México o el espejo invertido
El domingo 2 de junio, Claudia Sheinbaum Pardo fue electa como Presidenta de los Estados Unidos Mexicanos y el próximo primero de octubre asumirá formalmente el cargo. Todos los ojos posarán sobre ella, la primera mujer en acceder a la jefatura de Estado en 200 años de historia independiente. Tras seis años de gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el oficialismo encabezado por el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) se aseguró extender su estadía en el poder hasta 2030 con un caudal inédito de poder. Al casi 60% de votos cosechados por Claudia se le suman una mayoría calificada en la Cámara de Diputados, una gran mayoría en el Senado que se acerca a los dos tercios, un desplome inédito de los partidos tradicionales y un control mayoritario del escenario subnacional, ya que gobernará 24 de 32 estados. Este nivel consolidado de hegemonía por parte de un proyecto de desarrollo nacional-popular resulta inverosímil para la Argentina (y el peronismo) de hoy.
La era Milei despertó, en aquellos ¿pocos? a quienes el proyecto libertario no nos genera un ápice de esperanza, la nostalgia tanguera indisociable de la argentinidad, mezclada con un dejo de resignación derrotista propia de cierta intelligentzia progresista global de nuestros días. Hemos sido vencidos, no hay nada por hacer. No entienden del goce. En este confuso e inactivo sentir, irrumpe como necesidad la comparación con el otro. Con el otro ubicado más allá de la frontera, aquel habitante de un país gobernado por dirigentes más o menos racionales. Es así como el tercer gobierno de Lula Da Silva se volvió para los internautas el paradigma supremo del poder transformador de la mera voluntad. Todo es posible: desde volverse la octava economía mundial hasta celebrar un concierto gratuito de Madonna en Copacabana. El simplismo extremo se apodera de los análisis y nuevamente nos encontramos frente a los diagnósticos equivocados de siempre.
No es apropiado desautorizar la resignación, pues es un sentimiento propio de la era que nos toca transitar, en la que el desprecio por lo común y el rechazo a la identidad nacional parecen despertar esperanzas concretas de cambio en millones de compatriotas. Tampoco es de gran interés esbozar una cínica burla de las comparaciones simplistas llenas de sana envidia hacia las experiencias progresistas y/o nacional-populares de Brasil, México, Chile, Colombia o incluso España. Sin embargo, sí corresponde plantear que el presente de la Argentina nos exige no permanecer en las mieles masoquistas de la derrota. La comparación con experiencias contemporáneas de países vecinos debe servir para algo más que para autoflagelarnos por ser su espejo invertido. Más bien, debemos comprender las claves de éxitos como el México de MORENA para poder extraer lecciones de ellos y ponerlas al servicio de la reconstrucción del movimiento justicialista. Al asumir en 2018, AMLO afirmó que no tenía derecho a fallar. Los militantes de una Argentina libre, justa, soberana y normal no tenemos derecho a resignarnos.
Al pararnos frente al espejo de México, lo primero que salta a la luz sobre la Presidenta electa es que es una mujer, reconocida académicamente, progresista, ambientalista y judía de verdad. El chiste se hace solo. No obstante, más que comparar a Sheinbaum con Milei, es de mayor interés vislumbrar las características del sexenio de AMLO para confrontarlo con la experiencia frentetodista, de cuyas dinámicas y vicios el peronismo aún no se ha desprendido.
En primer lugar, AMLO encarnó un liderazgo carismático en la cúspide de un movimiento policlasista de masas. Toda una vida de militancia hasta llegar a la Presidencia de la República. Miembro fundador de aquel Partido de la Revolución Democrática que prometía compaginar la democratización con la inclusión social durante los 80s. Participante activo de los diálogos de paz con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional durante los 90s. Jefe de Gobierno de la Ciudad de México en el nuevo siglo. Desafiante de todo el establishment político en la última década a partir de la fundación de MORENA. Recorrió todo México, de Yucatán a Chihuahua, en un sinfín de ocasiones. Se convirtió en la voz de los sin voz, de los indígenas, de las madres de desaparecidos, de las víctimas de la violencia, de los marginados, de todo el México profundo olvidado por un sistema político corporativista y tecnócrata, para el cual la democratización del 2000 fue funcional para su autorreproducción a partir de la alternancia PAN-PRI. Un sistema político que sin dudas era más plural que aquella predominancia del PRI vigente por 7 décadas, pero sin interés ni capacidad para abordar las múltiples demandas sociales de un país atravesado por los diagnósticos y recetas del neoliberalismo. Un Estado estructuralmente fallido incapaz de atender la alta pobreza consolidada, el aumento del desempleo, la recesión y la omnipresencia simbólica y territorial del narcotráfico.
Tres veces candidato a presidente, AMLO llegó a la victoria en el 2018 con cifras récord de votos y quebró este sistema. Casi inscripto en el destino. Un conductor político que condujo, amalgamando su proyecto de gobierno con un sentido de épica puesto al servicio de la transformación. El mote autoproclamado de encarnar la Cuarta Transformación de la historia mexicana, más que un mero recurso discursivo, fue una declaración de principios. Establecerse a la altura del movimiento independentista, la revolución liberal de Benito Juárez y la Revolución Mexicana, constituyó una pretensión de trascendencia histórica. AMLO comprendió el axioma arendtiano de la acción política sobre lo común como único vehículo para la transformación y trascendencia humana.
No es necesaria demasiada gimnasia conceptual para vislumbrar el contraste con el gobierno de Fernández-Fernández. De la épica puesta al servicio de la transformación, al discurso homogéneo y vacío puesto al servicio de la perpetuación en el aparato estatal de una élite política con los marcos teóricos obsoletos. Una conducción ausente en una alianza atrofiada durante 4 años por la ecuación permanente de pérdidas y ganancias de sus socios mayoritarios. Allí, destaca el rol de un presidente que llegó a su posición mediante un dedazo inconsulto y que no solo se resistió a construir una esfera de poder presidencial, sino que hizo (y sigue haciendo) épica de su rechazo a la generación de poder propio ¿Cuánto habrá influido en esa inentendible lectura una mala interpretación de los artículos de Mustapic y Levistky sobre la institucionalización del PJ en los 80s y 90s? Nuevamente, la ciencia política se sienta en el banquillo de los acusados. Detenerse en los desaciertos de la figura presidencial es tanto una obligación como un capricho si allí termina la caracterización del último gobierno. Una crítica al frentetodismo sin sesgos ni revanchismos no puede contentarse con hacer leña del árbol caído sin observar al bosque a punto de venirse abajo por sí mismo.
Por eso, tampoco se puede olvidar el papel que jugó la socia mayoritaria de la coalición. Es fuerte sentenciar que, sin querer comprender las razones detrás de la derrota del 2015, jugó a ser oposición dentro del gobierno. Pero, por más duro que suene, los bochornosos eventos de la semana posterior a la derrota en las PASO de medio término así lo demuestran. De este modo, el sector que desde 2019 se presentó como mayoritario en la coalición -afirmación por alguna razón nunca discutida con el correr de los años-, terminó incursionando en una interna sin salida que opacó el éxito de la poca política pública del gobierno, retrasó proyectos clave como el Gasoducto Néstor Kirchner y casi condena a este ciclo a un final anticipado en julio de 2022. Ojalá algún día, dada su incomparable brillantez intelectual y expositiva, una nueva edición de Sinceramente nos cuente la racionalidad táctica detrás de la estrategia del desgaste interno.
Nuevamente, la autocrítica nos exige ir más allá de los grandes protagonistas. No podemos dejar de mencionar el rol de gobernadores, intendentes, sindicalistas y dirigentes sociales que se dedicaron a cuidar sus quintas (devenidas en dúplex), colonizando al Estado nacional ante cada crisis de gabinete y perpetrando una lógica tan extractiva como improductiva políticamente en términos colectivos y personales. Con este antecedente, no es sorpresivo que muchos de ellos sean los primeros en consentir los caprichos de nuestro flamante Jefe de Estado y votar sus leyes de goma que traen consigo el deliberado objetivo de la entrega nacional y el resquebrajamiento final del tejido social. Por último, tampoco debemos pasar por alto el papel desempeñado por otro de los socios fundacionales de la coalición. Sus conocidas y voraces ambiciones políticas lo convirtieron en el deseado por el establishment para ordenar la interna y conducir lo inconducible. Pero sus vaivenes de más de una década en la primera plana de la política nacional lo terminaron de deslegitimar con cierta justicia ante la población, convirtiéndolo en el temido por buena parte de la sociedad, la misma que alguna vez lo votó para transitar la delgada avenida del medio. Al igual que a sus compañeros de frente, la excesiva especulación a la hora de intervenir ante la caótica situación interna provocó que, cuando agarró el timón, lo hiciera mal y tarde en el peor de los contextos. El conmovedor esfuerzo en el último tramo no podía evitar lo que hacía 2 años estaba escrito: la inapelable derrota final.
A claras luces, el gobierno del Frente de Todos tuvo mucho más que ver con el sistema cerrado, corporativo y desgastado del PRI-PAN que con el proyecto transformador de AMLO. No por nada se impuso con tanta facilidad entre nuestros compatriotas la prédica anti casta del minarquista ungido por la voluntad popular. Pero lo sustancial de la experiencia mexicana es la compaginación de un proyecto transformador, popular y redistributivo con una administración eficiente y pragmática del Estado. Sí, AMLO es el presidente que sacó a 5 millones de mexicanos de la pobreza, el que universalizó las pensiones sociales con un alcance sin precedentes, el que logró un aumento del salario del orden del 3,3% anual, el que redujo en casi un punto la tasa de desempleo y mejoró la posición de México en el ranking de desigualdad ponderada por el índice de Gini. “Van a bajar los sueldos de los de arriba porque van a aumentar los sueldos de los de abajo”, dijo al asumir. No mintió. Los últimos, que siempre han sido los últimos, fueron los primeros. Una gestión a la altura de la proclamada justicia social.
Pero también, es el presidente cuyo gobierno mantuvo una macroeconomía funcionando como un verdadero reloj suizo de la mano del Secretario de Hacienda, Ramírez de la O. Entre sus logros destacan una tasa de inflación anual que se mantiene en torno al 4,5%, tras un repunte en 2022 rápidamente controlado. También encaró un programa de austeridad en la administración pública central que atenuó el impacto del aumento del gasto social en el déficit fiscal del país, el cual se mantiene en niveles similares a los de la última década. Además, en diversos períodos del mandato la economía logró alcanzar el superávit comercial. En síntesis, la famosa macro ordenada que logró elevar el PBI per cápita mexicano de los 8 mil USD del 2018 a casi los 12 mil USD del corriente año. No sirve crecer sin redistribuir, pero no se puede redistribuir sosteniblemente sin crecer. Difícil olvidar cuando un ex ministro de economía argentino, con una gestión llena de luces y sombras, advirtió sobre los peligros del déficit fiscal y por ello fue catalogado como agente de la sinarquía internacional por otro miembro de la coalición en televisión nacional. Aún después de la victoria electoral y discursiva del monetarismo plebeyo de Milei, en el peronismo se sigue debatiendo en torno a la tolerancia hacia el déficit y la inflación.
Además, AMLO se dio el lujo de impulsar la faz empresaria del Estado, como en las épocas doradas del peronismo clásico. Además de reimpulsar las ya existentes empresas estatales, creó nuevas firmas públicas vinculadas al desarrollo científico-técnico, a la gestión aeroportuaria y a la inversión ferroviaria. Estas empresas han tomado gran protagonismo a partir de obras de infraestructura faraónicas ampliamente divulgadas por la propaganda oficial como el Tren Maya y el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles. Eso sí, tuvieron la particularidad de ser concesionadas a las FF.AA.
Esto último nos lleva a la relación negociada pero cordial con actores privilegiados del statu quo mexicano que AMLO encaró. A la cercana relación con las FF.AA. (no exenta de polémica y cuestionamientos internos), se le sumó un estrecho vínculo con el establishment económico, simbolizado en la amistad construida con Carlos Slim, el magnate de las telecomunicaciones. Además, mantuvo un tenso pero constante respeto cívico por decisiones de instituciones federales autónomas al gobierno nacional como la Suprema Corte de Justicia o gobiernos estaduales opositores. A esta altura, a los desafortunados que fuimos atentos seguidores de las travesías del Frente de Todos nos es imposible evadir el recuerdo de aquel ministro que, por asistir al evento de productores agropecuarios más importante del país, fue escrachado por periodistas e influencers digitales de su propia corriente del oficialismo. Poco importó que el mismo ministro fuera meses después la cara de un intento fallido de precandidatura presidencial de ese sector.
Es preciso de igual modo considerar que la buena relación de AMLO con determinados agentes del status quo mexicano no implicó ausencia de conflicto con otros actores de poder ni mucho menos conllevó la cooptación del gobierno por parte de los poderes fácticos. Se sigue imponiendo la necesidad laclausiana de todo liderazgo populista de identificar un enemigo en el horizonte al cual oponer el interés del pueblo. Fácilmente, aparece el recuerdo del último mandato de CFK, cuando los enemigos y las batallas abiertas se multiplicaban a una velocidad mayor que la capacidad de acción del gobierno. La diferencia radica en que la Cuarta Transformación eligió bien qué batallas dar y a quién enfrentarse. Mientras tuvo batallas intensas pero puntuales con la prensa y el sistema judicial, el enemigo declarado y atacado de manera constante fue el viejo sistema político mexicano. La popularización del término PRIAN acuñado por AMLO para denominar a la vieja clase política, de similar éxito al de la casta criolla, le permitió deslegitimar a instituciones como el Instituto Nacional Electoral, el cual sin lugar a dudas será reformado en el nuevo gobierno. Las razones particulares no son objeto de este análisis. Lo que interesa es la fórmula del éxito: de la batalla puntual construida discursivamente entre el interés popular y un enemigo, a la implementación concreta de las reformas deseadas, previa legitimación electoral. El contraste es claro con la experiencia argentina 2019-2023, donde la única batalla real que dio el gobierno fue consigo mismo (sin olvidar la pantomima del juicio a la Corte).
La épica al servicio de la transformación también implicó en México la voluntad y capacidad política para encarar reformas urgentes en la América de hoy, desde una perspectiva nacional-popular. Así, en el gobierno de AMLO se logró poner en marcha una reforma laboral vanguardista. Este concepto, que para el peronismo fue una mala palabra por una década, en México se operacionalizó como un marco legal apropiado para las nuevas formas del mundo del trabajo, a la vez que generó un robustecimiento de los derechos laborales y sindicales. Esta idea recién ahora es vista con buenos ojos por nuestra Confederación General del Trabajo, en un documento sumamente interesante publicado hace algunos meses en ocasión de la Ley Bases. Pero ya es tarde; la pudimos haber hecho nosotros, ahora la van a hacer ellos.
Tampoco deja de sorprender el éxito en el proceso de selección del sucesor de AMLO. Sin lugar a dudas, el desafío máximo de los líderes populares latinoamericanos del siglo XXI ha sido consolidar una sucesión estable en el tiempo. Los límites institucionales y sociales a la reelección, la certeza de que los votos no se transfieren mágicamente y la poca voluntad de los líderes de correrse del centro de la escena en tiempo y forma constituyeron el muro de cemento con el que se chocaron las ambiciones de perpetuidad de Cristina, Correa, Evo y el propio Lula. En este escenario regional, es de destacar cómo la Cuarta Transformación consagró un proceso interno de selección de candidaturas consensuado entre todos los sectores de la coalición que dio como resultado la victoria un tanto inesperada de Claudia Shienbaum, por entonces Jefa de Gobierno de la Ciudad de México. La candidatura de Claudia fue aceptada por todos los contendientes y rápidamente se puso en marcha la campaña que la consagró como la presidenta más votada de la historia. Un factor explicativo puede hallarse recurriendo a la vetusta corriente institucionalista de la ciencia política: las instituciones moldean comportamientos. La sagrada y centenaria prohibición constitucional a la reelección presidencial en México da muy poco margen para una posible actitud reformista del liderazgo presidencial en pos de estirar su estancia en el poder. Si bien esto es cierto, no se debe dejar de observar la virtud política de AMLO al interferir lo menos posible en el proceso interno de selección de candidaturas y al aceptar sus resultados, incluso cuando estos implicaron la derrota de su colaborador predilecto, Marcelo Ebrard. Finalmente, el lunes 3 de junio con los resultados sobre la mesa, AMLO reconfirmó su retiro total de la política para dar lugar al recambio generacional del movimiento. Conducir también es eso.
Por último, la complejidad de la figura de AMLO escapa a la concepción unidimensional de la política de la que el peronismo siempre fue extraño, pero a la cual parece haberse entregado últimamente. El sectarismo, el excluyente amigo-enemigo y el constante fijate de qué lado de la mecha te encontrás han olvidado la heterogeneidad de corrientes, tendencias e ideas que necesita un proyecto nacional y popular para legitimarse como movimiento de masas de vocación transformadora. Heterogeneidad contradictoria, pero que se supera y se reconcilia consigo misma mediante el arte de la conducción pragmática. Como infería Hegel, como estableció Perón.
Así, en AMLO convive el progre indigenista que le reclama a España las reliquias aztecas y el conservador católico opuesto a la interrupción voluntaria del embarazo. Es el que se muestra sonriente con Maduro y Diaz-Canel y el que viajó al exterior por primera vez para firmar junto a Trump un nuevo Tratado de Libre Comercio para América del Norte. El que ungió como candidata a sucederlo a una académica ambientalista y el que no atendió ninguna impugnación ecologista a la construcción del Tren Maya. El que inició su militancia de la mano de Cuauhtemoc Cárdenas en los 80 para vencer a la hegemonía del PRI y el que, una vez presidente, nombró como director general de la Comisión Federal de Electricidad a Manuel Bartlett, viejo priista y principal responsable político del histórico fraude contra Cárdenas en la elección del 88’. El que asiló a Evo Morales y el que se hizo íntimo de Carlos Slim. El que obstaculizó la legalización del matrimonio igualitario cuando fue Jefe de Gobierno de la CDMX y el que constantemente denunció el peligro de la derecha anti-derechos. El que tiene una lista de amigos en la que coinciden el CEO de BlackRock Larry Fink y el poeta cubano Silvio Rodríguez.
Todo eso y más es ese hombre que llevó como bandera el humanismo mexicano. Si tanta contradicción convive en un hombre, ¿cómo no puede esperarse contradicción en un movimiento político? Es imperioso que el peronismo recupere esta noción, permitiendo una multiplicidad de ideas e intereses en su interior a ser ordenada mediante la conducción pragmática.
Con este marco, ¿debe el peronismo imitar el modelo de MORENA? La honestidad intelectual, de la cual escasean los sesudos analistas de redes, nos obliga a responder que no. La hegemonía morenista tampoco nos indica una contracorriente al avance de la derecha latinoamericana. Para tristeza de comunicadores del campo popular vernáculo siempre mal informados sobre los acontecimientos exteriores (a la General Paz), no soplan vientos de liberación por Latinoamérica. No aún. La razón de ambos hechos es simple: México es un país aislado de las lógicas continentales, extraño a la cultura política del Cono Sur y que ha desarrollado por buena parte de su historia dinámicas totalmente autónomas. No por nada sostuvo un régimen iliberal de partido hegemónico hasta el año 2000. Extrapolar procesos y lógicas mexicanas a otro país es incurrir en una obscena falacia.
Sin embargo, del caso mexicano sí se pueden extraer valiosas lecciones sobre la administración del Estado y del poder político. Reconciliar la disciplina fiscal con el Estado benefactor, la estabilidad macroeconómica con un proyecto de inclusión de masas y el sentido de épica al servicio de la transformación con una conducción fuerte, carismática y prudente es retomar las bases prácticas que hicieron del justicialismo el movimiento nacional por excelencia. Es juntar las partes disueltas de aquel proyecto soberano de desarrollo nacional. Es volver a Perón.
El peronismo perdió la brújula. Sin caer en la resignación ni en la comparación forzada, reconocernos como el espejo invertido del caso mexicano nos permite vislumbrar algunas claves para poder reconstruirnos, frenar el proyecto destructivo de Milei y poder volver, en serio, mejores.
Después de todo, la Argentina post-Milei demandará en todos los frentes un movimiento de regeneración nacional.