El hermano, por María Iribarren
Durante los últimos noventa días, cada una de las alumnas, cada uno de los alumnos estuvo presente en mis pensamientos. Cada nombre se especificó en un rostro. Cada rostro en un cuerpo. Demasiado rápido, ese sosiego (el de saberlos nombre, rostro y cuerpo) cedió al escalofrío. Entonces, temí por ellxs. Por sus nombres, sus rostros y sus cuerpos. ¿Y si no les dieran el tiempo suficiente para ensayar una vida en democracia plena e intensa? ¿Y si no les dieran la democracia suficiente para poner a prueba la tolerancia y la prudencia que, irremediablemente, son el fruto de una experiencia vivida en “carne propia”, durante años? ¿Y si no les dieran la experiencia necesaria para imaginar que otro mundo es posible y salir a conquistarlo con las imágenes, con los juegos, con las ideas, con los textos?
Durante los últimos noventa días, cada una de mis compañeras del bachillerato, también estuvo presente en mis pensamientos. Sus rostros, sus cuerpos, sus nombres. Rocío, Elisa, Cristina, Alicia, Susana, Elena (¿o era Helena?), Cecilia… más que nada, Bettina (que estaba en 4°) la que hicieron desaparecer, para asesinarla antes o después que a sus padres. Recuperé el ruido de nuestras risas desafiantes al acariciar la foto que nos sacaron junto a la profesora de Literatura. Nos habíamos puesto ponchos para diferenciarnos del resto de las compañeras: “nosotras” éramos el grupo militante. Las que el 25 de mayo celebramos la liberación de los presos políticos de Onganía y Lanusse. Las que levantamos los cursos para conmemorar a los fusilados de Trelew, el 22 de agosto. Las que el 11 de septiembre convocamos a todo el Normal 1, a marchar contra el golpe a Salvador Allende en Chile. Y marchamos durante horas, durante días. Discrepábamos en cuál era la vía más adecuada para llegar a la Revolución. Leíamos a Franz Fanon y a Jacques Prévert. Admirábamos a Pier Paolo Pasolini. Los Beatles empezaron a empalagarnos. En cambio, Almendra nos devolvió el misterio cantado en español, mientras Frank Zappa destemplaba nuestro carácter.
A finales de 1975, no volví a ver a ninguna de ellas. Hice esfuerzos para olvidar sus apellidos. Tiré agendas telefónicas. Mi madre y una tía arrojaron al incinerador libros, periódicos y revistas, volantes, cuadernos. Cualquier cosa que, interpretaban, podía ponerme en riesgo. Ellas pensaron que iban a ir a buscarme. Y que, cuando eso sucediera, quedaría a resguardo si desaparecían cualquier evidencia de mi militancia. Apenas logré conservar un par de libros sin las tapas. Y las fotos de los ponchos: una imagen congelada de esa amistad carnal y callejera que compartimos entre detonaciones hormonales y tareas partidarias.
Durante los últimos noventa días, cada uno de los compañerxs con lxs que compartí la redacción de Clarín estuvo presente en mis pensamientos. Sus nombres, sus rostros, sus cuerpos. Las notas escritas a cuatro manos. Las noticias que hacíamos correr en la “redacción grande”. Las asambleas en la calle con la guardia de infantería apostada en la vereda de enfrente. Las fábulas conspirativas. La fantasía de que se iban a abrir las puertas del cielo a la sola mención del “doble apellido”. Lxs que abrazaban la pertenencia. Lxs que abrazamos el oficio y nos fuimos de allí. Lxs que ya entonces sólo sabían de prepotencia intelectual. Los oportunistas que ahora son ricos. A lxs que todavía participan de esa redacción, escriben en las páginas de Clarín, firman notas y entrevistas debajo de su foto, lxs recordé con abyección. Renunciaron a hacer lo único que tenían que hacer. Por eso los desprecio y a la inmundicia que escriben, agazapados a la sombra del poder patronal del más nefasto grupo concentrado argentino. Clarín no sería Clarín sin sus cuerpos y sus nombres.
Durante los últimos noventa días, un hombre estuvo presente en mis pensamientos. Su nombre, su rostro, su cuerpo. He leído los comunicados que firmó por su familia. He oído cada una de las declaraciones a la prensa. He participado de los actos públicos a los que nos convocó. He reproducido su palabra y su imagen en los medios sociales, en informes redactados para la universidad, en comunicaciones personales con amigas y amigos. He notado la metamorfosis de ese rostro ya familiar conforme se sucedieron la violencia, el encubrimiento, la infamia, el abandono, la solidaridad. Ese hombre que es el doble de sí mismo. El doble del otro (el invisible) y del otro (el indignado). Mi doble visible y compasivo. Durante los últimos noventa días la perplejidad ante lo infausto, fue cediendo lugar al aprendizaje de la templanza. Sergio Maldonado tiene el rostro y el cuerpo a la temperatura necesaria y suficiente para repugnar al Estado repugnante. La palabra justa (sí, la palabra justa) que pronuncia al cabo de cada jornada, saliendo al cruce, ensayando escudos nuevos, evaluando en voz alta las consecuencias, dejando por escrito el testimonio, la fragilidad, el ímpetu. Expulsado de la Historia, reconvertido de la noche de julio a la mañana de agosto, Sergio Maldonado vino a encarnar el recambio generacional de la resistencia a la violencia demencial de todos los Estados. Por si las Madres faltasen. Por si las Abuelas faltasen. Por si los Hijos faltasen. Crece para amparar y reparar el Hermano metafórico y carnal, que nos interpela en la mitad del cuerpo a cada unx de lxs que marchamos y pedimos y lloramos por Santiago Maldonado. No es un aparecido. No es un santo. No es un predicador. Es un Hombre que viene de la Historia argentina. Un argentino común consternado (curtido) por las muertes previas a la única muerte que temía y fue.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs).