31 años sin Walter Bulacio: “El caso permitió entender que en democracia la policía tenía prácticas de la dictadura"
Por Juan Borges
Esteban Rodríguez Alzueta, investigador del LESyC de la Universidad Nacional de Quilmes, conversó con AGENCIA PACO URONDO en el marco del aniversario del asesinato de Walter Bulacio. Con el trasfondo de la fecha emblemática, el investigador historizó sobre la problemática de los crímenes perpetrados por las fuerzas de seguridad tras el regreso de la democracia.
AGENCIA PACO URONDO: ¿Qué balance puede realizar en este nuevo aniversario del asesinato de Walter Bulacio?
Esteban Rodriguez Alzueta: Me parece que el caso Bulacio hay que pensarlo al lado de otros casos similares y al lado de las trayectorias de los organismos de derechos humanos, de las tareas pendientes con las que se medían los derechos humanos en aquel entonces. Se había invertido mucho tiempo y energía en problematizar el Terrorismo de estado, pero estaban quedando algunas tareas pendientes, una de ellas era las continuidades entre las dictaduras y la democracia. El caso Bulacio permitió arrojar luz sobre algunas prácticas policiales con mucha historia en el país, sirvió para pensar cuánto le debían las policías de la democracia a las policías de las dictaduras. Todos sabemos que los gobiernos pasan y las policías permanecen, de modo que había razones suficientes para poner el ojo en esas burocracias, en las inercias institucionales, comenzar a problematizar las razzias, las detenciones policiales, los traslados a las comisarías, el destrato y la brutalidad policial.
APU: ¿Qué avances y retrocesos advierte en la manera de manejarse de las fuerzas de seguridad desde aquel epísodio?
E.A.: Mira, como dijo alguna vez Hannah Arendt, tratando de escindir las responsabilidades individuales de la responsabilidad colectivas o sociales, “en un tribunal no se juzga ningún sistema”. Es decir: las estructuras no van a juicio. Las estructuras, las prácticas policiales de las que son objetos los jóvenes, no se van a comprender y, mucho menos poner en crisis o desandar, a través del reproche judicial. Y eso no significa que ese reproche sea una cuestión menor, pero no hay que hacerse muchas ilusiones con estos juicios que, insisto, son muy necesarios. Con el paso del tiempo nos dimos cuenta que la intervención sobre esas burocracias necesitaba el desarrollo de políticas públicas de largo aliento, que no alcanza el reproche judicial ni el litigio estratégico.
En las últimas décadas, y solo en la provincia de Buenos Aires, hay pabellones enteros en varias Unidades, destinados a las fuerzas, que están repletos. En las últimas décadas, se han realizado también cientos de purgas y exoneraciones y, sin embargo, la policía sigue siendo “la maldita policía”. Por más que se retiren las manzanas podridas, se seguirá pudriendo el resto, porque el problema es el canasto que las contiene, es decir, la institución, o, mejor dicho, la división del trabajo que organiza el quehacer policial; las relaciones de posición que atribuyen determinados roles a los agentes, papeles que los policías no eligieron ni controlan, que no siempre coincide con sus elecciones, sus pasiones. Es decir, operar sobre las estructuras, requiere de otro tipo de militancias, no alcanza con la militancia de derechos humanos. El problema, todavía, es que los funcionarios no pueden salir del coyunturalismo, y al no poder construir consensos políticos no puede correrse del bacheo electoral.
Por otro lado, seguimos siendo cautivos de una retórica progre que cree que todo se resuelve con capacitaciones, con una mejor capacitación. Y la verdad es que no basta con darle una lección de derechos humanos al policía, si al mismo tiempo no se protocoliza su quehacer. Hay que completar las capacitaciones con la protocolización. Y en la elaboración de esos manuales de procedimiento hay que involucrar a los policías, hay que confeccionarlos escuchando a los jóvenes y a los policías. Porque los protocolos no son declaraciones de principios realizados en base a situaciones abstractas. El establecimiento de procedimientos debe hacerse en función de las situaciones concretas con las que se miden los policías regularmente. No basta con decirles “no usaras un leguaje contaminado”, porque el policía te mira y te dice “Ah si…, muy bonito, pero decime vos cómo intervengo entonces en un sábado a la noche, de madrugada, cuando hay cinco pibes escabiados y re sacados, metiendo ruido en la calle, insultándonos, etc. etc.” Estas son las situaciones que hay que pensar, y hay que hacerlo con los policías, que son dueños de experiencias, de saberes y habilidades que nosotros no tenemos. Ahora bien, de nada sirven los protocolos si no hay un mecanismo de rendición de cuentas con participación de los organismos de la sociedad civil. Hay que completar los controles internos con controles externos. Bueno, todo esto que te señalo, sigue siendo una materia pendiente. Se han avanzado en las capacitaciones, pero el resto, casi nada. En parte porque a muchos funcionarios no se les caen muchas ideas, en parte porque no alcanza “la lapicera” o la voluntad política para desmontar las inercias institucionales, pero en parte también por los prejuicios que sigue habiendo para con las policías. Acá todavía hay mucho camino por recorrer.
APU: ¿Considera que la proliferación de los casos de violencia institucional en los últimos años obedece a una derechización en la sociedad?
E.A.: Todos sabemos que las declaraciones pirotécnicas de los funcionarios nunca caen en saco roto, que se pueden hacer cosas con palabras, que las palabras no son meramente descriptivas, sino que son realizativas, performáticas. Dicho esto, lo que quiero señalar, es que la política puede aportar incentivos para que las relaciones tensas entre policías y jóvenes muchas veces escale hacia los extremos, que las narrativas pánicas pueden agregarle una legitimidad extra a estos procederes. Pero esas declaraciones son un problema, incluso, para los propios policías, porque los invitan a creer que a ellos los van respaldar llegado el caso y lo cierto que eso no siempre es así: los policías se convierten en un fusible que van a sacrificar llegado el caso. Quiero decirte: Los policías aprendieron que puede costarles caro, muy caro, si usan la violencia física. Los policías saben que están bajo la lupa de sectores importantes del periodismo, sobre todo de las agencias alternativas y populares, sabe que hay muchos movimientos sociales que agendaron a la violencia policial como un ítem central, saben que los jueces no tienen la misma biblioteca en sus despachos, es decir, no escriben la misma sentencia, saben que los fiscales no tienen la misma sensibilidad, la misma imaginación y prepotencia de trabajo, es decir, saben que pueden ser llamados a rendir cuentas y pasar una temporada en la cárcel con todo lo que eso implica para su trayectoria laboral y su familia. De modo que a los policías les sale más barato, judicialmente hablando, derivar hacia otras formas de violencia como el hostigamiento y el verdugueo, que son prácticas que resulta muy difícil cuestionarlas en la justicia y que necesitan de otras militancias y muchos diálogos con los propios policías para desandarse.
APU: Hay una construcción ideológica detrás de la condena al pibe con visera en los medios. ¿Cuál es la matriz de dicha práctica?
E.A.: Claro, esto me parece central. La cultura de la sospecha hay que leerla al lado de la estigmatización vecinal, es decir, de los autoritarismos que surcan el imaginario social que activan periódicamente las pasiones punitivas. Como siempre repito: “No hay olfato policial sin olfato social”, es decir, detrás de la brutalidad o el destrato policial están los prejuicios vecinales. Esas palabras filosas que muchas veces los ciudadanos avecinados componen para nombrar al pibe como bardero, como peligroso, como productor de inseguridad, crean condiciones de posibilidad para que los policías deriven hacia la violencia, es decir, las habladurías habilitan y legitiman a que las policías estén en los barrios de esa manera y no de otra. Por eso, si se quiere desandar la violencia policial no basta con reformar a las policías, no basta con las capacitaciones, los protocolos y los controles externos, no basta con los litigios estratégicos, se necesita intervenir también sobre ese imaginario, sobre ese sentido común que recluta consentimientos para la violencia policial. En otras palabras, se han duplicado las tareas para el funcionariado y la militancia, hay que intervenir, al mismo tiempo, sobre las prácticas policiales y las prácticas sociales.
APU: ¿Hoy se está instalando como enemigo público al piquetero? ¿Qué hay detrás?
E.A.: Ahí tenés otro artefacto cultural hecho con muchos prejuicios de larga data. Porque en la figura del piquetero se embuten las figuras del villero, del subversivo, del cabecita negra, del descamisado, del anarquista irreductible, del gaucho matrero, del indio malo. Entonces, interpelar esa figura implica interpelar una cadena de equivalencia que pone las cosas en lugares donde no se encuentra. El experimento es sencillo y las elites lo repiten porque ha sido exitoso muchas veces: convertir a un actor que ocupa el espacio público en un enemigo, es decir, sacarlo de la ley para pegarle sin culpa. Y, al mismo tiempo, convertirlo en la oportunidad de desviar el centro de atención hacia otras cuestiones. Pensar la protesta social con el código penal en la mano implica transformar la protesta social en un litigio judicial.
*Autor de Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva de la juventud; Vecinocracia y Prudencialismo: el goberno de la prevención, entre otras publicaciones.