San Martín y Artigas: por qué ciertos sectores de nuestra patria mienten alevosamente cuando la conmemoran

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San Martín y Artigas: por qué ciertos sectores de nuestra patria mienten alevosamente cuando la conmemoran

11 Julio 2016

Por Daniel Llano*

Buenos Aires declaró como enemigo –entre otros– al díscolo Artigas, que se oponía a las maniobras centralistas de los porteños asumiendo protagonismo como “Protector de los Pueblos”, título otorgado por las provincias de Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes, Misiones, Córdoba y la Banda Oriental.

En medio de una guerra contra la monarquía española que ingresaba en una etapa crítica –al  recuperar España su poderío militar luego de las invasiones napoleónicas que la habían debilitado– Buenos Aires ordenó a sus dos principales generales, José de San Martín y Manuel Belgrano, que descuidaran al enemigo externo para dirigir sus tropas contra el caudillo oriental. Belgrano inició las maniobras, pero sólo llegó hasta Santa Fe, desde la cual escribió misivas memorables acerca de la necesaria unidad de la Nación recién nacida.

San Martín (ya en Mendoza) fue más taxativo. Directamente desobedeció y pasó con todo su ejército hacia Chile, con tropas integradas por voluntarios cuyanos, negros libertos o manumitidos desde Buenos Aires por Pueyrredón, y parte de las primeras tropas que combatieron bajo su mando en San Lorenzo, integradas por numerosos guaraníes de las Misiones Jesuíticas donde había nacido, en la casa de Yapeyú donde su padre administraba esa enorme región luego de la expulsión de los Jesuitas por la Corona.

La desobediencia no acabó allí. Porfiando en combatir primero al enemigo externo, igual que Artigas –todavía hoy poco reconocido héroe de la Patria Grande, que con igual tesón que el de San Martín combatía en  el frente oriental contra los portugueses– el Libertador, luego de la epopeya de atravesar los Andes, fue a combatir  al mismísimo corazón del poder realista de la época: el Perú, sede del Virreinato que hasta hacía poco regía el territorio que iba desde Centroamérica hasta la actual Tierra del Fuego.

Ninguno de los dos próceres depuso su actitud, a pesar de las amenazas, los cortes presupuestarios y los emisarios que el puerto envió parta amedrentarlos. Por eso, a Artigas lo acusaron de rebelde y a San Martín de ladrón, por “robarse el Ejército”. A los centralistas comerciantes y terratenientes porteños sólo les interesaba acallar las molestas voces de un federalismo que nacía, protestando ya por la condición de nueva subordinación internacional a la que se lo quería someter. Jamás perdonaron a estos díscolos generales, aunque su actitud fue definitiva para terminar con el dominio español en América y para limitar las ambiciones lusitanas hasta los actuales límites territoriales.

Fue bajo estas circunstancias cuando San Martín decidió comunicarse con Artigas, mediante una carta escrita en Mendoza el 14 de marzo de 1819, misiva que jamás llegó a destino ya que fue interceptada por agentes porteños. En este documento, hoy recuperado, San Martín decía: “Noticias contestes que he recibido de Cádiz e Inglaterra, aseguran la pronta venida de una expedición de 16.000 hombres contra Buenos Aires: bien poco me importaría que fueran 20.000, con tal que estuviésemos unidos”. Y seguía más adelante: “Paisano mío, hagamos un esfuerzo, transemos todo y dediquémonos únicamente a la destrucción de los enemigos que quieran atacar nuestra libertad.”

Estas palabras, con las que –poco antes de cruzar los Andes– el general José de San Martín le proponía a José Gervasio de Artigas –caudillo de la Banda Oriental y de varias provincias argentinas– que aunaran esfuerzos en la lucha por la independencia, eran sumamente peligrosas para un poder centralista que, con sus actitudes, desataba ya una guerra fratricida que durante décadas tendría resultados catastróficos para la conformación nacional, pero que en ese momento amenazaba incluso la causa misma de la Independencia.

San Martín lo veía claro, y por eso agregaba: “No puedo ni debo analizar las causas de esta guerra entre hermanos (…) sean cuales fueran las causas, creo que debemos cortar toda diferencia y dedicarnos a la destrucción de nuestros crueles enemigos, los españoles, quedándonos tiempo para transar nuestras desavenencias como nos acomoden, sin que haya un tercero en discordia que pueda aprovecharse de estas críticas circunstancias”. Y, luego de triunfar en el país transandino, anunciaba que “una comisión mediadora del estado de Chile para transar las diferencias entre nosotros marcha a ésa mañana por la mañana; los sujetos que la componen son honrados y patriotas: sus intenciones no son otras que las del bien y felicidad de la patria”. Y concluía su carta con esta definición: “Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón”.

La mayor preocupación de San Martín era que la guerra civil llevara a la derrota la lucha iniciada en 1810. Por eso también le escribía a Estanislao López, caudillo de Santa Fe: "Paisano y muy señor mío: el que escribe a usted no tiene más interés que la felicidad de la Patria. Unámonos paisano mío, para batir a los maturrangos que nos amenazan; divididos seremos esclavos, unidos estoy seguro que los batiremos. Hagamos un esfuerzo de patriotismo, depongamos resentimientos particulares y concluyamos nuestra obra con honor. La sangre americana que se vierte es muy preciosa, y debería emplearse contra los enemigos que quieren subyugarnos. Unámonos, repito, paisano mío. El verdadero patriotismo en mi opinión consiste en hacer sacrificios; hagámoslo, y la Patria sin duda alguna será libre, de lo contrario seremos amarrados al carro de la esclavitud”.
 
“Mi sable jamás saldrá de la vaina por opiniones políticas”, agregaba San Martín. Al leer hoy las cartas y reflexiones de ambos generales, resulta sumamente claro que tanto San Martín como Artigas estaban convencidos de que la mejor manera de integrarse al mundo era la unidad de la América del Sur. Los intentos por unirse que realizaron fueron boicoteados  por un poder amenazado, cuya historia oficial ocultó que –mientras gobernaron entre 1815 y 1822 sobre siete provincias argentinas, Chile y Perú– estos “rebeldes” decidieron no pagar un solo peso de deuda externa, expropiaron riquezas para aplicarlas al bien común, establecieron un sistema de igualdad entre todos los habitantes de las regiones en las que actuaron, promovieron un Estado que generó fuentes de trabajo, educación y salud, y sostuvieron sus administraciones a través de asambleas populares.

Contar la versión oculta sobre los verdaderos protagonistas de la historia de nuestros países, sirve para recuperar para nuestra memoria nacional las gestas de quienes fueron hombres y mujeres como nosotros, ni heroicos semidioses perfectos, ni asépticas figuras inmutables y lejanas, sino patriotas como  los que acompañaron e hicieron de San Martín y Artigas los máximos referentes de los países del Cono Sur.

¿Qué hubiera pasado si San Martín y Artigas comenzaban a intercambiar opiniones, experiencias y proyectos? No es bueno utilizar el potencial en el análisis histórico. Lo que pasó, pasó. Pero sí sirve analizar un contexto, para referenciarnos desde el presente y aprender las lecciones que deja el pasado. No hay otra razón para explicar por qué los poderosos de siempre se afanan tanto en distorsionar el pasado. Que no prevalezcan es la tarea.

Cuando San Martín arribó a las Provincias Unidas del Río de La Plata en marzo de 1812, Artigas ya era el líder popular que condujo lo que se conoció como el éxodo oriental, la marcha de más de veinte mil personas que en octubre del año anterior, implicó una gesta de vaciamiento territorial contra el invasor similar a la que exitosamente utilizó Belgrano en el Noroeste de nuestro territorio. Ocho años después, hacia 1820, ambos eran ya considerados enemigos de Buenos Aires por sus posiciones políticas contrarias a un Directorio que se había apropiado del proyecto surgido en mayo de 1810 según un Plan de Operaciones pensado y escrito por Mariano Moreno, plan original que comenzaba a ser subvertido en función de repugnantes y encubiertos intereses sectoriales.

La injusticia cometida contra esos próceres explica su común destino. Artigas se refugió en el Paraguay después de guerrear durante una década contra españoles, portugueses y porteños, mientras San Martín, desde el 2 de abril de 1820, había dejado de ser general a sueldo de un Estado manejado por la burguesía de Buenos Aires, convirtiéndose en comandante del primer ejército popular en operaciones, el de Los Andes. Para llegar a ese punto, durante ese tramo de ocho años en el que compartieron el principal escenario de las confrontaciones sociales, políticas y económicas de Sudamérica, Artigas y San Martín mostraron similitudes ideológicas que terminaron por enfrentarlos a los nuevos dueños del país.

Según Milcíades Peña, “la independencia de las colonias inglesas del Norte produjo la unidad de aquellos estados en los Estados Unidos de Norteamérica. Eso fue posible porque ya existía la estructura de un mercado interno común con intereses capitalistas interesados en soldarlo mediante una sólida unión política. Sin embargo en las colonias españolas ocurrió lo contrario. Los intereses capitalistas más sólidos y poderosos no se orientaban hacia el mercado interno, sino hacia el mercado mundial. Y las clases con intereses en el mercado interno eran pequeños productores atrasados, destinados a desaparecer ante la competencia de las muy superiores industrias europeas“.

Hacia 1810, el modelo de país diseñado en torno a la exportación de los metálicos del Alto Perú por el puerto de Buenos Aires entró en crisis (la mina de plata de Potosí se inundó y dejó de funcionar) y surgió la ganadería en la zona del Litoral. En forma paralela, dos años antes de la llegada de San Martín a estas tierras, se fundaba la Cámara Comercial Británica. También en el año de la revolución se estableció el primer saladero en Ensenada. En el territorio de Buenos Aires vivían poco más de 35 mil habitantes, entre ellos 6.000 negros, y sólo el diez por ciento sabía leer y escribir.

Al surgir a fines de 1811 el primer Triunvirato integrado por Paso, Chiclana y Sarratea, con Bernardino Rivadavia como secretario, comenzó una etapa difícil para los hombres más comprometidos con la idea de crear una nueva nación con justicia social y libre de toda dominación extranjera. El 4 de marzo de aquel año, se produce el dudoso fallecimiento de Mariano Moreno; poco después, el 6 de junio, la Junta Grande dispuso el procesamiento de Manuel Belgrano por sus derrotas en Paraguay y Tacuarí; y en diciembre se detuvo y se inició juicio contra el orador de la revolución de mayo, enfermo de cáncer en la lengua, Juan José Castelli, por su comandancia al frente del primer Ejército Expedicionario del Alto Perú. Fue entonces cuando comenzó a invertirse el desarrollo económico y demográfico del país.

Hasta los primeros quince años del siglo XIX, más de la mitad de la población vivía en la zona del noroeste argentino. En el Nordeste todavía pervivía ese fenómeno socioeconómico que fuera la Tierra Sin Mal de los Jesuitas, mostrando una población e índices de desarrollo muy superiores en todos los órdenes a los que caracterizaban por entonces al Puerto. Cuando la naciente burguesía porteña –en connivencia con Gran Bretaña y la incipiente oligarquía ganadera del Litoral y de la provincia de Buenos Aires– reemplazó a la burocracia minera del Alto Perú, su decisión política fue trasladar la guerra por la independencia justamente a esos territorios más densamente habitados.

Mientras esas batallas se libraban, la estructura social de las Provincias Unidas del Río de La Plata mostraba sectores importadores, librecambistas a ultranza, que luchaban ya contra los que producían para el mercado interno, decididamente proteccionistas y exportadores. Los primeros no tenían una ideología definida, ya que viraban en sus posiciones políticas de acuerdo con las coyunturas comerciales. Las guerras intestinas se avecinaban, y es ante este proceso de descomposición, con España invadida por las tropas napoleónicas, cuando surgió el interés de Gran Bretaña por las ex colonias peninsulares.

Para Mariano Moreno, autor del programa político de la revolución de Mayo, era necesario “elevar cargos contra el virrey Cisneros y las autoridades españolas, por haber atentado contra el bienestar general al conceder franquicias de comercio libre con los ingleses, lo que ha ocasionado quebrantos y perjuicios“. Ese Plan de Operaciones de Moreno –en defensa del mercado interno, y por lo tanto opositor a las ideas de la corona inglesa– fue  el que intentaron llevar a cabo Artigas y San Martín.

El propio Moreno ya definía la Revolución como un proyecto sudamericano, al definirlo como “El sistema continental de nuestra gloriosa insurrección“. Para lo cual era necesario modificar la estructura social: “tres millones de habitantes que la América del Sur abriga en sus entrañas han sido manejados y subyugados sin más fuerza que la del rigor y capricho de unos pocos hombres“. Moreno sabe que los privilegios deben ser suprimidos si en verdad se quiere crear “una nueva y gloriosa nación“. Su decisión política es que el nuevo Estado sea herramienta de distribución de riquezas: “qué obstáculos deben impedir al gobierno, luego de consolidar el Estado sobre bases fijas y estables, para no adoptar unas providencias que, aún cuando parecen duras para una pequeña parte de individuos (…) aparecen después las ventajas públicas que resultan con la fomentación de las fábricas, artes, ingenios y demás establecimientos en favor del estado y de los individuos que las ocupan en sus trabajos“. Objetivamente, un Estado que vuelque su poder en favor de las mayorías y en contra de los intereses minoritarios.

Con un proyecto de desarrollo del mercado interno y de protección para su comercio y su industria, el futuro pensado por Moreno era “producir en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesita para la conservación de sus habitantes“.

Aquel revolucionario muerto y sumergido sin autopsia en las aguas del Atlántico preanunciaba los desaparecimientos del siglo XX. Pero no fue en vano: esas propuestas políticas y económicas del Plan de Operaciones –la historia que no se cuenta– serían puestas en marcha por Artigas y San Martín cada vez que les tocó asumir tareas de gobierno.

Enfrente, como bien señaló Rodolfo Walsh en un estudio sobre San Martín publicado por el Centro de Estudios Argentinos Arturo Jauretche en febrero de 1978, se ubicaban quienes pretendían dirigir los destinos de una Nación todavía difusa: “A los tres días de instalada, la Primera Junta levantó la prohibición al comercio con extranjeros; a los quince días redujo los impuestos a la exportación de cueros y sebo del 50 al 7,5 por ciento; a los 45 días autorizó la exportación de metálico; a los sesenta días suprimió el impuesto especial del 54 por ciento que gravaba a los artículos de algodón del comercio inglés”. Es en ese y no en otro contexto que tanto Artigas como San Martín, representantes de los pueblos del interior y del sueño de Mayo, comenzaron a producir hechos políticos, tomar decisiones económicas y establecer líneas totalmente diferentes a los mandatos porteños.

El primer triunvirato, constituido por Juan José Paso, Manuel de Sarratea y Chiclana, resolvió crear un impuesto que gravaba con un 20 % el consumo interno de carne, eliminando a la vez distintas tasas que regulaban la exportación. Tal decisión generó la primera aparición pública de San Martín y sus granaderos, ocupando la Plaza de la Victoria, hoy la de Mayo, para retirarse sólo cuando fueron designadas nuevas autoridades políticas. Después, el 3 de abril de 1815, el ejército que el director Carlos Alvear había enviado para reprimir a los artiguistas se sublevó contra la autoridad porteña. En Mendoza, más tarde, San Martín reunió a una Junta Militar que llamó tirano a Alvear y un cabildo abierto declaró rotos los vínculos con Buenos Aires. San Martín dejó de ser comisionado de la ciudad-puerto y fue designado gobernador “electo por el pueblo”.

En septiembre de 1816, ya al pie de la cordillera, San Martín tuvo la última evidencia de que no le quedaban aliados entre los gobernantes porteños, y por eso propone la alianza con los indios del sur mendocino, diciéndoles: “los he convocado para hacerles saber que los españoles van a pasar de Chile con su ejército para matar a todos los indios y robarles sus mujeres e hijos. En vista de ello y como yo también soy indio, voy a acabar con los godos que les han robado a ustedes las tierras de sus antepasados, y para ello pasaré Los Andes con mi ejército y con estos cañones. Debo pasar por Los Andes por el sur, pero necesito para ello licencia de ustedes que son los dueños del país”.

Como ya vimos, en 1819 San Martín volvió a desobedecer al gobierno de Buenos Aires, representante político de los comerciantes porteños aliados a Gran Bretaña y a los propietarios de saladeros del Litoral, que le ordenaban marchar contra el interior rebelado. Buenos Aires quería que reprimiese a las montoneras de López, Ramírez y Bustos.

Desde Chile, en 1820, San Martín comunicó la necesidad de elegir un nuevo jefe nacional, puesto que el gobierno de Buenos Aires había cesado. El 27 de agosto de 1821, ya en el gobierno del Perú, decretaría la abolición del tributo por vasallaje que debían pagar los indios a los españoles, la eliminación de la mita, la encomienda y el yanaconazgo, y los declararía “peruanos”.

Para el equipo de investigación de Walsh, estas actitudes se sintetizan en definirlo como “revolucionario en 1812 y 1815 contra gobiernos impuestos por Buenos Aires contra la voluntad de los pueblos; gobernador elegido por el pueblo cuyano; general en jefe reconocido por sus oficiales bajo un mandato originado en la salud del pueblo, pero sumiso al legítimo Congreso peruano; nunca creyó que la obediencia militar fuera un valor más alto que la soberanía popular. Este es el verdadero San Martín que desde hace un siglo es ocultado al pueblo soberano y a los militares que deben servirlo”.

Pero 1820 fue quizás el año límite para el sueño de inventar “una nueva y gloriosa nación”. En los primeros días de ese año, en la quebrada de Belarmino, murieron los mejores oficiales indios de las misiones que seguían a Artigas, el general de los humildes. De los veinte mil orientales que realizaron el éxodo en octubre de 1812, solamente quedaban 400 sobrevivientes. “‘Formen la tropa y disuélvanla en mi nombre, que cada uno vaya donde quiera. Yo no pienso pelear más contra los portugueses. Toda resistencia ahora me parece un sacrificio inútil’, dice Don José Gervasio. Nadie se movió entre los últimos cuatrocientos hombres. Poco después lo detuvieron, lo engrillaron y estuvo seis meses preso en Paraguay. A los ochenta años, lo trasladaron a un rancho en el Ibiray, cerca de Asunción. “Es lo que queda de tantos trabajos: hoy vivo de limosnas”, diría Artigas. Murió el 23 de septiembre de 1850, pero seguiría muriendo muchas veces más, a causa de la falsificación histórica de sus ideales y por el permanente ocultamiento de sus prácticas políticas y económicas.

En 1820 San Martín, “jefe del primer ejército popular latinoamericano en armas”, como diría el historiador Norberto Galasso, dejaba de ser un general del Estado argentino. Sus ideas políticas y económicas lo tornaron “prescindible”. Su posterior retiro involuntario fue por disposición de un gobierno que llevó adelante la más profunda de las reformas del naciente Estado argentino: la traidora reconversión de las ideas de Mayo de 1810, para cumplir con el papel que le exigía el “primer mundo” de esa época.

Nada mejor para pintar ese cuadro, que la carta que en septiembre de 1824 Rivadavia dirigiera a Manuel García, refiriéndose al Libertador: “Es de mi deber decir a usted, para su gobierno, que es un gran bien para este país que dicho general esté lejos de él”.

Otra nota del autor.

* Ex director de la revista Jotapé (1983-1990), autor del libro "Al Gran Queso Argentino Salud", sobre soberanía alimentaria, actualmente viviendo en Misiones.