"La izquierda vive de contarse cuentos"
Por Santiago Asorey
APU ¿Cómo pensó el concepto de la máquina de la inseguridad?
Esteban Rodríguez Alzueta: El concepto tiene dos usos en el libro. En primer lugar, me permite hacer referencia a una serie de engranajes que hay que pensarlos uno al lado del otro. Estoy pensando en las prácticas policiales violentas y las políticas de saturación policial, pero también en los procesos de estigmatización social, en las bravatas de los funcionarios y dirigentes políticos que incentivan con sus declaraciones el devenir violento de las policías, en la gimnasia clasista y la modorra intelectual de los jueces, en la pereza de los fiscales, en el ritualismo de los empleados judiciales, en la criminalización de la pobreza y la judicialización de la acción colectiva, en el secretismo del estado, en otras violencias sociales como el linchamiento y los saqueos, en la regulación de las economías ilegales a través de la mano invisible que llamamos Policía; etc.
Estos dispositivos no son piezas sueltas de un sistema que no funciona o funciona mal sino engranajes de una misma maquinaria que funciona perfectamente bien, y más o menos automáticamente. Su automatismo se explica en el éxito que tuvieron las articulaciones que ensayaron previamente determinados actores de determinadas agencias para hacer frente a determinados fenómenos que referenciaron en su momento como problemas urgentes. Vaya por caso la marginalidad y la protesta social. Articulaciones estratégicas que se fueron montando en torno al delito predatorio y las prácticas “barderas” que suelen rodearlo. El delito en Argentina, que el delito callejero, urbano y juvenil, un delito asociado a determinados jóvenes dueños de determinados estilos de vida y pautas de consumo, fue la mejor excusa para construir consensos morales y afectivos. El mito del “pibe chorro” es uno de los grandes artefactos que permite todavía no sólo desplazar la cuestión social por la cuestión policial, sino acotar la cuestión policial al delito predatorio. Porque en la Argentina cuando hablamos de delito, quizá estemos pensando también en la corrupción, pero no estamos pensando en la evasión impositiva y la fuga de divisas, en la quiebra fraudulenta de empresas, en las cuentas off shore, o en la precarización laboral, sino sobre todo en el robo de celulares, carteras o la recaudación de un comercio. De esa manera, el “pibe chorro” o el transa del barrio se convierten en los chivos expiatorios de una sociedad insegura que quiere ganar certidumbre ensañándose con los actores más vulnerables de cadenas que, por otro lado, no controlan.
En segundo lugar, con la Máquina de inseguridad quiero hacer alusión a un régimen de visibilidad que orienta los afectos, nuestra atención y señala perspectivas convenientes o moralmente correctas para habitar la ciudad y percibir al otro. Porque la Máquina establece modos de hablar, sentir, pensar y actuar; es una máquina de deshistorizar, de descontextualizar y de banalizar. En ese sentido, la Máquina de la inseguridad nos está informando de tres procesos que hay que pensarlos de manera solapada. En primer lugar, aquello que Paul Virilio llamó declive somático. Es decir, la Máquina de la inseguridad es una máquina de visión, una máquina que nos permite ver y, sobre todo, no ver ciertas cosas. Una máquina que ve por nosotros. En segundo lugar, tiene que ver con la indolencia social, con la incapacidad para sentir al otro, para ponernos en el lugar del otro. Al otro no lo podemos sentir porque tampoco lo podemos pensar. Es decir, nos está diciendo sobre la pereza teórica que impera en el argentino medio, esa posición social que se convirtió en la medida de todas las cosas en el país. Son seres inteligentes pero incapaces de pensar. No piensan, sino que usan clises, es decir, son personajes afectados, es decir, irascibles e indignados. Si podemos descargar nuestras broncas sobre las personas que tienen mayores dificultades, sobre los más vulnerables, será precisamente porque nos resultan insoportables, es decir, seres extraños, enemigos, porque los fuimos construyendo como personajes hostiles. Y tercero: tiene que con la afasia cívica: los argentinos no hablamos sino que somos hablados por la Máquina de la inseguridad. La Máquina predispone o presiona para que veamos, sintamos, hablemos y actuemos de determinada manera. Es una guía ideológica y sobre todo una guía afectiva y moral, que orienta nuestras “buenas” acciones en la ciudad. Quiero decir, cuando nos levantamos no estamos solos. Cuando salimos a la calle no andamos solos, no lo hacemos solos. Cuando conversamos siempre estamos acompañados. A nuestro lado está la Máquina. La Máquina es nuestro aliado, nuestra arma secreta. Apuntamos al prójimo con ella. Apuntamos a los jóvenes con ella. Estamos permanentemente siendo asistidos por una Máquina. La Máquina de la inseguridad es una de nuestras prótesis favoritas. Hay otras, como estudió alguna vez Christian Ferrer. Entonces, en este sentido, con la “máquina de la inseguridad” no estoy aludiendo al aparato policial, sino a la prótesis social que encontramos tanto en las policías, como en los funcionarios y la vecinocracia.
APU: En el libro, el concepto de la vecinocracia parece muy importante para entender el consenso social que vehiculiza parte de la violencia social. ¿Cómo funciona la vecinoncracia y cómo se define?
ER: Con la “Vecinocracia” estoy haciendo referencia a esa nueva forma de soberanía territorial acotada y circunscripta al barrio. Los “vecinos alertas” son una consecuencia del empoderamiento que traman las políticas de la prevención del miedo difuso. Esos vecinos asustados hicieron de la propiedad privada una fortaleza donde atrincherarse y apuntar al prójimo. El hogar es una suerte de madriguera kafkiana donde tiene lugar otra metamorfosis ciudadana. Una ciudadanía cada vez más retraída y delatora, que mira el mundo por el ojo de una cerradura, sea, la mirilla de la puerta, el espejito retrovisor o los programas de televisión. Una ciudadanía que renuncia a los espacios públicos y con ello desautoriza los encuentros y los debates colectivos. Esa ciudadanía que está dispuesta a renunciar a la libertad para ganar tranquilidad, que le dice al comisario lo que éste quiere escuchar: que más seguridad es más policía, más patrulleros, más armas, más puntos de control, más detenciones, más cárceles, más penas.
APU Su libro, si bien centra también su preocupación, entre otras temas, sobre la violencia policial, es muy crítico de la mirada de la izquierda argentina sobre la policía. ¿Podría explayar este concepto con ejemplos?
ER: Los cliches no son patrimonio de la vecinocracia, ni la derecha. También la izquierda vive de contarse cuentos, como decía el viejo Althusser. Uno de esos cuentos es aquel que define al Estado a través de la fuerza o, peor aún, de la monopolización de la violencia. Si uno mira, por ejemplo, la provincia de Buenos Aires a través de estos cuentos, difícilmente entienda lo que allí suceda. No creo que Scioli o Duhalde hayan subordinado a la Bonaerense. No creo que Casal o Ritondo tengan capacidad para direccionar a las agencias de seguridad. Cuando hablamos de autonomía policial estamos hablando no sólo del desgobierno de la seguridad sino de los cheques grises que necesitan para regular las economías ilegales. Pero también estamos hablando de agencias con sus propios intereses, sus propias reglas más o menos informales, instituciones que negocian todo el tiempo su autonomía a cambio de control territorial. Y lo que es más importante, el problema de estas concepciones dogmáticas es que nos vinculan a teorías conspirativas y perdemos de vista la dimensión estructural de los problemas. La violencia policial no se va a resolver cambiando la lapicera de mano o sacando la manzana podrida. El problema es el canasto que las contiene, es decir, su trama relacional con todos sus rituales interpeladores. Basta que una persona sea posicionada en un lugar, para que reproduzca un papel que no eligió. También los policías, en singular, son objeto de relaciones de poder que no controlan.
APU: El libro traza también con preocupación una relación entre la agenda mediática y lo que fue parte de la agenda securitaria. ¿Cómo construyen los grandes medios sentido respecto al delito?
ER: Mira, la diferencia que hay entre el delito y el miedo al delito es la diferencia que existe entre la crónica policial y la agenda securitaria. Durante mucho tiempo el periodismo policial organizaba el mundo del delito en torno a la crónica. La crónica postulaba al delito como un hecho extraordinario. Esa excepcionalidad se averiguaba en la figura del victimario, el que era presentado como un monstruo. De allí a que su demonización habilitara el uso de estrategias literarias tributarias del grotesco y el humor popular, que interpelaban valores carnales. Por el contrario, el objeto de la agenda securitaria no es el delito sino el miedo al delito, es decir, no son hechos extraordinarios sino ordinarios, regulares; la noticia no gira en tono a lo que pasó sino lo que puede pasar. Por eso el centro de atención se desplaza del victimario a la víctima. La víctima es la que tiene la palabra, hay que darle la palabra a la víctima, y si se encuentra todavía en estado de emoción violenta tanto mejor. La víctima no es solamente la víctima real sino, sobre todo, la víctima potencial, o sea, todos nosotros. Por eso la pregunta que nos hace el movilero es la siguiente: “¿Y usted qué piensa?”, “¿cómo se siente?’” El periodista lo que hace es inscribir los hechos en una serie. El problema no es el caso sino la ola, y eso es algo que se averigua en los clises que usa: “otro robo…”; “nuevamente el hombre araña…” etc. De esa manera presentan al delito como algo regular, ordinario, presente por doquier. El delito es algo que aguarda a la vuelta de la esquina, es lo que nos puede pasar a todos en cualquier momento. De allí que recurra a otras estrategias narrativas provenientes de la justicia, e interpele otros valores más abstractos como la búsqueda de la seguridad y la justicia.
APU: El libro también remarca que parte de todas las limitaciones y problemas de la gestión de Seguridad del kirchnerismo no fueron solo límites del kirchernismo sino de la sociedad como un todo. ¿Cómo sería eso?
ER: Como dije en mi libro anterior, “Temor y control”, en materia de seguridad el kirchnerismo no supo, no pudo y tampoco no quiso reproducir la performance progresista que tuvo en algunos otros campos. Me parece que en las cuestiones securitarias el kirchnerismo le debe bastante al menemismo, son más las continuidades que las discontinuidades. Lo que no implica que no haya experiencias interesantes, como por ejemplo, las gestiones de Beliz y Garré. Pero fueron experiencias excepcionales que no pudieron sostenerse en el tiempo, experiencias, por otro lado, que nunca le cerraron a Presidencia, fueron gestiones rigurosamente vigiladas, que tenían que rendir exámenes todo el tiempo. Berni, por ejemplo, es el nombre del retroceso, de la reacción en esta materia. Berni es Scioli, Casal, Granados… Y de eso me ocupo bastante en este libro, porque hay que hacer un balance para seguir aprendiendo.
En segundo lugar, me parece que Berni no sólo fue una contradicción del modelo sino una limitación de la sociedad argentina. Berni hablaba para la vecinocracia, le decía a la gente lo que ésta quería escuchar. Y la hinchada propia callaba, aceptaba con resignación, jugaba a la obediencia debida. Al kirchnerismo le faltó iniciativa e imaginación para encarar esas batallas hegemónicas en ese terreno. Pensaba, como pensaba el duhaldismo o el sciolismo: que le salía más barato, electoralmente hablando, negociar con las policías que asumir los costos que podría implicar encarar los procesos de reforma integral. También le resultaba más cómodo decirle a la gente lo que ésta quería oír que poner en crisis esos imaginarios sociales que activaban dos por tres soluciones punitivistas. Es decir, al kirchnerismo le salía más barato y más fácil remar las coyunturas que intervenir sobre las estructuras. Por eso hay una frase muy peronista, de mi amigo Leo Grosso, que repito en el libro y dice “Las contradicciones del gobierno son las limitaciones del pueblo”.
APU: Otro de los elementos que se rescata también es que el problema de la formación de una policía democrática, no pasa meramente por adecuados protocolos de actuación con respeto de los DDHH sino también de la autonomía y la posibilidad de reformar la institución como un todo. ¿Cómo piensa este problema?
ER: Mirá, si es cierto que no hay olfato policial sin olfato social, entonces la reforma no empieza ni termina en la propia policía. Si la brutalidad policial se explica también en el prejuicio social, hasta que no se pongan en crisis los procesos de estigmatización social, difícilmente vamos a tener policías democráticas. Seguirán siendo policías interpeladas desde imaginarios autoritarios, discriminatorios y violentos. Entonces la reforma policial es un punto de partida, pero solo un punto de partida. Hay que calar hondo, desandar ese imaginario autoritario que es el telón de fondo de las políticas punitivas. Eso no significa que no haya que protocolizar el uso de la fuerza letal y no letal, o no haya que modificar los planes de estudios y sus contenidos mínimos, hacer externados para su formación, buscar que los policías estudien en la universidad pública. Pero con todo eso no alcanza, porque la policía es un emergente social. No podemos ser tan sarmientinos, no basta con inspirarles otros estímulos morales a los policías para transformarlas si al mismo tiempo no se emprende esa batalla hegemónica en el terreno de las costumbres, si no se disputan los sentidos comunes en torno a la cuestión securitaria en toda la sociedad.
APU: ¿Qué opinión le merece la discusión sobre la sindicalización de la policía?
ER: Soy partidario de la sindicalización policial. Lo digo haciendo el siguiente reparo: eso no garantiza que tengamos policías más democráticas. Más aún cuando sabemos que el sindicalismo en Argentina no se caracteriza por su vocación democrática, y sus relaciones se siguen vertebrando en torno al clientelismo, una economía de favores que organiza los intercambios al interior del campo. Pero los sindicatos policiales pueden crear mejores condiciones para enfrentar otros problemas. Por un lado, para agregarle previsibilidad a la legítima protesta policial protagonizada por la baja policía para obtener mejores condiciones en la venta de la fuerza de trabajo. Por el otro, contribuye a redefinir al policía como un trabajador. Ser policía no es una vocación, no es una misión especial. Las policías también viven de contarse cuentos. Y el cuento de la “familia policial”, de “la policía como vocación”, es un cuento que blinda la violencia policial y muchos intereses corporativos y abyectos, porque le agrega espíritu de cuerpo, código de silencio. Entonces, reconocerle el estatus de trabajador, significa pensar en un policía más cercano a cualquier ciudadano. Porque el policía, antes que trabajador, es un ciudadano. El policía no es un extraterrestre, no es la reserva moral de la autoridad o el orden público. La policía no es un bloque, hay muchas contradicciones desiguales en su interior que perdemos de vista cuando la postulamos como un aparato jerárquico, a imagen y semejanza de las fuerzas militares. Los sindicatos tienen que servir para arrojar luz sobre esas desigualdades que existen en las policías, para que los policías no queden atrapados en relaciones de lealtad o de obediencia debida.
APU Por último, el libro formula el concepto de imágenes fuerza. ¿Qué relación tienen las imágenes fuerza con las imágenes deleuzianas, como imagen movimiento, y que solución de continuidad hay ahí entre unas y otras?
ER: Claro, el libro es el intento de elaborar nuestros propios clises para dar una disputa en las grandes ligas. Hay que salir de las zonas de confort ideológico, hay que dejar de cazar en la Universidad. Allí nos movemos como pez en el agua. Pero hay que estar preparados para estar en la televisión o en una asamblea barrial también. Eso no significa renunciar a la crítica o que haya que decirle a la gente lo que ésta quiera escuchar. Significa tener presente que las audiencias no siempre están compuestas por los mismos interlocutores, recordar que hablan distintos juegos de lenguaje. Implica tener presente que hay núcleos de buen sentido, como decía Gramsci, sobre los que podemos recalar para, desde allí, empezar a dar esa disputa cotidiana sobre el sentido común, para ganarse la adhesión de los sectores subalternos. Esa disputa en el terreno de los lugares comunes, implica tallar imágenes-fuerza, es decir, contra-clises que tengan no solo la capacidad de llamar la atención, sino de vencer las resistencias que implican los clises de la vecinocracia. Porque la disputa se da no sólo en el terreno de las razones sino de las pasiones, de los afectos. No basta tener razón para llegar a la gente. Hay que captar sus emociones, hay que tocar otras fibras que pulsen otros valores, que activen otras relaciones, relaciones de solidaridad antes que de enemistad. Afectos que los lleven a tener en cuenta al otro, que les permitan ponerse en el lugar del otro, para luego poder sentirlo, pensarlo y abrir un juicio responsable y solidario.