Un fantasma recorre Sudamérica: la nueva (des)integración regional
Por Lucía Ferreri Ochoa
Un fantasma recorre Latinoamérica. Un fantasma que viene creciendo desde hace algunos años en los foros regionales, internacionales, y en encuentros bilaterales fuera del ojo mediático. Se trata del fantasma del Pacífico.
Ahora bien, ¿de qué se trata esta afirmación repetida por dirigentes y analistas de toda la región? ¿A qué se refieren cuando sostienen que hay que mirar al Pacífico? ¿Qué hay debajo de la sábana del fantasma? Ni más ni menos que el ya conocido neoliberalismo.
Durante el período de auge de los gobiernos populares en el continente, era clara la contraposición de dos modelos de integración. Por un lado, desde lo político, a través de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y el Mercado Común del Sur (Mercosur) y por el otro desde lo económico, mediante la Alianza del Pacífico. Este último modelo era impulsado fundamentalmente por Chile, Perú y Colombia, y contaba con la resistencia del “ala progresista” encabezada por Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela.
Sin embargo, la avanzada de administraciones de derecha en Argentina y Brasil, el giro de la política exterior de Uruguay y el asedio al Ejecutivo venezolano por parte de la oposición en la Asamblea Nacional, reconfiguraron el escenario geopolítico latinoamericano.
La punta de lanza de esta cruzada neoliberal es clara: la Alianza del Pacífico. Este bloque, surgido en 2012, fue creado como un espacio de integración desde el libremercado y como plataforma de lanzamiento hacia el mercado asiático. Está integrada por Perú, Colombia, Chile y Colombia y representa la principal herramienta de Estados Unidos para hacer base en la economía de la región.
No obstante, la AP no es la única carta de Washington. Hasta este momento, la principal apuesta de la derecha era el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), la principal apuesta del Tío Sam para la región desde la derrota del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en 2005. Un ALCA 2.0.
El TPP involucra a 12 países del área del Pacífico, incluyendo a Chile, Perú y México y busca compensar el poderío de China y Rusia a nivel mundial. Su paradigma se centra en anteponer el poder de los monopolios trasnacionales por sobre la soberanía de los países firmantes. En ese sentido, habilita a las empresas a reclamar indemnizaciones por pérdidas a aquellos países que apliquen medidas proteccionistas. ¿Qué significa esto? Despoja a los Estados de su potestad de desarrollar política económica.
Sin embargo, un acontecimiento reciente cambió radicalmente el panorama del continente. En una de sus primeras resoluciones tras su asunción, el flamante presidente estadounidense, Donald Trump anunció el retiro de su país del TPP. Hasta el momento, la política económica del mandatario se perfila como proteccionista y centrada en la recuperación de la industria nacional, lo que plantea una incógnita respecto a su rol en el plano regional. En ese marco, es posible conjeturar que los jefes de Estado de los países más cercanos a Washington comenzarán a tener un papel más destacado, mientras que la Alianza del Pacífico adquirirá un lugar central.
Cabe señalar que los principales contrapesos de este eje eran la Unasur y el Mercosur. El primero atraviesa un período de retroceso debido al debilitamiento de los gobiernos populares de la región. En ese marco, pocas horas después de su regreso de la Cumbre de las Américas, los cancilleres de Brasil, Chile, Argentina, Paraguay, Colombia y Perú anunciaron el abandono del organismo por parte de sus países. La maniobra fue encubierta bajo la falta de acuerdo para designar al nuevo secretario general del bloque.
El carácter poco burocrático de este organismo le permitía tener una rápida reacción en casos de crisis como el intento de golpe de Estado contra Rafael Correa en 2006, o la disputa entre Colombia y Venezuela en 2010. Sin embargo, esta dependencia de la voluntad política de los gobiernos de turno, llevó al organismo a su estado de debilidad actual frente al regreso de gobiernos neoliberales.
Mientras tanto, el Mercosur vive un “punto de inflexión”. Nacido como una entidad de integración de corte netamente político, durante la última década el bloque había adquirido una fuerte impronta política y social. Esta situación se revirtió con el cambio de signo de los gobiernos de gran parte de sus miembros. En ese contexto, los presidentes de Argentina y Brasil, Mauricio Macri y Michel Temer, son los principales impulsores de la idea de fortalecer el perfil comercial del organismo. Es importante señalar que las economías de ambos países se encuentran estancadas y el panorama no es positivo ya que la llegada de Trump al gobierno de Estados Unidos dio por tierra con las esperanzas de recibir inversiones considerables en el corto plazo.
Por otra parte, durante los últimos meses viene creciendo hacia el interior del organismo el reclamo por la firma de Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos y fundamentalmente con la Unión Europea (UE). Éste pretende liberar, en un período de entre dos y diez años, el 90 por ciento del comercio interbloque a través de la disminución de las barreras arancelarias. Sus principales promotores son Uruguay y Brasil, mientras que Argentina era el más crítico. Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el equipo económico y distintas cámaras empresarias estimaban que el TLC generaría un impulso pobre en términos de crecimiento, y tendría serias consecuencias distributivas y en la sustentabilidad de las cuentas externas de Argentina y la región. Sin embargo, con la asunción de Mauricio Macri y el nuevo acercamiento con Estados Unidos, el Tratado habría encontrado un nuevo aliado en el país del sur.
Si bien se prevé que el TLC genere un crecimiento en las exportaciones, éstas se concentrarían en productos agropecuarios y la industria alimentaria, mientras que las importaciones de bienes de capital reflejarían un fuerte incremento.
En términos generales, el panorama de la región es incierto, y su futuro, una gran incógnita. Con un notorio cambio en la correlación de fuerzas, las intenciones de la derecha son claras: deslegitimar a los gobiernos populares y deteriorar su imagen mediante denuncias de corrupción, y debilitar en ese marco la fuerza del campo popular. En este ecosistema perfecto para el resurgimiento del neoliberalismo, sólo la reorganización de las fuerzas progresistas –a través de la debilitada Unasur, alternativas como el Encuentro Latinoamericano Progresista (ELAP), o alguna nueva propuesta, frenará esta nueva avanzada del fantasma.