No alcanza con ganar la guerra cultural (si se pierden todas las batallas)
Por Daniel Mundo
Lo que sucedió en Argentina en lo que llamamos la década kirchnerista parece ser una trampa mortal para cualquier proyecto político inclusivo que pueda implementarse. Un país que pone como horizonte de futuro el incremento incesante del consumo no puede terminar en un lugar muy agradable, pero a la vez no existe razón o justicia por la que se pueda justificar que los que siempre fueron reprimidos, postergados, marginados, invisibilizados, no accedieran a una vida de pleno consumo (consumo pleno es un oxímoron incumplible, por supuesto). Pareciera que este tipo de victorias pírricas constituye la estructura de todas las batallas culturales que pueden darse en este momento histórico.
El kirchnerismo salió victorioso de los laberintos que se le tendieron o que él mismo construyó con paciencia de orfebre. El kirchnerismo, en la elaboración de su propio mito, no fue vencido en las últimas elecciones. La Plaza del Final, las miles de personas despidiéndose de la artífice de un país posible y diferente al que estábamos acostumbrados, da cuenta de una victoria enorme. Nunca antes un gobierno había sido despedido con una fiesta semejante, en un orden impecable. A la vez, lo sabemos, el kirchnerismo perdió las elecciones, aunque en retrospectiva el perfil de su representante no haya convencido ni a los creyentes. Pero el kirchnerismo no sólo perdió las elecciones presidenciales, perdió también casi todas las batallas en lo que respecta a la transformación cultural que pretendía llevar a cabo.
Empecemos por lo más obvio, la cultura del espectáculo. La cultura del espectáculo consiste en privilegiar la imagen a la realidad que esa imagen refiere. Y la imagen no es una cosa, un discurso o una mera representación, es un tipo de vínculo materializado de esa manera, un doble de un original inexistente. La lógica del espectáculo logra que un programa televisivo de danza moderna mute en uno de intervención política. Que un programa de noticias se vuelva una usina de desinformación. El kirchnerismo consistió en un dispositivo político ejemplar a la hora de enfrentar, denunciar y pretender transformar la cultura del espectáculo, con sus programas de idioteces, entretenimientos, confusiones evidentes, soterrados golpismos y buena conciencia. Como nunca antes tuvo la Argentina un canal público en el que se vieron todas las voces (bueno, no sé si todas pero sí muchas experiencias diferentes y en oposición al régimen escópico dominante. El paradigma más alto de esta ruptura lo constituye el programa de Peter Capusotto), y que en algunos casos supuso una competencia legítima a algunos de los canales privados o espectaculares.
Me refiero ahora a 678. Sin embargo, programas televisivos como éste sólo existen porque hay otros muchos que se encargan de construir la realidad al modo espectacular: 678 es el “negativo” o el reverso de la imagen positivista que construye la lógica del espectáculo. Me voy a explicar: el cuerpo espectacular, es decir el cuerpo convertido en imagen, por contradictorio que parezca una afirmación así, se consume como más real, más perfecto y más deseable que el cuerpo real e imperfecto que somos por fuera de cualquier pantalla o mediación, como si la realidad debiera imitar a su imagen o representación mediatizada para asumir su significado auténtico. Estructuras narrativas como las de 678 o antes la de CQC poseen una existencia parasitaria, pues viven de la sangre envenenada que genera el otro cuerpo, el falso cuerpo real diseñado por el espectáculo. Recordemos lo que ocurrió con CQC, un programa que supo ser muy valorado una década antes: pasó de ser una perspectiva de reflexión política sobre una realidad espectacular a ser un difusor aburridísimo de noticias y denuncias mediáticas que muy pocas veces repercutieron en la realidad real. Sus chistes terminaron por no causar gracia. Pues el sentido de lo que transmiten los medios proviene del contexto político en el que se exponen, y no de su propia estructura narrativa.
Es un paso crítico gigante en la lucha política haber construido el otro lado del régimen escópico espectacular, y en un momento hasta hacerlo tartamudear, como lo logró hacer 678, por ejemplo. Pero rápidamente el espectáculo convirtió la broma en algo muy serio y la denuncia reflexiva en chiste, reponiéndose así de los golpes de la crítica a fuerza de inversiones y banalizaciones. Es natural que ensayos como los 678 o Bajada de línea, el programa de Víctor Hugo Morales, terminaran siendo consumidos sólo por los convencidos. Acá no está en juego la verdad ni la verosimilitud de estos programas, lo que está en juego no es ni más ni menos que un estilo de vida. En unos pocos meses el oligopolio Clarín posiblemente vuelva a ser el gran diario de todos los argentinos, y el diario La Nación represente al periodismo de la ecuanimidad. Ya están construyendo esta imagen, que “compran” incluso los espectadores informados. Por supuesto ya ningún medio tendrá el poder de hacer creer que con tres tapas derrocará a un gobierno, pero sí que mantiene el suficiente poder como para disciplinar hasta a los herederos. Porque para enfrentarse a oligopolios del espectáculo de la envergadura de Clarín se necesita la misma decisión política que para ofrendar el pago completo de una deuda de miles de millones de dólares. Es imprescindible ideología y decisión, la creencia firme en un proyecto que es independiente de sus integrantes (pero evidentemente no de sus creadores).
Otra batalla cultural que el kirchnerismo perdió es la de la apropiación del valor simbólico del dólar. En un momento determinado, hará medio siglo, más o menos, la Argentina ingresó en el mercado mundial financiero. En la última dictadura, con las políticas ultraliberales de Martínez de Hoz, la población conoció una lógica de consumo que tiene al dólar como moneda hegemónica. De allí en más, y de manera creciente, el argentino con capacidad de ahorro comenzó a atesorar su riqueza en esa moneda extranjera. El negocio inmobiliario, por ejemplo, que se hace en su gran mayoría con materiales producidos en el país y con mano de obra que se paga en peso moneda nacional, pareciera que sólo asume valor en aquella divisa, por absurdo que tal cosa parezca. Lo que el poder mediático o espectacular denominó “cepo”, y que en realidad fue una restricción racional y lógica en el acceso a la compra de moneda extranjera (lo que está regulado en casi todos los países del mundo), fue el significante que dominó el imaginario social, incluso bajo el mismo gobierno kirchnerista. El día cuando se “liberó” el “cepo”, se vivió e informó sobre tal “liberación” como si fuera un hecho existencial comparable al corralito bancario en el culminó la experiencia calamitosa del gobierno de de la Rúa. El kirchnerismo no pudo torcer este imaginario.
Otra batalla que el kirchnerismo no ganó fue la de la “libertad de expresión”. Quiero decir: las denuncias repetidas hasta el hartazgo de los atentados a la libertad de expresión eran tan monótonas y reiteradas que terminaron demostrando su falsedad y el despropósito de todo el reclamo. Pero el reclamo venía con otro corolario: la dictadura de una mujer egomaníaca que daba discursos de cuatro horas con más datos, más argumentos y más ideas que ningún otro discurso público contemporáneo. No quiero entrar a clasificar el contenido de estos discursos, como si un mensaje fuera bueno o malo según la información que transmita, simplemente estoy haciendo referencia a fenómenos acontecidos más allá del contenido que transporten. Uno de los motivos centrales por los que los discursos de Cristina causaban tanta exasperación era porque había en ellos uno o más argumentos que el telespectador no entendía. Y el telespectador no soporta “no entender”, no tolera que lo que vomita la pantalla sea más inteligente que su propia capacidad de comprensión. La cultura del entretenimiento deglutiendo como un pantano todo lo que se le pone adelante. Esta batalla tampoco la pudo ganar el kirchnerismo: el imaginario social está impregnado por la idea de una mujer enamorada de sus propios discursos que no quería enfrentar las preguntas cuyas respuestas serían inmediatamente tergiversadas por la prensa, hasta hacerle decir lo contrario de lo que había pretendido.
El kirchnerismo reimpulsó como ninguna otra facción política desde la vuelta a la democracia el compromiso y los discursos políticos, incluso anteponiendo estos a los de sus ministros de economía, por lo general considerados en el imaginario social argentino como un primer ministro con súper poderes. El kirchnerismo logró que la economía acompañara al proyecto político que la guiaba, y no que el poder político se subordinase a las exigencias de la economía. Lo otro de este discurso político, lo que propone el discurso del espectáculo sobre la acción política, es la subordinación de la política y de toda la existencia a las necesidades económicas, pues para este discurso la política resulta ineficiente y corrupta. “Que se vayan todos” es un resultado natural de un ciclo político gobernado por este tipo de discurso. En lugar de un discurso argumentado se propone un show de palabras y gestos que tienen la peculiaridad de no decir nada, de que al final del show lo que queda en la memoria del espectador son un montón de buenas intenciones, shock de excitaciones y promesas universales: “día a día vamos a estar un poquito mejor”. Pero este discurso antipolítico no sólo no dice nada porque no tiene ningún argumento ni contenido, o porque tema que se develen sus auténticas intenciones impronunciables; no dice nada porque aprovecha la nada que crea para multiplicar las bombas de confusión informativa por medio de las cuales los usuarios, los lectores de diarios, los televidentes, los ciudadanos comunes y silvestres no logramos definir con precisión dónde culmina la realidad, dónde empieza el espectáculo, qué es verdad, qué es mentira. En este sentido la producción serial de nadas persigue un fin estratégico trascendental: agradar al oyente con las palabras que el oyente desea escuchar. El imperio de la encuesta. Entre el discurso del político “experto” monitoreado por sus especialistas en imagen, y el que escucha el telespectador, no hay brecha, más bien hay mímesis, identidad y cierta fascinación carismática. Pero quizás todo este análisis no sea tan real como lo cree el intérprete.
Las dificultades para implementar la famosa Ley de Medios dan cuenta del poder real que tienen los actores que concentran o monopolizan la información, poder en gran medida equiparable a un gobierno con el respaldo de más del cincuenta por ciento de la población. Argentina funcionó como un laboratorio, en este sentido. Para los comunicólogos o los investigadores culturales de los medios, los años de Cristina fueron un tiempo modelo, porque el oligopolio privado develó los rostros y los intereses auténticos que se ocultan detrás de la máscara de la imparcialidad y la objetividad periodístico o chabacana. Lo habíamos estudiado en los libros, pero contemplarlo en vivo y en directo no deja de ser ejemplar. Lo que en el postkirchnerismo está ocurriendo con la desinformación acerca de la movilización de miles de personas, ratifica una vez más, por si hiciera falta, el poder que concentran estos actores mediáticos. Los demócratas radicales creen que la contrainformación que permiten los nuevos medios y sus aplicaciones virtuales podrá vencer la concentración informativa. Hay sobrados motivos para dudar de ello. Porque para enfrentar al poder mediático que pretende que la información posea una sola cara hay que multiplicar las contradicciones hasta que sean las propias contradicciones las que se pongan en cuestión. Quizás sea demasiado.
Hay otra batalla cultural que también se perdió. Me refiero a la mítica figura de la autocrítica. O si se quiere: la imposibilidad de la autocrítica, el blindaje del círculo íntimo frente a la reflexión pública sobre los efectos de las acciones emprendidas. Por supuesto que toda esta disquisición es absurda, porque los que piden la autocrítica y la asunción de los propios pecados se lo exigen únicamente a los creyentes, no a los que por diversos motivos desertaron del proyecto o dejaron de creer. A estos se les perdona no sólo el paso por las fuerzas oscuras del kirchnerismo, sino que se los usa de testigos de la arrogancia y el autoritarismo de la Autoridad Suprema del proyecto, Cristina, del que tuvieron que desertar. Al discurso del espectáculo no se le pide autocrítica porque desconoce por principio lo que significa una crítica, la capacidad de discriminar lo significativo de lo insignificante, el sentido de lo sinsentido. El discurso del espectáculo multiplica las diferencias para concluir en la insignificancia o la sobresignificación general de todo lo que aparece. La banalización compulsiva inventa un mundo transparente en el que la injusticia social, la desigualdad económica y la anomia política constituyen sus pilares. Es una transparencia que permite ver la realidad desde una única perspectiva, la mejor, supuestamente. Para comprender esto basta con pensar lo que ocurre, por ejemplo, con la televisación del fútbol, con sus infinitos replay y sus comentarios intrascendentes en pos de provocar ciertas reacciones precodificadas en el público. No es ninguna novedad teórica afirmar que la dimensión de la realidad varía cuando se la contempla por algún medio de información de masas.
Hay muchas más leyes culturales que se ganaron y se implementaron (la del matrimonio igualitario, la de defensa del consumidor, etc.), aunque no creo que hayan logrado impactar en el modo de comportarse, en la actitud y en la imaginación de los ciudadanos promedio. Recordemos que casi desde el principio se dijo que el kirchnerismo tenía problemas de comunicación, que sobrellevaba sólo a fuerza de voluntad y decisión. En una sociedad mediatizada la realidad siempre queda empequeñecida, es insuficiente y frustrante. El kirchnerismo, quizás a su pesar y sin saberlo, intentó reconectarnos con esa realidad real. Pero nuestro deseo, es decir todo nuestro ser sigue pendiente de una realidad simplificada y desdoblada en imágenes, e imágenes de imágenes.