Repensar la demanda de seguridad de los barrios populares sin punitivismos contraproducentes
Con la notoriedad que alcanzan algunas desapariciones forzadas y hechos gatillo fácil -y la sobrerrepresentación de la “inseguridad” en la agenda mediática-, hay muchas aristas de la violencia institucional que quedan sin abordar. Un ejemplo es el accionar del poder judicial, con sus demoras y sus cuestionables decisiones, si bien cobró una mayor visibilización en el último tiempo, como ocurre en el caso de Santiago Maldonado o en el de Lucas Cabello, por nombrar sólo dos; otro es el rol de las sedes hospitalarias o del Registro Nacional de las Personas, pero las dependencias y unidades estatales podrían seguir y seguir.
La necesidad de repensar el sentido común alrededor del término “violencia institucional” vuelve a surgir en la vinculación entre narcotráfico y fuerzas de seguridad. Si para los medios de comunicación más tradicionales los sectores pobres suelen ser los responsables de la violencia, su incremento sólo da cuenta de que en realidad son los más castigados por acción, omisión y connivencia estatal. El contexto pone en debate la capacidad del Estado para proteger a la población, y a las organizaciones en particular, pero también para llegar con políticas públicas, muchas de primera necesidad, a esos territorios carenciados.
En ese marco, AGENCIA PACO URONDO dialogó con Manuel Tufró, director de Justicia y Seguridad del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), para profundizar el análisis en relación a los límites y cuestiones de la violencia institucional y del rol del Estado.
Agencia Paco Urondo: En el contexto posterior a la salida del aislamiento más duro por la pandemia, ¿cómo analizan la situación en materia de violencia institucional en nuestro país?
Manuel Tufró: La situación en la pospandemia es muy similar a la prepandemia. Salvo los primeros dos o tres meses de aislamiento más estricto en 2020, donde se registraron abusos que salían de las formas más tradicionales y tenían que ver con el control para el cumplimiento de la cuarentena, rápidamente volvimos a los mismos patrones. Seguimos con los mismos problemas para poder medir porque no hay datos oficiales.
Los pocos que hay y los que producimos las organizaciones muestran que persisten las mismas dinámicas que, en el caso de la violencia policial letal, la mayor parte de los casos se concentra en situaciones con oficiales fuera de servicio que disparan, matan y mueren en contextos de supuestos robos o intentos de robo mientras están en la calle o en transporte público. También se consolidan algunos patrones como el de los femicidios policiales.
APU: ¿Qué evaluación realizan de aquellas posturas que exigen mayor cantidad de policías, en el caso de la inseguridad, y la militarización de las zonas donde pesa el narcotráfico, como Rosario?
MT: El aumento en la cantidad de policías, patrulleros y cámaras de seguridad es la política de Estado que se viene aplicando en los últimos 25 años, más allá del signo político de los gobiernos y los resultados están a la vista. Funciona de manera disuasiva en algunos contextos muy específicos y por un tiempo muy limitado, pero no soluciona ninguno de los problemas. No dialoga con los problemas reales de seguridad y violencia, sino que son más bien políticas con un componente comunicacional muy fuerte de demostrar gestión. La experiencia ha mostrado que esa mayor presencia policial en ausencia de una reforma y de un control estricto termina generando más problemas de los que resuelve.
APU: ¿Los límites o las cuestiones vinculadas a violencia institucional están en constante redefinición?
MT: La noción de violencia institucional es una categoría política, no científica ni jurídica, por más que algunas leyes la hayan adoptado. Como tal, está sometida a tensiones propias del juego político, lo que significa que distintos actores en distintos momentos la utilizan de manera estratégica para denominar diversas cuestiones. Los límites de la categoría siempre están en disputa y redefinición.
Está claro que hay formas de circulación de violencias donde intervienen actores estatales y no estatales, donde incluso la diferenciación misma a veces está puesta en discusión, que llevan a repensar el uso de la noción o a pensar si no hay que buscar otras y reservar el uso de “violencia institucional” para algunas formas muy específicas que tienen que ver con el funcionamiento burocrático de algunas instituciones estatales. El Estado puede generar o participar de muchas formas, incluso por omisión con redes de ilegalidad. Son situaciones de complejidad que desafían cualquier rótulo que queramos poner para simplificar.
APU: ¿Cuál es o debería ser el rol del Estado para abordar la problemática? ¿Qué exigencias plantean desde el CELS?
MT: El rol del Estado debería ser, en primer lugar, diferenciar las problemáticas, ya que hablamos de múltiples distintas y hay que poder diagnosticarlas más allá de lo simplista de los discursos punitivistas que reducen todo a inseguridad, violencia o narcotráfico. En eso, también proponen una solución muy simple que es la mayor presencia policial o el endurecimiento de las leyes, entre otras.
El Estado debería avanzar para un problema específico, como la circulación de violencias en barrios populares, con políticas multiagenciales, que muchas veces se las ha nombrado pero casi nunca se las ha aplicado de manera sostenida y con una real presencia de las distintas facetas del Estado permanentemente en los territorios. En general, siempre terminó siendo más bien un discurso para justificar la intervención policial con el argumento de que detrás vendrían las otras caras estatales, lo que nunca acaba sucediendo. En algún momento habría que probar qué pasa efectivamente si se las aplica.
No se puede resolver sin ni sólo el Estado. En el fondo hay un problema de construcción de vínculos y lazos de sociabilidad. Sin la participación de las organizaciones que tienen presencia en los territorios no se puede trabajar. Es importante que éstas tomen cuestiones de la seguridad como un problema para trabajar de manera permanente en sus agendas y que, en conjunto con organismos de derechos humanos, se pueda pensar en otra forma de organizar la demanda por seguridad en barrios populares. Una demanda que efectivamente busque lograr cierto nivel de posibilidad de desarrollo de la vida cotidiana sin centrarse en punitivismo extremos que terminan siendo contraproducentes porque recaen sobre los mismos jóvenes. Hay un gran desafío que no creo que lo pueda resolver sólo el Estado.
APU: ¿Por qué cree que las políticas de seguridad de sectores más progresistas, como la posición de la ex ministra Sabina Frederic, tienen tan poco consenso social? ¿Cómo se podría revaluar o redefinir el panorama?
MT: Las últimas tres décadas se ha instalado un consenso que nosotros llamamos “realismo político punitivista” que atraviesa los diferentes sectores. Esas “políticas progresistas” de seguridad casi nunca fueron aplicadas, muy pocas gestiones lo han hecho por tiempos muy limitados. Con mayor o menor énfasis y discursos más o menos violentos, se vienen aplicando fórmulas más bien punitivas o de expansión del sistema de seguridad y castigo.
La realidad es que la mayor parte de la sociedad no conoce otras “recetas”, porque casi no se han aplicado. Se ha instalado una dinámica en la que amplios sectores demandan, antes que más de lo que conocen, más de lo que se les ofrece desde la política y los medios de comunicación, que después lo toman como si fuera una demanda espontánea.
Uno de los grandes desafíos, más allá de trabajar con el Estado para tratar de incidir en sus políticas, es cómo transformar esa demanda por seguridad y darle un contenido y orientación democrática. Que siga siendo, porque es un derecho a garantizar, pero que no sea la excusa para reproducir discursos y prácticas punitivistas, estigmatizantes y xenofóbicas. Es un desafío para las organizaciones de derechos humanos y movimientos sociales porque no va a provenir de otro lado esa reconfiguración de la demanda por seguridad, y ellos son los actores interesados en que ocurra. Por ahí puede venir el cambio.