Agronegocios, glisfosato y soja transgénica
Por Soledad Guarnaccia I La Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) nuclea a más de ochenta organizaciones campesinas e indígenas de toda la región. Su surgimiento, en 1994, es resultado de la “Campaña Continental 500 años de Resistencia Indígena, Negra y Popular (1989-1992)”, impulsada por un conjunto de organizaciones que, en un contexto de reactivación de las luchas sociales, imprimieron en la efeméride por los quinientos años de la conquista de América, la vigencia de un sentido de unidad latinoamericana en la resistencia.
Con casi veinte años de construcción de poder popular, las organizaciones que integran la CLOC lanzaron recientemente la “Campaña Continental contra los agrotóxicos y por la vida”, con objetivos que trascienden la denuncia acerca de los males del agronegocio - el slogan “Los agrotóxicos matan” es al respecto contundente - y apuestan a la organización social para abordar un problema cuya dimensión y complejidad crecen desenfrenadamente en América Latina, en torno cuestiones decisivas al desarrollo de los pueblos latinoamericanos, como son la soberanía alimentaria y la protección de la vida diversa.
Según el historiador Eric Hobsbawm, el cambio social más drástico que atravesó occidente durante la segunda mitad del siglo XX fue la desaparición del campesinado. Simultáneamente a este proceso, que alcanza tanto a los países industrializados como a los no industrializados, la actividad agropecuaria dio un “gran salto adelante” en la productividad y los países industrializados, que fueron los que más redujeron su población campesina, se convirtieron en los mayores productores de alimentos a nivel mundial. El factor tecnológico fue determinante ya que hizo posible que la rentabilidad se emancipara del trabajador y las particularidades de la tierra, dos figuras que hasta ese momento eran indispensables a la actividad agropecuaria. A su vez, como estos desarrollos se vincularon a la promesa del capitalismo de acabar con el hambre en el mundo, los países periféricos que quedaron bajo la hegemonía norteamericana se sometieron a las recetas de un sector agroindustrial eminente, que modificó profundamente la actividad agropecuaria y la producción de alimentos.
Unas pocas palabras tomadas de una entrevista a Gustavo Grobocopatel permiten dimensionar el impacto y la transformación de la agricultura argentina en los últimos años: “En Argentina, a diferencia del mundo, hoy no tenés que ser hijo de un chacarero o un estanciero para ser agricultor. Tenés una buena idea y tenés plata, vas, alquilas un campo, y sos agricultor. Este es un proceso extraordinario y democrático del acceso a la tierra, donde la propiedad de la tierra no importa; lo que importa es la propiedad del conocimiento”. En su versión más sofisticada, el “agronegocio” suprime la figura del “agricultor” y prescinde de la propiedad de la tierra, colocando en su lugar una suerte de alianza del dinero y el conocimiento. El rostro más visible de ese apareamiento, al que apuntan sin excepción las organizaciones campesinas, son las empresas trasnacionales -como Monsanto, Cargill y Syngenta- , que en la actualidad controlan el mercado de tecnologías agrícolas a nivel mundial.
El gran hito en la historia del agronegocio es el glifosato, un herbicida superpoderoso con un slogan publicitario por demás representativo: “mata las malas hierbas”. Las “buenas” hierbas, conocidas como “Terminator”, son las que crecen de las semillas que producen las mismas empresas y que son diseñadas mediante manipulación genética para resistir no sólo las plagas y otros factores problemáticos inherentes a la agricultura sino sobretodo al glifosato. Como este tipo de tecnologías son consideradas “innovaciones”, las empresas poseen derechos de patentes a partir de los cuales regulan, mediante licencias, su comercialización. Asimismo, estas tecnologías se orientan a cultivos específicos, favoreciendo el sistema de monocultivo a gran escala en detrimento de la soberanía alimentaria y la biodiversidad. Según indican los estudios difundidos por ArgenBio, en 2011 se sembraron 160 millones de hectáreas de transgénicos a nivel mundial, un 8% más que en 2010. El 48% de las hectáreas sembradas con transgénicos se inclinaron a la soja, el 32% al maíz, el 15% al algodón y el 5% a la canola. El 98% de la producción mundial de transgénicos se encuentra concentrada en sólo ocho países; los tres primeros son Estados Unidos, que concentra el 43% del total, Brasil con el 19% y, en tercer lugar, Argentina con el 15%.
A mediados de la década del noventa, Argentina fue el primer país latinoamericano en legalizar el cultivo de soja transgénica abriendo así las puertas de la región a la nueva agricultura. En nuestro país, la superficie cultivada con transgénicos alcanzó, en 2011, a veintidós millones de hectáreas correspondientes a casi a la totalidad de la superficie cultivada con soja, 90% de la superficie total de algodón y 86% del total de los cultivos de maíz. Ciertamente, no es sorprendente que los transgénicos se hayan afianzado tan rápidamente en el campo argentino siendo que la matriz productiva nacional favorece la incorporación de tecnología orientada a maximizar la rentabilidad y, en sintonía con ella, la sucesión de políticas conservadoras de las últimas décadas del siglo XX, en particular el modelo de desregulación de los años noventa que proporcionó las normativas, permitieron consolidar un modelo agroindustrial a la medida de los mercados financieros.
Como “plus” determinante, las innovaciones biotecnológicas se potenciaron con la voracidad histórica de las elites agropecuarias, que siempre soñaron con el “granero del mundo”, aún cuando el proyecto supone el desmonte de millones de hectáreas y la consecuente destrucción de la biodiversidad, el envenenamiento pero también el hambre de las poblaciones campesinas expulsadas a las ciudades y el exterminio de las economías locales. La fantasía de Grobocopatel relativa a la “democratización de la tierra” es de algún modo un fenómeno menor, ya que aquí la alianza global del dinero y el conocimiento encontró en los dueños de la tierra, que para nada pueden ser considerados agricultores, unos socios con vasta experiencia en proyectos de destrucción y aniquilamiento.
Ahora bien, junto a este proceso han crecido las organizaciones de aquellos campesinos que Hobsbawm encuentra desaparecidos hacia el final del siglo XX. En Latinoamérica, las organizaciones nucleadas en la CLOC se han desarrollado a partir de la resistencia a un modelo históricamente asentado en la explotación, que en los años noventa mostró su versión contemporánea más generalizada. En aquel entonces, los Estados Nacionales fueron una herramienta indispensable para introducir e instalar los sistemas productivos de vanguardia. Sin embargo, el siglo XXI introdujo en América del Sur una novedad política que, si bien aún no afecta estructuralmente la matriz productiva, ha permitido recuperar la figura del Estado como principal actualizador de aquel sentido histórico de unidad y emancipación latinoamericana.
En este nuevo marco, la “Campaña Continental contra los agrotóxicos y por la vida”, que impulsan las organizaciones campesinas, representa una oportunidad concreta para la construcción de organización social en torno a demandas, como la soberanía alimentaria y la protección de la vida diversa, que en función de su universalidad portan un valioso privilegio para trabajar en la unidad del campo popular latinoamericano. Como en aquella reunión del año 2005 en Mar del Plata que derribó el proyecto ALCA, la unidad social y política de los pueblos expresa la clave fundamental para enfrentar a las verdades conservadoras del capitalismo, que siempre abogan por la imposibilidad de la diferencia y la justicia.