Caseros: ¿victoria liberal o derrota nacional?
“El 3 de febrero, exactamente en Caseros, hubo una batalla. Esto es un hecho. Para nosotros, peronistas, significa la derrota del orden popular rosista y del proyecto político autónomo”.
La afirmación de José Pablo Feinman hace más de medio siglo en el n° 8 de la mítica revista Envido (marzo 1973) pone en tensión litros y litros de tinta que se han vertido en favor de quienes consideraron ese acontecimiento como puntapié de nuestra república liberal abierta al mundo, en perspectiva de ser “el granero del mundo” y “el “polo latino” del patriciado, época que añoran los seguidores del actual oficialismo derechista.
Efectivamente, dirá Feinman: “Otros, amantes del liberalismo y los suburbios académicos, encuentran allí el punto de partida de la definitiva organización de la República: una victoria”.
Fue lo que José María Rosa, en “La caída de Rosas” (1958), explicitó que con dicha derrota del campo nacional se materializó “la aurora de la libertad y la civilización” de los vencedores.
Y llegó el 3 de febrero de 1852 en Morón, o Monte de Caseros, - nombre que terminó primando para nominar la batalla - donde, señalado por Hernán Brienza en su libro sobre el “Tata” Urquiza del 2017, se dio el primer ensayo de la Triple Alianza contra Rosas, la que años después depredó el Paraguay.
Derrota y exilio de Rosas mediante, marcó para muchos el fin de la tiranía, esperanzados en tener mayor autonomía de las provincias, sin depender tanto de Buenos Aires, aunque para el Imperio esclavista del Brasil significó la venganza de Ituzaingó y no preocuparse más de la Argentina como competidor en la región.
Urquiza, con su lema “no hay vencedores ni vencidos” intentó conjugar su federalismo originario con el ideal unitario “civilizatorio”. Rosas en su exilio inglés y la Constituyente en marcha, separación de Buenos Aires mediante, marcaron el derrotero del entrerriano como presidente de la Confederación y hacedor de la Constitución Nacional, a costa de ceder las Misiones Orientales al Imperio del Brasil, arrear las banderas federales luego de Pavón y realizar pingües negocios en la guerra contra el Paraguay.
El otrora caudillo federal consintió, o se resignó, a la hegemonía porteña en manos de los unitarios liberales, y a la influencia de Gran Bretaña que nos regiría con insolencia.
Calles, ciudades y parques – amén de algún mensaje presidencial - mantienen hoy el mito de la “derrota de la tiranía”, sin comprender que Caseros sirvió, en definitiva, para justificar el silenciamiento, a sangre y fuego, de las últimas voces contrarias a la supremacía unitaria de Buenos Aires.