Crimen de Villa Gesell: violencia juvenil, relatos espectaculares y reparto de culpas
Por Esteban Rodríguez Alzueta*. Entrevista por Pablo Esteban. Foto tomada de Télam.
El asesinato de Fernández Báez Sosa colonizó buena parte de la agenda del verano. Y, toda vez que suceden este tipo de eventos, de inmediato buscamos a los culpables. Quienes están a cargo de la repartija son los periodistas, erigidos como voceros centrales de una virtual justicia mediática. Desde aquí, una catarata de interrogantes se agolpan en fila: ¿por qué lo mataron en patota? ¿Por qué filmaron el hecho? ¿Qué rol tiene el rugby? ¿De qué manera el periodismo contribuye a aplanar la complejidad de la conflictividad social? ¿Cómo resolver el asunto? ¿Con “más educación” alcanza?
¿Cómo se reparten las culpas?
No hay verano sin escándalos y tampoco sin policiales, y si los policiales son escandalosos mejor aun. Ahora les llegó el turno a estos jóvenes que juegan al rugby y a la ciudad de Villa Gesell; así se convirtieron en los “rugbiers asesinos” y en “la playa del horror”, respectivamente. La industria del entretenimiento para gente adulta necesita de pasatiempos. Pareciera como si los argentinos descubrimos recién, a partir del caso de Fernando Báez Sosa, la violencia en los boliches.
Se presenta como novedad pero, por supuesto, no lo es.
Todos aquellos que hayan visto Policías en acción saben que una de las escenas favoritas de sus productores son las peleas nocturnas a la salida de los boliches entre pibes o pibas. Esos conflictos no llegan con el verano, los encontramos en el invierno también. Tampoco hay que asociarlos a la playa, de hecho, aquellas escenas tienen lugar en la gran ciudad. Es cierto que los viajes de los jóvenes a Villa Gesell, como en su momento lo fueron los viajes de egresados a Bariloche, constituyen una suerte de rito de pasaje. Pero la violencia interpersonal no llega con las vacaciones, no existe una temporada de violencias y alcohol. La justicia mediática se dedica a buscar responsables. Esa es la primera pregunta que suelen hacer los conductores de noticieros: “¿Quiénes son los responsables?”. El periodismo confunde la moral con el derecho y la responsabilidad con la culpabilidad; y esa culpabilidad es algo que atribuyen de antemano con las primeras coberturas.
Es que confunden informar primero con informar mejor…
El periodismo no necesita pruebas sino fuentes fiables, pero la creencia de los periodistas suple la ausencia de fuentes. Si lo dice Menganito no necesito saber más nada. Los tiempos de la televisión son urgentes y esa urgencia reclama que los problemas se tramiten con la misma velocidad. Si miramos la conflictividad social a través de esta máquina de aplanar los problemas y de sincronizar las emociones que llamamos “televisión argentina”, pareciera que el delito, la droga, las picadas, las peleas, el consumismo y las protestas son “flagelos juveniles”. Es fácil pegarle a los jóvenes porque esos jóvenes no hablan, más aun con este periodismo que organiza su agenda según criterios adultocéntricos, es decir, que aborda los problemas con las perspectivas, valores, prejuicios, expectativas, temores y experiencias de los adultos.
¿Crees que el acontecimiento tuvo más cobertura porque involucró pibes de clase media-alta?
La violencia de los jóvenes pobres o morochos es una violencia tratada en programas que tienen otros formatos, algunos que lindan con el grotesco, que nos hacen reír, que invitan a reírse de los demás, como Policías en acción; y otros muy moralizantes que, antes que buscar comprender, se apresuran a abrir un juicio negativo sobre los hechos y los protagonistas de los hechos que están registrando. Estoy pensando, por ejemplo, en los programas de Rolando Graña, Mauro Zeta y Martín Ciccioli. Pero hay algo en común: a los jóvenes protagonistas de estas violencias nunca se los escucha y si le dan la palabra será para descalificarla, será una palabra guiada, sobreinterpretada; una palabra pisada, glosada, corregida, amonestada por un periodismo parapetado detrás de la figura de la víctima.
Además de los pibes, ¿qué parte de culpa se lleva el rugby como deporte de contacto?
Se presenta como un deporte de fuerza bruta, hecho con mucha testosterona, mucho huevo, pero también con códigos de honor, lealtad y aguante. Lo que ellos hicieron ya lo habían hecho otros compañeros de otras camadas. Prácticas que sin duda están vinculadas al campo de juego, pero también con el afuera. Algunas son violentas y esas violencias forman parte del repertorio de estrategias identitarias y de reproducción de las desigualdades de las élites o de los sectores que quieren hacerse un lugarcito en ellas. Entonces, los pibes fueron objeto de prácticas que no eligieron, o mejor dicho, que eligieron y no eligieron.
¿Por qué?
Porque “ser-rugby” implica formar parte de ese universo de experiencias sociales, supone hablar con determinadas frases hechas, vestir determinada pilcha, asumir determinados modismos, hacer determinadas cosas, como por ejemplo pelearse con otros afuera de la cancha, marcar la cancha, ponerles los puntos al otro. Esto no quiere decir que no debamos reprochar a estos jóvenes lo que hicieron, que tengamos que disculparlos. Hay que diferenciar la culpabilidad individual, que es un problema de la justicia, de la responsabilidad social, que es un tema que nos compete a todos. No se puede resetear la cabeza de las personas de un día para el otro con un fallo judicial oportuno. Mucho menos con la indignación de las audiencias y los retos demagógicos del periodismo. Poner en crisis estas maneras de estar en la sociedad demandará años.
Pero la violencia física no es patrimonio exclusivo del rugby.
No, por supuesto. También la encontramos en el fútbol, en sus tribunas y en la previa de cada partido. Más aun, me parece que el futbol ha puesto más muertos y más heridos que el rugby en todos estos años. Pero no me parece que haya que encarar el problema por acá, contándose las costillas. Tampoco que sea un problema del deporte. La violencia interpersonal juvenil la encontramos en el universo del rock, en la bailanta y el cuarteto, la hallamos en las disputas en los barrios, entre las diferentes ranchadas en las unidades carcelarias, entre los alumnos y alumnas de las distintas escuelas, en la protesta social, en las universidades y los sindicatos.
Por el peritaje de los celulares se supo que filmaron la golpiza, ¿por qué lo hicieron?
Hoy filmamos todo, las redes sociales nos llevan a mostrar nuestra vida en vivo y en directo todo el tiempo, nos la pasamos pispeando al otro a través de Facebook o Instagram, de modo que vincular la mera filmación a la premeditación me parece exagerado. Ahora bien, es cierto que las violencias tienen diferentes dimensiones y todas ellas hay que tenerlas en cuenta para comprender sus dinámicas. Por ejemplo, la dimensión expresiva, cuando los jóvenes la usan para hacerse respetar o acumular respeto, para ganarse la atención y aprobación de sus pares, para diferenciarse de otros grupos; la dimensión lúdica, cuando la emplean para divertirse, como parte de una aventura; y finalmente la dimensión emotiva, cuando practican la violencia porque les sube la adrenalina, porque sienten placer, porque pueden surfear el aburrimiento.
La pregunta de siempre: ¿por dónde hay que arrancar para que esto deje de suceder? No se pueden cerrar todos los boliches, ¿o sí?
La violencia interpersonal juvenil no es un problema de los boliches, aunque sin lugar a dudas el Estado deberá rever las políticas. La seguridad privada es un universo opaco todavía. Los patovicas suelen ser reclutados por los bolicheros en función de su contextura física, para meter miedo. Está claro también que hay que repensar la regulación de la venta de alcohol dentro y fuera de los boliches. Hay que enseñarles a los pibes y pibas a usar el alcohol y las drogas de manera responsable, tratando que no afecte su salud y la integridad física de su entorno. Los empresarios de estos locales tienen que comprometerse en la búsqueda de soluciones conjuntas porque es algo que les sucede todo el tiempo. No me parece que a los pibes que se cagan a trompadas en los boliches haya que sacarlos de patitas a la calle, porque es como decir “este problema no es mío”, “que se arreglen afuera” y tampoco creo que llamar a la policía sea la mejor solución.
¿Por qué?
Porque no está preparada para atajar estos problemas y si queremos que intervenga hay que prepararla. Tenemos mucho que debatir, escucharnos entre todos y todas, sobre todo, que escuchar a los y las jóvenes. Los problemas no se van a resolver con más leyes que impongan nuevas penas. Hay que imaginar otras formas para tramitar los problemas que no sea a través de la exclusión.
Tampoco alcanza con decir: “Necesitamos más educación”…
La consigna “es un problema de educación” es un gran cliché que usamos en cualquier discusión para esquivar el bulto o por pereza teórica. No me parece que los problemas haya que cargárselos a la escuela. Sin duda es una institución que debe abordar este problema a través de la ESI, pero el resto de las instituciones también tienen que hacerlo. Cuando el movimiento de mujeres nos interpela para que revisemos y nos comprometamos para poner en crisis las estructuras patriarcales a través de la composición de las masculinidades o hipermasculinidades, hace un llamamiento a todo el arco social, involucra a la escuela, pero también al periodismo, a los clubes, a los empresarios de la noche, a las agencias de seguridad privada, a los partidos, los sindicatos y al gobierno de turno. Pero acá no solo se trata de las estructuras patriarcales sino también las sociales, de reproducción de las desigualdades de clase. Por tanto me parece que hay una disputa política de largo aliento que no se va a resolver con la mejor política pública. Lo que no significa que haya que desentenderse o resignar su disputa.
*Docente investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) en el Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre Violencias Urbanas.