Sobre el vanguardismo en política
Por Gastón Fabián
En el micromundo de la política, la palabra vanguardia es una palabra que incomoda, que resulta anacrónica y que suele estar asociada a malas experiencias, como derrotas catastróficas y decisiones inoportunas e irresponsables. No insistiremos aquí con volver a poner en circulación una moneda desgastada y que parece haber perdido todo su valor, pero sí invitamos a reflexionar sobre, si detrás de las (auto) críticas, no se esconde una verdad crucial de la política que no termina de ser admitida o decodificada.
Vamos a partir de la base de que en política la pura espontaneidad no existe, porque no funciona, y que en todos los procesos históricos donde existió una importante movilización popular también hubo una pequeña vanguardia dirigiendo, marcando el camino, dando el ejemplo o, quizás, aventurándose demasiado rápido al desastre. Póngasele o no ese nombre, la evidencia empírica lo demuestra. Procedemos entonces por inducción. Hasta en la experiencia más democrática del mundo, donde todos participan y se involucran, donde se organizan rituales que dan la sensación de que todos son relevantes a la hora de tomar decisiones y de regir el destino de la comunidad, hay algunos pocos que llevan las riendas de esa situación.
Una vez aceptado esto, cuando abandonamos ese romanticismo glorificador del pueblo como un Sujeto transparente y autosuficiente, se planteará con seguridad una cuestión: “Bueno, sí, hay una minoría que evidentemente ocupa ciertos lugares de conducción, pero el problema ocurre cuando un sector minúsculo de la sociedad se autoproclama vanguardia de una mayoría porque se considera más iluminada que el resto, sin contar con el reconocimiento de la gente”. Se trataría de una actitud soberbia, que produce rechazo o indiferencia y que, en última instancia, va directo rumbo al precipicio. O que puede, también, decantar en alguna forma de autoritarismo, en un despotismo ilustrado o en la dictadura del Partido de la Clase sobre la Clase. Alternativas varias de las que la historia nos ha dejado registro. El asunto parece resuelto: se trata de denunciar y desenmascarar a los impostores o a los confundidos. Sin embargo, vamos a darle unas vueltas más, porque la cosa es más intrincada de lo que aparenta a primera vista.
Lo que sostenemos es que todo el problema está mal planteado, o sea, que viene mal de fábrica. Intentemos dilucidarlo con un ejemplo. Es probable que nuestros antivanguardistas de corazón, si son argentinos, señalen como exponentes de “lo que no hay que hacer” a ciertos partidos de izquierda, que hablan en nombre de un proletariado imaginario, o inclusive a las organizaciones armadas de la década del 70 que querían hacer la revolución cuando la mayoría de la sociedad no estaba dispuesta a dar ese paso. En su antinomia, podrían distinguir a Perón como el paradigma de lo que es una vanguardia legítima y auténtica, que se ha ganado el reconocimiento de los trabajadores. Se dirá que Perón recién se puso oficialmente el traje de conductor luego de que la clase obrera marchara a su rescate el 17 de octubre de 1945 y lo coronara ella misma como tal. Ahora bien, evaluemos el asunto con mayor rigurosidad. ¿No había ya Perón ostentado esa posición desde antes? ¿No actuaba para que, en el nuevo país con el que soñaba, él pudiera sujetar el cetro? ¿No hay en el mero hecho de pensar que “tengo que ser yo quien conduzca los rumbos de la Patria” una actitud vanguardista esclarecida de la que nos espanta? ¿Qué hubiera sido de Perón sin el 17 de octubre? Porque está claro que, si Perón venía trabajando para hacerse del apoyo de los obreros, no entraba dentro de sus cálculos ni de sus esquemas lo que realmente ocurrió. Por eso el 17 de octubre puede ser conceptualizado como un Acontecimiento, un evento que, sin haber dado signos de que advendría, irrumpió de modo imprevisible y decisivo, sentando las bases, en términos de Badiou, de una futura política de emancipación y de una verdad devenida Sujeto fiel (leal). La prueba de que Perón no se lo esperaba está en la carta que le envía a Evita unos días antes, mientras se encontraba en prisión. Aun si se trataba de una jugada, con intenciones ocultas, es imposible deducir de tal “estratagema” algo tan sorprendente y azaroso como el 17 de octubre, que marcaría un antes y un después en la historia argentina.
¿Qué conclusiones debemos sacar de esa moraleja? Unas cuantas. Veamos:
1- Si a Perón lo hubieran corrido de la escena, nadie se acordaría de él. Es un ícono de la política argentina y fundador de un movimiento conocido en el mundo entero porque, además de haber sido virtuoso, tuvo a la fortuna de su lado. También aquí la historia la escriben los que ganan y lo que es bueno o malo en un momento dado se construye retroactivamente, es decir, se le da sentido una vez que pasó el fragor de la batalla. El mismo Perón sintetiza muy bien esto en un célebre aforismo de Conducción Política: “La conducción es un arte de ejecución simple: acierta el que gana y desacierta el que pierde. Y no hay otra cosa que hacer. La suprema elocuencia de la conducción está en que si es buena, resulta y si es mala, no resulta. Y es mala porque no resulta y es buena porque resulta. Juzgamos todo empíricamente por sus resultados. Todas las demás consideraciones son inútiles”. Julio César lo atestigua también con una famosa frase, que probablemente sirvió a Hegel de incentivo para desarrollar su concepto de Individuo Histórico: “Sólo es arrogancia si fallo”. Los grandes hombres intuyen el espíritu de su época, lo esencial que está en juego, pero no pueden prever las consecuencias de sus actos: se sabe de su grandeza justamente porque triunfaron (el Búho de Minerva levanta vuelo en el crepúsculo), o porque, aun cuando fueron derrotados (Julio César fue asesinado), lograron demostrar fácticamente la verdad de su tiempo y de su mundo, y hasta sus enemigos se vieron obligados a hablar su lenguaje (tal como señala Zizek: he ahí la negación de la negación hegeliana). En función de los resultados, se lo tildará a uno como diletante, oportunista, apresurado, infantil, genio o lo que sea. La política no es kantiana, es hegeliana; la Verdad no se expresa en las intenciones, sino en la Acción. Y la tragedia humana está en que el significado de la Acción es puesto a posteriori (parafraseando a Hegel: se es héroe para la historia, no para el ayuda de cámara que lo ve a uno todos los días). Ella ya no nos pertenece.
2- Toda vanguardia es autoproclamada. Quien muestra anhelos de dirigir, organizar, articular, está forzando una situación, actúa como si fuera vanguardia sin que nadie le concediera ese título. Hay algo bastante naif e hipócrita en esto de que, para tomar una decisión osada, hace falta contar con un consenso total, para tener garantías de que estamos haciendo lo correcto. Esa es la doctrina del quietismo. Un ejemplo tan cotidiano como el del amor y, en especial, el de las prácticas de seducción, puede invalidarla con facilidad. Cuando uno quiere besar a otra persona, no le pregunta si está de acuerdo, ni le propone firmar un contrato para proceder de esa forma, porque no funcionaría; simplemente elige un momento para besarla (o calla para siempre). Incluso cuando creemos que ya hemos generado una sintonía y una reciprocidad, y que cuando la besemos la otra persona no nos correrá la cara ni nos pegará una cachetada, en el instante de la decisión estamos dando un salto al vacío: no podemos estar seguros de que eso efectivamente no sucederá. Siempre hay un riesgo en la Acción (y concebimos aquí como Acción también el inmovilismo, el no hacer nada). Pero además, cuando besamos instintivamente, estamos cometiendo también un acto de violencia. Que eso era lo que tenía que ocurrir y no un simple atrevimiento o una muestra de impaciencia quedará definido de adelante hacia atrás. Pues bien, en política pasa de manera similar. Se pueden hacer cálculos lo más objetivos posibles sobre la correlación de fuerzas, la conveniencia de obrar y tomar el Palacio de Invierno el 7 de Noviembre y no el 6 o el 8, esperar a que maduren las condiciones, pero a la hora de la verdad siempre será el momento inadecuado y tendremos las mismas garantías de salir airosos que en un juego de dados. Que esa era la oportunidad y se aprovechó, que Lenin era un genio político o que la lucha guerrilera en Cuba era la táctica acertada para vencer al régimen de Batista, repetimos, es algo que se construye secuencialmente de manera retroactiva. En el momento de la decisión (que es auténtica cuando es “vanguardista” y no puesta en consideración en un referéndum) solo nos queda, como César al cruzar el Rubicón, pronunciar: “la suerte está echada”.
3-De esta reflexión sobre el vanguardismo se desprende la sutil diferencia que Zizek marca entre el Dirigente (stalinista o fascista) y el Amo (no el Amo antiguo narcisista y prohibitivo, sino un auténtico Amo). El Dirigente se presenta como un humilde servidor del Pueblo (revela el secreto del viejo Amo o del Monarca, o sea, que este no es un Amo o un Rey en sí, sino que ocupa una posición subjetiva que necesita de esa legitimidad primaria para no desmoronarse... Es decir: el Amo lo era todo, mientras que el Dirigente no es nada) y finge saber lo que el Pueblo quiere, por lo que actúa en su nombre (el Pueblo y sus derivados, como la Clase, la Nación, etc., es referido aquí al modo de un cuerpo orgánico/místico que señala la totalidad social de una manera autoritaria, convirtiendo a lo que está por fuera en un enemigo a eliminar). El Amo, en cambio, es un “egoísta” que se deja llevar por sus pasiones humanas. Tiene una Idea del mundo que entra en fricción con la realidad, pero se inclina siempre a realizar la primera, arguyendo que “si a la realidad no le gusta, pues peor para la realidad”. Por eso, es decisión del pueblo elegir si lo seguirán o no en esa gesta por construir un nuevo orden positivo. Se trata, ni más ni menos, que del Individuo Histórico hegeliano. Dice el filósofo alemán en su Fenomenología del Espíritu: “cuando obra egoístamente, simplemente no sabe lo que hace”. Es decir, es un obrar universal que dirige a todos un axioma. Lo que la Acción tiene en sí, la Idea, es traducido a condiciones empíricas y crea de esa forma algo distinto: el no ser se presenta en la luz del ser (“de la noche de la posibilidad al día de la presencia”, escribe Hegel). Pero el obrar es contingente y singular, perecedero, por lo que está llamado a desaparecer; sólo cuando toca la esencia el obrar anulado toma el aspecto de una positividad. El obrar criminal, que atenta contra la realidad y la niega, lleva la culpa encima; su necesidad adquiere sentido al paso del tiempo y su victoria se manifiesta en el cambio general del punto de vista. Lo que antes se enjuiciaba de manera burda, pasional o apresurada, ahora, con el balance hecho, se mira con otros ojos. En palabras de Hegel (extraemos aquí la cita de sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal):
“Lo que son, ha sido su obra. Esta su pasión ha constituido el ámbito de su naturaleza, todo su carácter. Alcanzado el fin, semejan cáscaras vacías, que caen al suelo. Quizá les ha resultado amargo el llevar a cabo su fin; y en el momento en que lo han conseguido, o han muerto jóvenes, como Alejandro, o han sido asesinados, como César, o deportados, como Napoleón. Cabe preguntar: ¿Qué han logrado para sí? Lo que han logrado es su concepto, su fin, eso mismo que han realizado. Ni ganancia alguna, ni tranquilo goce. Los que estén necesitados de consuelo pueden sacar de la historia este consuelo horrible: que los hombres históricos no han sido lo que se llama felices; de felicidad solo es susceptible la vida privada, que puede encontrarse en muy distintas circunstancias externas”.
El Amo, obstinado, tenaz, dispuesto a sacrificarse en pos de la realización de su Idea, a sabiendas de que no podrá cosechar los frutos que sembró, es decir, de ver en vida las consecuencias de su Acción creadora, esta singularidad extraordinaria (Weber decía que los genios políticos vienen al mundo cada un siglo) simboliza típicamente la figura subjetiva del militante. Su ejemplo es imitado, su legado recogido, sus banderas levantadas. Pero también el militante que no ha alcanzado (y con muchas probabilidades, jamás lo hará) el estatus del Amo (si no gusta la palabra, llámeselo Líder, Jefe/a, como deseen), aun cuando crea estar acompañando las luchas, en el momento en que saque el bastón de mariscal de su mochila (y un auténtico militante siempre lo tiene bajo el brazo), estará comportándose como una vanguardia. Hasta en las revoluciones más multitudinarias de la historia, quienes hicieron eco de la politización general en instancias colectivas, de discusión y toma de decisiones, no fueron más que una ínfima minoría de la población. Porque la militancia es una forma de vida a la que se llega por un salto de rebeldía (Kierkegaard diría: mediante un acto de locura), mientras que la mayoría de la sociedad, aun cuando se entusiasme con ciertos momentos de efervescencia o de espasmo contagioso, no estará dispuesta a agotar sus energías en movilizaciones recurrentes ni a vivir en asamblea permanente. El fervor y la exaltación pasan, y los que quedan son quienes atravesaron la conversión religiosa. De ahí que Zizek afirme, en una provocadora conferencia, que necesitamos una maquinaria invisible que lleve la rutina de nuestras vidas. Pero el militante que se entrega apasionadamente a la Causa, que se forma como un cuadro y como un conductor, no puede dejar de ser un vanguardista. Algunos le llamarán soberbia, otros vocación, otros política.