Meritocracia: sin “otro” y sin derechos, un lujo para pocos
’Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina...’ así se presenta al mundo, en pocas líneas, el resultado de acuerdos y consensos alcanzados tras arduos desencuentros, luchas armadas, visiones distintas y antagónicas que tuvieron disímil impacto en la historia.
Esos acuerdos constituyen los más elevados principios filosóficos, políticos y jurídicos que rigen nuestra vida como Nación.
La Ley Suprema, fundada en la libertad, nos da la estructura de una República identificada con el estado de derecho”
Comentario al Preámbulo. Constitución Argentina. Publicación del Bicentenario
En tiempos de cinismo posmoderno, en el que las conclusiones a las que se arribaron tras esforzadas discusiones históricas son ignoradas por completo (me refiero a esas que, como dice el comentario al preámbulo, para establecer algún acuerdo común que funcione como marco de referencia, se pagaron con sangre); en tiempos en los que las apreciaciones sobre qué y cómo son las cosas parece surgir de la nada y no tener contexto de origen localizable, signados por la negación rotunda de los pensamientos que nos antecedieron y que conforman, a la vez, nuestro propio pensamiento (qué fresca! Qué espontánea es la posmodernidad!) se vuelve indispensable repetir lo obvio como si fuera una novedad: las personas tienen derechos.
No necesitan ganárselos como si se tratara de una competencia, no necesitan merecerlos porque los tienen desde que nacen, desde antes de nacer, incluso. Así lo garantiza la Ley, y así lo expresa la Constitución. Y si se hace necesario repetirlo es porque la estrategia del discurso dominante anula, una y otra vez y con gran efectividad, nuestra conciencia (y nuestra creencia) con respecto al Derecho, así como nuestra confianza en la Justicia.
Hace algunas semanas, a través de una publicidad de autos, asistimos (con estupor) al surgimiento de un nuevo (viejo) término, que en una operación ideológica por excelencia, ha sabido condensar los genuinos y atendibles anhelos de un amplio (y heterogéneo) sector - tales como la valoración del trabajo, el esfuerzo, la formación, el compromiso con la actividad sea cual fuera - articulándolos de manera tal que su sentido, ya distorsionado (o mejor, “torsionado”, incluso extorsionado) vehiculice también los anhelos y la mirada de mundo del liberalismo dominante: he aquí una versión muy particular (histórica, interesada, tendenciosa) de la meritocracia.
Para empezar debemos señalar que la utilización del término (o al menos de parte de su significado) en el contexto de su surgimiento y en sus diversas resignificaciones, dista ostensiblemente de lo que podemos entender en el contexto actual. El sentido del “mérito” en la antigüedad griega responde a una episteme que pone a competir a aquellos que ya se encuentran en condiciones equiparables (quiénes son esos, por qué son sólo esos y no otros, es ya otra, muy distinta, discusión que no daremos aquí). También la Historia ha visto resurgir el concepto en momentos en los que confrontar con los privilegios adquiridos por herencia se hacía indispensable, justo el problema que hoy, en el marco de un rebrote nacional y regional de la derecha, se tergiversa perversamente al extremo de pretender estar haciendo una crítica de aquello que en realidad se está defendiendo, a saber: la concentración de riqueza y poder en un sector social históricamente privilegiado, a costa del empobrecimiento de otro sector, históricamente desfavorecido.
Es necesario, entonces, revisar el criterio con que se sostiene hoy la bandera de la meritocracia, y señalar su profunda incongruencia con respecto a un sistema basado en el Derecho. Si realmente las personas tuvieran que hacer mérito para ser consideradas “sujeto de derecho”, si realmente tuvieran que hacer mérito para alimentarse, tener techo, vestirse (por no hablar de realizar sus acciones con plena libertad, resguardar su integridad física, su vida, su honor, su libertad de expresión etc.) ¿qué pasaría entonces con los bebés o los niños pequeños, las personas enfermas, o incapacitadas para actuar o decidir por sí mismas? ¿se constituirían en excepciones a contemplar? ¿con qué criterio se decidiría cuándo una persona está en condiciones de hacer mérito y cuándo no? ¿en manos de quién estaría la decisión? La sola proyección imaginaria de un sistema de tales características resulta escalofriante.
Sin embargo, para muchos la idea aparece como una luz de esperanza, como una forma de contrarrestar el mal mayor de la “corrupción”, otra interesante condensación de sentido capaz de incorporar todo tipo de fenómenos tan diversos, y configurar un enemigo contra el que luchar, el culpable de todos nuestros males. La meritocracia, en su resignificación local actual, no solo ignora el Derecho sino que instala otro sentido, a la vez prometedor y amenazante: meritocracia hoy es sinónimo de portarse bien, portarse bien para recibir un premio (promesa eternamente incumplida que ejerce su eficacia en cuanto tal) o para no recibir un castigo. Y esto consonancia directa con algunas decisiones de gobierno que aparecen como periféricas, pero que sin embargo hablan de una concepción de mundo discriminadora y exclusiva, fundante del neoliberalismo.
Un ejemplo paradigmático que vale la pena mencionar: la muy poco inocente vuelta de los aplazos para la educación primaria bonaerense (resuelta sin datos precisos sobre calidad educativa que lo justifiquen), que devuelve la vigencia de la calificación a niños de seis años con 1 (uno), 2 (dos) y 3 (tres) puntos, desconociendo los significativos desarrollos de la Teoría de la Educación que manifiestan la importancia de motivar y hacer sentir capaces a los alumnos en sus primeras etapas de escolarización para favorecer el proceso de aprendizaje. Parece que desde el gobierno de la Provincia (también) la mano dura comienza muy temprano y que, por un lado, se exige a los alumnos que hagan mérito, y por otro, se los desalienta ya en su entrada a la institución escolar con calificaciones que los avergüenzan frente a sus compañeros, los estigmatizan y que, más que calificarlos, los descalifican de movida en su inserción al universo de la educación. En todo caso, esta nueva muestra de la política de la exclusión característica del gobierno macrista no es para nada incoherente si pensamos en la situación de desfinanciamiento y franco ataque a la Universidad Pública que se viene sosteniendo desde Nación. Resulta entonces que la meritocracia, cuya función principal es, en principio, la de terminar con los privilegios obtenidos por herencia, se vuelve el semblante posmoderno, y una justificación de lo más eficaz, para la perpetuación de estos mismos privilegios.
En el mismo sentido debe leerse la actual discusión (explícita) respecto de descuentos sustanciosos a los trabajadores que ejerzan su (legítimo) derecho a la huelga, cuando no la (menos explícita pero muy frecuente, casi sistemática) persecución y despido por las mismas causas, y que da lugar a la necesidad de una Ley antidespidos que se encuentra actualmente en el centro de la discusión y cuyo veto será probablemente anunciado en estos días. Entonces, y en este estado de cosas, cabe preguntarse ¿qué es lo que en el imaginario colectivo permite que una publicidad como la de Chevrolet “Meritocracia” sea posible, y además, festejada por muchos?
Entendemos que una discusión de esta complejidad exige incluir el problema del “otro” como término central. En definitiva, el que tiene que hacer mérito siempre es el otro. Pero otro del que se supone que “como yo” puede, que “como yo” sabe, que “como yo” tiene. Y un otro “como yo”, un semejante, en rigor, no es un “otro”. Es una (mi) versión del otro. En última instancia, es yo. Entonces si yo puedo, él puede, tiene que poder. Pero el otro que es realmente “otro”, que no es como yo, de ese, nada quiero saber. Ese debe ser eliminado. Esta mala versión, una versión burguesa del semejante, que organiza el universo (en su totalidad) a su propia medida, y se instala a sí mismo y a su clase en el lugar del “uno”, del universal, nos hace oscilar entre las posiciones de compasión y de temor (efectos de la catarsis aristotélica, por cierto, y nada inocentemente, si pensamos que para que la catarsis se produzca en el teatro debe haber identificación del espectador). La compasión es, en la versión altruista, hacia un otro al que tengo que ayudar - en el sentido de la (mala) caridad cristiana - porque se supone que es otro al que debo amar “como a mí mismo”, pero que a la vez, (y por lo mismo) en la versión egoísta, me atemoriza, porque se me presenta como amenazante, capaz de poner en jaque “lo mismo” en mí, “lo mismo” de mí, y de hacerme tambalear en todo lo que de mí me identifica.
Poder decir “yo” es negar “lo otro” de uno mismo, que el otro “otro” me viene a recordar. En muchos casos, especialmente los de la clase media o media baja que acuerda y celebra la meritocracia, de lo que probablemente se reniega es de los propios orígenes. En otros, en los que se trata directamente de la producción de la desigualdad, el discurso de la meritocracia responde al cinismo propio de las clases altas, en las que se concentra el dinero y el poder, que justifican perversamente la obscena disparidad entre su riqueza y la extrema pobreza de otros, mediante argumentos perversos que afirman lo que niegan.
Así las cosas, advertir la diferencia respecto de los otros, pero también respecto de nosotros mismos , es decir, de todo lo que opera en nosotros como saber, pero que ignoramos, que es otra manera de decir “Ideología”. O como diría Zizek, lo que no sabemos que sabemos “ las cosas que nosotros no sabemos que nosotros sabemos - que es precisamente el inconsciente freudiano, el ‘conocimiento que no se conoce’, como Lacan decía” ( extraído de “Lo que Rumsfeld no sabe que él sabe de Abu Ghraib”, Zizek 2004) se vuelve indispensable para desarmar construcciones de sentido tan potentes y a la vez tan nocivas como la de meritocracia.
Para esto, es necesario comprender que el prójimo, el semejante, el otro, es “otro” justamente en la medida en la que constituye para mí (para el supuesto “uno”) una dificultad. La idea del “otro” engendra una contradicción constitutiva de toda subjetividad y de toda construcción social. No es algo que podamos amar por completo ni odiar por completo. No es algo con lo que podamos identificarnos por completo pero tampoco ignorar por completo. En 1960, en La Ética del Psicoanálisis, Libro VII, Lacan plantea “Se puede entender, por ende, que ante el amor al prójimo Freud literalmente esté horrorizado (…) cada vez que Freud se detiene (…) ante la consecuencia del mandamiento del amor al prójimo, lo que surge es la presencia de esa maldad fundamental que habita en ese prójimo, pero por lo tanto habita también en mí mismo (…) ese núcleo de mí mismo (…) al que no oso aproximarme (…) Pues una vez que me aproximo a él surge esa insondable agresividad ante la que retrocedo, que vuelvo en contra mío (…) no es llamativo que en estas condiciones todo el mundo esté enfermo, que haya malestar en la cultura”.
La posibilidad (y el impacto) de una versión publicitaria de la meritocracia como la de Chevrolet, en consonancia absoluta con la mirada de mundo y las políticas de exclusión del gobierno macrista, nos parece constituye el síntoma actual de un profundo malestar en la cultura, que bajo el signo de la posmodernidad, cristalizado en un inconsistente discurso que se pretende a favor de la diversidad, pero que no sabe qué hacer exactamente con el problema del “otro”, cada vez más nos convierte a todos en “lo mismo”, no en iguales en sentido jurídico (“todos somos iguales ante la Ley) sino en pertenencientes al orden de la mismidad, de la homogeneidad, de la absoluta semejanza que (así, mal definida y mal entendida, ya que la semejanza como sistema de afinidades y correspondencias nunca es absoluta) no admite en sus términos ver al otro como “otro”.
Digámoslo de una vez y crudamente: podremos parecernos o aproximarnos en algunos aspectos, pero en rigor, no somos semejantes. Todo lo que nos vincula es, debe ser, y debe comprenderse como del orden de la diferencia y del orden de la dificultad. Las relaciones sociales son contradictorias, y sólo son posibles con algún nivel, mayor o menor, de fricción. Pero en la medida en que esas contradicciones y esa fricción se pretendan negar en lugar de contemplarse como el material con el que trabajar políticamente, no sólo se crea una presión tal sobre ese contenido reprimido que encuentra luego su correspondencia en estallidos súbitos de violencia, sino que además se pierde la posibilidad de la acción conjunta, de la experiencia colectiva, y en última instancia, del Pueblo (ese que Deleuze en “¿Qué es el acto de creación?” de 1987, diría que hay que crear, porque es un Pueblo que no existe todavía).
Algo nos une, algo nos separa, y en esa brecha está el “otro”, y en esa brecha juega la política. Por no haberlo comprendido, entre otras cosas, y habiendo sido persuadido un porcentaje significativo de los votantes por cierto discurso de la indiferenciación (nos hemos cansado de escuchar en campaña la triste justificación del voto en blanco sosteniendo que, en todo caso, los candidatos eran “lo mismo”) es que en las últimas elecciones fue posible el triunfo del macrismo.
Parecería que tanto el descrédito con respecto a las radicales diferencias de las fuerzas políticas que se encontraban en tensión (producto del escepticismo de unos y del purismo de los otros) así como la apatía y la anemia de sentido propias de la experiencia histórica posmoderna , encontraron una satisfacción compensatoria en el lema de “Cambiemos”. Y hoy, tras ese triunfo, y advertidos ya de la orientación real (como el reverso siniestro de los globos y la alegría) que ese “cambio” fue tomando en el transcurso de los primeros meses de gobierno, es la publicidad (como órgano inteligente del poder), la que en un gesto que deja al descubierto la cara más patológica de la Ideología, para decirlo en términos de Paul Ricoeur ( en “La imaginación en el discurso y en la acción”, 1976) intenta convencernos de que todos estamos en iguales condiciones, y de que todos contamos con las mismas posibilidades, por lo cual, el que no hace mérito es porque no quiere.
En nombre de esa igualdad es como nos seguimos dividendo y enfrentando unos con otros, sin tomar dimensión del poder que tenemos cuando entendemos justamente que no somos iguales, que somos diferentes; y del poder que tuvimos cuando pudimos, por un momento en la Historia (por un ciclo) comprender que “La Patria es el otro”. Tal vez la lucha hoy requiera empezar por redefinir estos términos, o por crear unos nuevos para pensar estos problemas: el otro, el semejante, el amor al prójimo. Y por refigurar también el sentido de ese amor. Si algo tenemos para defender luego de la experiencia histórica popular que significó el kirchenrismo (y hablo de la experiencia popular y su estatura histórica, más allá de los líderes que la condujeron y sus intenciones) es la certeza de que ese amor vale, pero vale y cambia el mundo en sentido fuerte, justamente porque no es hacia el que es “como yo”, sino hacia el que es radicalmente diferente.
A la vez, se vuelve imprescindible tomar conciencia de que es en estas zonas difusas, confusas e inestables del lenguaje, del discurso y del sentido, donde se libran las batallas políticas; porque el modo de nombrar (y de obrar) en contexto, en la emergencia del devenir histórico, también requiere que algunas veces hagamos un “como si” fuéramos iguales para poder actuar, y que otras veces develemos las diferencias para poder resistir. Mientras tanto, doblemos nuestro esfuerzo para impedir el avance enemigo en el terreno del sentido. Usemos las palabras a modo de barricada. Sepamos, y hagamos saber, que no necesitamos hacer méritos para que se respeten nuestros derechos. Porque en la lucha para obtenerlos se jugaron las vidas de nuestros compañeros, esos "otros" de la Historia que no hay que olvidar.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)