por El Fatalista Editorial. Si bien los relatos pueden leerse de manera independiente, dado que los personajes varían de uno a otro, hay un hilo conductor que encadena las escenas: una corrosiva mirada sobre nuestra época, guiada, en un sublime gesto de sinestesia, por el olfato.
En este sentido, podría afirmarse que es a través del olfato que los personajes observan el mundo, se lo apropian, lo interpretan. Así, “Obertura paceña” inaugura el texto con una voz narrativa en primera persona, donde el protagonista le cuenta al doctor Eric Monroy Tejada, su circunstancial y enigmático partenaire, por qué decidió internarse en una clínica en la selva de Sorata, Bolivia: “Todo empezó por el olfato. Nunca pensé que los olores pudieran lastimarme. Aunque decir lastimar no es preciso. Me trastornaban”.
Si tenemos en cuenta que una obertura es una pieza instrumental con que se abre una obra musical más extensa, como por ejemplo una ópera, ese diálogo entre el primer narrador y el doctor Eric Monroy Tejada funcionará como el armazón, como la guía para entrar en los demás relatos. Cada desorden olfativo remite a esta obertura, cada relato posterior —y aquí está el hallazgo narrativo de Caldaroni— es uno de los perfumes que trastornan al primer narrador. Cada relato podría leerse como la memoria de un olor del primer protagonista, construyendo un hilo argumentativo. Los relatos saltan desde el presente, a un territorio cosmopolita —Madrid, Nueva Orleans, Tokio— ubicados temporalmente en el pasado o en el futuro. Pero en todos se repite la misma incomodidad de los personajes viviendo en una época que no comprenden.
Pero, ¿qué es lo que produce el desorden olfativo?, ¿qué le molesta al primer narrador? Hay un rechazo, una repulsión a los valores de época (reflejados en la estética posmoderna que lo rodea), a “las interpretaciones del pasado, las visiones del presente y las esperanzas para el porvenir”, retomando a Eagleton. Lo vemos también en “Café Pombo”, quizás el relato más logrado del libro, donde Caldaroni nos transporta a la España de comienzos del siglo XX para respirar la atmósfera de las vanguardias, en un cruce muy bien logrado entre Filippo Marinetti, ícono del futurismo italiano, y José Gutiérrez Solana, pintor de monstruosidades macabras y heredero del goyismo. Es un contrapunto entre dos maneras de entender el arte, la vida misma: un pintor de temperamento agresivo y moderno por un lado y otro más retraído, atemporal, retratista de la “España negra” provinciana, por el otro.
Al narrar los encuentros en “la cripta”, el sótano del bar sórdido donde se reúne el grupo vanguardista liderado por Gómez de la Serna y del que participa Gutiérrez Solana, el estilo poético de Caldaroni alcanza su máxima precisión, mimetizándose con la estética goyesca que sus personajes profesan. Las descripciones abarcan desde la ropa, los tragos que consumen, los olores del lugar hasta las actitudes de los personajes ante el arte, donde el esnobismo aparece como un mal intrínseco a determinados artistas: “El frío de catacumba mohosa calaba los huesos, un vaho color crema de tabaco flotaba en el lugar, irrespirable, y hacía picar el paladar. El aire era tan espeso que se podía filetear como la grasa de un cerdo”.
No se trata solo de trasladarnos a la década de las vanguardias, “Café Pombo” logra contagiarnos el espíritu de la época. En definitiva, la disyuntiva que siente Gutiérrez Solana no ha perdido vigencia: “cuando cubismo y futurismo y todos los ismos del mañana se agotaran y las máquinas, independizadas del hombre, hicieran su propio arte titánico, José esperaría a Ramón pintando un caballo muerto a la vera de un camino rural”.
En esa misma línea, se ubica “La última noche de Goldie”, otro relato de época basado en las memorias de Nell Kimball, en el cual Caldaroni trabaja con precisión y frescura la sensación del abismo inminente. Es que Goldie deberá cerrar su burdel en Nueva Orleans ante la entrada en rigor de la Ley Seca y las nuevas costumbres de su época. Esa sensación de abatimiento ha sido señalada por la crítica literaria como “el mal del fin del siglo”, para referirse a los artistas “decadentes” que les tocó enfrentarse a la llegada de la modernidad: “Las calles de Nueva Orleans se poblaron a un ritmo vertiginoso, imparable, la gente estaba animada por una voluntad industriosa y, durante los primeros años de ese siglo que se abría, su negocio había funcionado mejor que nunca. Pero ella se sentía cansada”.
El último relato del libro, “Esta noche, Papirri en Tokio”, presenta el viaje de un músico boliviano a Japón, luego de 30 años de su última visita. Y si bien Papirri ha desembarcado en clave oficial, acompañado por el cónsul, el viaje termina siendo una pesadilla, con fanáticos de su música totalmente embebidos por un espíritu descafeinado, hoteles asépticos, platos de comida insulsos y fiestas electrónicas con lentes y auriculares individuales para cada invitado, viviendo su propia fiesta, sin contacto, sin comunidad.
Papirri se muda de hotel, rearma un itinerario musical propio, pero no dejan de acecharlo los olores ni unos regalos enigmáticos que recibe: “Dígame, mamita, ¿qué es ese olorcito que me está volviendo loco?”. Es, en suma, una precisa metáfora del artista sudamericano, metiéndose en aventuras absurdas para continuar con su arte en un mundo de hiper-modernidad, añorando los aromas de La Paz, como el primer relato.
El relato que le da nombre al libro, “Hotel Pelícano”, presenta a una pareja agobiada de las relaciones yendo en busca de nuevas experiencias. De corte cinematográfico —la sombra de David Lynch es machacante—, los protagonistas se conocen como compañeros de trabajo y empiezan a excitarse cada vez más con albergues poco ortodoxos. Así, se meten en un hotelucho de pueblo donde todas las fantasías sexuales (de la niñez, la adolescencia, la adultez) cobran un carácter mítico y se vuelven realidad.
En otro orden, “Un verano con los Morgan”, “La Comilona” y “Los Pastorcitos” parecen pertenecer a un pasado más conocido: las banditas de adolescentes juntándose en las esquinas del conurbano en el marco del estallido del 2001, los malabares familiares para sobrevivir a la hiperinflación de los 80, con tiempo para la crianza de hijos y asado con amigos, y los ataques de pánico, en un mundo laboralmente hostil, adulto, pero trazando pequeños cuadros de atmósfera, momentos fugaces de felicidad.
En un clima de época donde se relativizan los desaparecidos, donde se propone que todo pueda ser convertido en mercancía, incluso los órganos, la literatura de Caldaroni destaca la importancia de los vínculos intensos, el amor, las amistades. Nos invita a rastrillar la memoria para encontrar una trinchera de belleza ante un presente hostil.