La Solidaridad, cuando pase el temblor
Héctor Luis Ponce*
Será porque soy un optimista malhumorado que, salvo honrosas excepciones, descreo de la naturaleza solidaria del homo sapiens. Descreo de ese espíritu altruista que nos nace cada tanto y que proclamamos a los cuatro vientos y estentóreamente a través de los medios de comunicación o de las redes sociales. Sospecho de esa solidaridad que nos hizo donar plata, joyas, ropa y comida durante la gesta de Malvinas y luego ignorar a los destinatarios de las donaciones una vez que la guerra concluyó.
Desconfío de aquella solidaridad por la cual organizamos cenas, colectas, encuentros deportivos a beneficio, etc. No es que piense que está mal o que me oponga a quienes realizan este tipo de eventos para ayudar. Digo en cambio que la solidaridad es otra cosa y que se expresa de otra manera; no es espasmódica, es lineal y constante. «El mejor medio de hacer el bien a los necesitados no es darle limosna, sino que puedan vivir sin recibirla» dijo Benjamín Franklin. De eso se trata.
La sociedad de consumo en la que estamos inmersos le hizo creer a mucha gente que no es quien es por lo que es, sino por lo que tiene. Y así anda la gente, proveyéndose de cosas materiales innecesarias para que el resto crea que es lo que, en realidad, no es. La gente anda aparentando y la apariencia, bueno es tenerlo en cuenta, no deja de ser una de las tantas máscaras a las que suele recurrir la mentira.
Este paradigma meritrocrático de la sociedad de nuestros días rompe con los estandartes de la solidaridad, la lesiona severamente potenciando el individualismo y el éxito. El éxito no existe, es una mentira rastrera de la vida, una corona de humo que nuestra vanidad nos coloca en la cabeza con la complicidad de los aduladores de turno. En surcos del éxito y del individualismo solo pueden germinar semillas que pervivan en un mundo egocéntrico y vacío de espiritualidad.
El egocentrismo es un espejo de agua en el que nuestra fatuidad se retrata, cuando eso ocurre, es aconsejable arrojar una piedra a la quietud del acuífero; es prudente no olvidar que a todo Narciso le llega su Némesis.El éxito, el individualismo y la meritocracia decididamente son contrarios a la virtud y destruyen los caminos que conducen a la solidaridad. Hoy una gran parte de la población, no solo de Argentina sino del mundo, necesita de la ayuda del resto, de nosotros.
Pero convengamos que necesita de una ayuda sustentable en el tiempo, no cuando un acontecimiento o catástrofe nos sensibiliza. Lo que quiero decir es que nadie, en resguardo de su dignidad, debiera necesitar limosnas. Sería bueno que hubiese más solidaridad y menos caridad, inclusive hasta el concepto de caridad lo hemos acomodado a nuestra medida, para exculparnos. La caridad es una de las tres virtudes teologales del cristianismo, es dar por amor y no lo que nos sobra para redimirnos a nosotros mismos y quedar bien con nuestra propia conciencia.
Los pobres, los desquiciados y los excluidos necesitan de una ayuda que sea sostenida en el tiempo, lo que pretendo significar es que en verdad no deberían requerir de la ayuda de nadie, y esto solo se lograría si todos y todas contribuyésemos con nuestros actos a crear un orden social verdaderamente justo. La solidaridad debería ser una condición inescindible de la naturaleza humana y no que solo aflore cuando la pelota nos pica cerca, por usar un término futbolero.
Conocí a Juan en Buenos Aires en el año 2012, con trabajo y buen pasar, aunque sin que le sobrara nada, pero se mostraba arrogante e individualista, renegaba de los planes sociales que le entregan según él a los vagos y sostenía que lo que él tenía se lo había ganado con su esfuerzo y que nadie le había regalado nada. Después supe que tuvo una desgracia familiar que se agravó con el cierre de la empresa en la que trabajaba y la consecuente pérdida de su fuente laboral en diciembre de 2018.
Me lo volví a cruzar una helada tardecita de julio del año pasado, cuando los medios de comunicación repetían y elogiaban sin retaceos el acuerdo que Argentina había cerrado con la Comunidad Europea por el que se nos abrirían las puertas de más de 500 millones de potenciales consumidores nuevos. No sé por qué, pero sospecho que en ese momento Juan, el meritrocrático, no entendía por qué él que había nacido en esta patria, tenía que andar mendigando un plato de comida y esperar que un club de fútbol le abriera sus puertas para no morirse aterido de frío.
En ese momento lo imaginé escuchando a un adorador de la libertad de mercado, como él lo hubiese hecho en sus años de esplendor, afirmando sin ruborizarse: «pobres hubo siempre». La llegada del COVID19 ha despertado la solidaridad en la gente y eso es maravilloso. Renace el lema que Los Tres Mosqueteros acuñaron en la formidable novela de Alejandro Dumas: «Todos para uno y uno para todos».
Ahora nos damos cuenta que la salud debe ser, como la educación, un bien social esencial que debe estar al alcance de toda la población. Ahora advertimos la importancia de los profesionales de la salud, de la utilidad del personal sanitario, médicos, médicas, bioquímicos/as, farmacéuticos/as, personal de hospitales, clínicas y sanatorios. Ahora nos damos cuenta de la importancia de nuestros enfermeros y de nuestras enfermeras, cuando ellos y ellas vienen peleando en soledad para que se les reconozca como profesionales de la salud ante la indiferencia de una sociedad que los miraba de soslayo.
Ahora advertimos la importancia del Estado y de una línea aérea de bandera. En las grandes ciudades la gente sale a los balcones y aplaude a los recolectores de basura cuando antes los insultaban. ¡Qué bueno que ahora vayamos todos en un mismo barco!, pero que no sea solo porque pensemos que el mismo puede zozobrar. Sería bueno que siguiésemos todos juntos «cuando pase el temblor». El barco está repleto de heroínas y héroes anónimos, desconocidos, pero también con frecuencia más nobles que los que bautizan coquetas avenidas de cosmopolitas ciudades de nuestro país.
Debemos creer en la solidaridad, aunque suene a utopía, pero debemos concebir a la misma como un bien ganancial permanente de todos y todas, para todos y todas. Si generásemos un mundo más justo habría menos gente sufriendo y entonces el planeta necesitaría menos solidaridad.
Es verdad que quienes manejan los destinos económicos globales son los responsables directos de los crímenes humanitarios que genera la voracidad de ese manejo. Pero los indiferentes somos accionistas de esa Sociedad Anónima Mundial y partícipes necesarios de los crímenes que genera la concentración, a saber: exclusión, hambre, inanición y muerte, porque ante las injusticias, nadie puede preciarse de neutral.
Por eso, cuando veamos a un niño pobre, de sus penurias preguntémonos qué responsabilidad nos concierne, porque todos, por lo que hacemos o dejamos de hacer, somos corresponsables de las privaciones de esa niñez de sueños yertos, que crece desamparada a la intemperie, bajo un cielo al que le hemos apagado el sol.
* Secretario General ATILRA