Un 24 de marzo en Brasil, gobernada por militares, por Santiago Gómez
Por Santiago Gómez
Desde San Pablo
Ya siete años fuera de Argentina, perdí cinco marchas por el 24 de marzo, la del año pasado y este nos la perdimos todos. Crecí sabiendo del golpe, escuchando a mi padre pedirme que me calle si señalaba un adhesivo de Izquierda Unida en el colectivo o cuando salía al balcón a gritar una consigna. Sabía que mi vecino era militar, pero no sabía que Hugo Delmé había sido responsable de un campo de concentración en Bahía Blanca. Era el padre de mi amigo y cuando iba a jugar a su casa él me decía que podía hacerme desaparecer, movía los brazos imitando un mago para luego decir que ya está, yo había desaparecido. Sus hijos militares reían de las gracias del padre. Hugo Delmé fue preso.
Crecí preguntándome cómo fue posible que la sociedad tolerase vivir en una dictadura. Crecí en un país politizado, con historia de lucha. En la secundaria fui invitado por los mayores que crearon el centro de estudiantes a participar del mismo. Crecí en una ciudad donde íbamos a la calle contra la ley de educación superior menemista, donde por organización recuperamos un edificio que ocupaba el club Almagro mientras mi escuela no tenía lugar para que hiciéramos gimnasia. Crecí en una ciudad donde bastaba que Clarín publicase que querían privatizar la universidad para que al otro día la calle se llenara de gente. Sé que aún la movilización social no era tan amplía como hoy, desde la adolescencia me preguntaban si me metía en política para robar.
Dentro de una semana exacta se cumple el aniversario del último golpe militar en Brasil, que no fue el último golpe. Ya estaba aquí cuando se cumplieron los 50 años. Vivíamos en Porto Alegre con quien compartí mi vida por siete años y se nos estranguló el estómago cuando vimos en la tapa del principal diario local la foto de un militar que reconocía las barbaridades que habían hecho.
Crecí preguntándome cómo fue posible que la sociedad argentina aguantara el golpe durante tanto tiempo. Alguna vez la respuesta que me di fue miedo. No fue miedo, le escuché decir a Emilce Moler en una actividad organizada por la Cátedra Libre Oscar Masotta en Rosario. Emilce dice que no es miedo lo que explica que los vecinos no le hubieran ido a tocar el timbre a los padres después de que a ella la secuestraron. “¿Puede ser miedo… llamar por teléfono y preguntar: “vive, la piba que yo tuve en mis brazos desde que nació”? Yo, permítanme decir: que eso no es miedo, que hay otras cosas que ustedes como psicólogos lo deben saber mucho mejor que yo. Que tenemos que desentrañar. Si no tomamos como clichés que hacen una cobertura y justifican todas las conductas una sociedad… que después de 10 años decimos: “pero qué barbaridad no nos dimos cuenta”, dijo la compañera en la actividad que se desarrolló en la facultad de psicología de la UNR.
La historia quiso que me tocara vivir un golpe y poder ver cómo se comportó la mayor parte de la sociedad brasilera mientras prepararon el golpe, durante el golpe y todavía no sé cómo será después del golpe porque el golpe todavía no terminó. Los militares gobiernan el país, impulsan um genocidio, entregan la soberanía nacional haciéndole la venia a la bandera yankee, acabando con el trabajo, la producción, la salud y educación. Llevamos ya cinco años viviendo eso. El último golpe militar duró 21 años, al menos este sé que terminará como máximo en diciembre del año que viene. Si es que no termina antes.
Infelizmente a nuestro pueblo brasilero lo disciplinaron a fuerza de esclavitud hasta entrado el siglo XX, en términos formales. Legalmente la esclavitud terminó en 1888. En 1932, tras la gran seca, el gobierno de Getúlio Vargas creó campos de concentración en Ceará, para que los pobres no circulasen por Fortaleza, además pidiendo limosna que era considerado delito. La estructura familiar de poder aún persiste en este país. Cuando comenzó a reconocerse los derechos de la mayoría esas mismas familias no lo aguantaron y dieron el golpe.
También se qué hay un gran sector de la sociedad brasilera, principalmente las capas medias y altas, que no le importa lo que le pueda pasar a la mayoría. Vi mucho intelectual, profesor, periodistas, algunos hasta que se dicen de izquierda o progresista, que no resistieron el golpe para que no los confundieran con petistas. Viví en un edificio acá en San Pablo donde la mayoría de los propietarios y el consorcio prefirieron que quienes hacían de porteros y seguridad del edificio continuaran yendo a trabajar. Elias fue la primera víctima de Covid de la que supe. Negro, nordestino, con una hija haciendo doctorado en Estados Unidos, con quien siempre conversábamos de política. Aún conservo la nota que escribió agradeciéndome el libro de Celso Amorim que le presté. A la semana lo internaron.
Lo que vivimos fue planeado. La primera medida que tomaron después de derrocar a Dilma fue ponerle un techo por veinte años a los gastos en salud y educación. Hoy tenemos más de 3.000 muertes a causa de COVID porque falta estructura sanitaria para garantizar acompañamiento de las personas infectadas, recursos para tratamiento y camas de terapia intensiva y tuvimos que escuchar al presidente decir que él no liberaría recursos para vacunas. Y como era de prever, la población negra es la que más está muriendo.
Mientras tanto nos encontramos en una trampa mortal. Para sacar al genocida que negó la gravedad del virus, llamándolo gripecita, que promueve la aglomeración social, dice que no hay comprobación científica para justificar el uso de máscara y se niega a comprar vacunas, tenemos que ocupar la calle. Sin movilización social no hay impeachment. Y salir a la calle representa no sólo el riesgo individual que cada uno puede correr cuanto transformarnos en propagadores del virus. Mientras Bolsonaro esté al frente del gobierno las muertes sólo van a aumentar. Es necesario vacunar a 170 millones de personas, en una población de 208 millones, necesitamos 340 millones de vacunas para eso. Fueron vacunas solo 12,4 millones de personas y con el gobierno nacional en contra. Ayer Bolsonaro dijo que conseguiría 500 millones de dosis antes de diciembre. No hay razón alguna para creerle.
La anulación de la condena a Lula y todo el proceso contra él de la Lava Jato le devolvió la esperanza a la mayoría. La mayoría confía en él no en el partido. Nos falta un año y medio hasta la próxima elección y no sabemos cuántos llegaremos a verla. Los hospitales están saturados. La gente se muere esperando una cama. La gente se muere en sus casas por falta de atención. La rabia solo crece y el cuidado por la mayoría hace que no se puedan promover manifestaciones para tirar al infradotado que nos gobierna. Es una triste y angustiante espera. Es cada día recibir la noticia de alguien cercano que perdió a un ser querido, que se contagió y con el terror de saber que la ya no hay estructura para garantizar los debidos cuidados que impedirían que fueran tantos los que mueren cada día.
Es un genocidio, sí. Se sabe del virus y no solo no se hace nada para combatirlo cuanto se combaten las medidas que sabemos evitarían más muertes. No vemos la hora de que este terror se acabe. No encuentro razón alguna que justifique que Argentina permita que sigan llegando argentinos a Brasil. Si los presidentes del Mercosur van a mantener una reunión virtual que me expliquen quién necesita venir por cuestiones de trabajo. Si Argentina necesita dólares no entiendo por qué dejan salir turistas al exterior a gastar las divisas que el país necesita.
Del 16 marzo del 2020 al 7 de enero del 2021 fueron 200.000 muertes por Covid. De enero hasta hoy con la nueva cepa ya son 100.000. La propagación de la cepa de Manaos es diez veces mayor. Mientras Bolsonaro esté en el gobierno esta masacre no se acaba. Podrá disminuir por la gestión de gobernadores e intendentes comprando vacunas, decretando cuarentenas. Pero es que no es sólo el vírus, también es él hambre. El gobierno no compra vacunas y a la población le cuesta mucho comprar arroz.