Fines y finales
Las interpretaciones bienales sobre las urnas imitan a las que disparan los diarios del lunes tras los clásicos futboleros: cada resultado se establece como el final irrevocable del historial, el puerto al que arriba una verdad destinada a atravesar los tiempos, más allá del lapso de vida de las generaciones que lo experimentan. Cuando se disipa la exaltación, se comprueba la tontería. A esta altura, hay demasiadas pruebas: ninguna camiseta es más grande, y no existirá gobierno que pueda dormirse en los laureles del punto de llegada.
El fenómeno es más antiguo que la enunciación misma del Fin de la Historia y sus reutilizaciones, pero antes conservaba al menos la lógica esperable en los proyectos que desde un positivismo residual se proponían un horizonte perdurable, hijo de un hecho determinado. Independientemente de la valoración que merezcan, fue lo que el siglo pasado supusieron tanto las revoluciones socialistas como la misma caída del Muro, en torno a la que se publicitó el concepto. La desaparición del cortinado celebró el desinfle de las expectativas comunistas con la entronización de un orden capitalista único. Casi cuatro décadas después se asiste a su propia agonía, con el previsible saldo de mayor desigualdad.
La crisis actual de paradigmas encierra todo futuro en la naturalización del cada día más precario estado de cosas, sin nuevos horizontes ni comprensión fiel de la reversibilidad de cualquier forma de organización social. Parece ser un correlato de las incumplidas promesas de progreso y bienestar del capitalismo hegemónico: las disputas actuales son de dominio, no pintan de prometedor ningún futuro. En la Argentina, Javier Milei se anima a postularse como abanderado disruptivo global, demiurgo de una sociedad nueva. Que lo haga desde un país periférico, y con tan endebles bases políticas y económicas, lo vuelve tan cómico como riesgoso. Lo segundo, para el electorado que se entregó dos veces a la excentricidad de elegirlo. Es, sin embargo, sintomático y novedoso: su propuesta se impone ante la timidez, confusión o ausencia de otras.
La discusión de fondo es más que secular, y excede la capacidad de estas líneas. Pero puede servir como buen disparador para situar los mojones iniciales de debates necesarios, frente a las brumas de derrotismos y triunfalismos que no adelgazan, ni advierten que son cada vez más fugaces. La única ventaja de una época dislocada es que promueve la revisión desde las raíces mismas.
El momento actual encuentra al campo popular frente a exploraciones desordenadas, hijas de las derrotas en fila. Todo lo que se daba por seguro en los meses siguientes al victorioso 2011 -e incluso hasta 2015, con la promoción explícita de lo “irreversible”- aparece ahora en cuestión, y conmueve incluso las premisas fundacionales. No pocas veces, con sobreactuaciones que se suben a los trenes en boga, buscan culpables fáciles y proponen fórmulas mágicas, sin contacto con la realidad material.
El intento de volver a las fuentes doctrinarias o teóricas es saludable, dada la confusión reinante, aunque la riqueza de ese corpus corre riesgo de esterilidad si se lo supone como una aplicación automática y únicamente adornada por personificaciones exageradas. A poco de andar, todo eslogan acaba revelando si tiene o no anclaje en la realidad material. Mientras tanto, los volúmenes de grandes pensadores y hacedores aguardan en los anaqueles que alguien les quite el polvo y anote en sus márgenes.
La trampa del relato liberal, con ejecutores cada día menos elegantes, es perfecta: diluye toda acumulación histórica en los colores novedosos de lo presente, que clausuran la revisión del pasado, asociado a imágenes en un blanco y negro asociado a lo perimido. Una mirada de superioridad se descarga sobre el pasado, lo tiñe de vergonzante o pueril, y en espejo obtura toda imaginación sobre el futuro. Ese tiempo de verbo aparece despojado de cualquier posibilidad módica de utopía. Las propuestas populares, e incluso las de la izquierda más radical, parecen resignarse a ello. Acaso porque el mayor éxito del discurso liberal radica en su faceta modernosa: un cinismo volcado por igual sobre el pasado y el futuro, con la amenaza latente de ser catalogado como viejo nostálgico (“meado”, diría el Presidente) o soñador adolescente.
Ejemplos nítidos los aporta el tratamiento de bastiones culturales. Como el fútbol añejo, que se subestima. O el cine nacional, que se desconoce y pierde, en una destrucción sin culpa. De ese modo, la acumulación es imposible. La producción cultural está obligada a comenzar siempre de cero, limitando el arraigo de identidades, base imprescindible de construcción y reconstrucción.
El terreno netamente político económico ofrece postales parecidas. Incluso con mayor intensidad y gran éxito: por tercera vez en medio siglo asistimos a un programa de despojo que exige que soportemos sus rigores, porque -promete- ahora sí va a funcionar.
Una reincidencia contraintuitiva que, curiosamente, nadie tilda de fe pueril. Un mínimo de acumulación histórica le hubiera vedado toda posibilidad.