Apuntes sobre “El jockey”, la nueva película de Luis Ortega
Es extraña la película y más extraña la trama. Son las mamushkas que entran y salen por orden de aparición en una pantalla que no deja respiro por la acción, las pausas, los silencios, la obligación del espectador de ver porqué ocurre lo que ocurre y lo que no sucede. Si las referencias al cine de Jorge Polaco y Leonardo Favio son un guiño imposible de soslayar, las primeras escenas muestran un mundo atroz donde hombres sin piernas, heridos, bares rotos y otros derrumbes son mostrados de una forma con inusual belleza. Por supuesto no está demás la presencia de Fellini y gran parte de neorrealismo italiano con su escena de los vagabundos que se acercan a su casa en ruinas y uno de ellos dice: "Cierra las ventanas que tienen envidia de nuestro malvón".
El jockey es eso, una flor en el medio de un pantano social, amoroso, parental y dichoso. No hay remedio para los que sufren la hostilidad diaria del capital que no se ve pero pisa fuerte y la película contiene todos los elementos de un jinete de turf que bien puede ser un obrero, un estudiante, un escritor o un bohemio. "Estás hermosa" dice el personaje que interpreta Luis Ziembrowski cuando Remo entra en una clandestinidad obligada.
Filmada en lugares reconocibles como el subte A, la Avenida de Mayo (¿un giro hacia Cortázar?) y en la puerta de la Casa de la Cultura donde funcionó el diario La Prensa entre otros sitios, el punto de vista del director Luis Ortega da un cambio brusco y eso es lo que da vida a toda la introducción, como si el realizador mientras filmaba y sus personajes bailan en la primera toma se diera cuenta de lo que correspondía a la escena siguiente. El amor, la vida en riesgo, la ignominia de los hospitales, la crueldad del malevo Ferreira a toda hora y lugar, los tres compinches (¿una forma de la amistad?) que encarnan Carnaghi, Núñez y el gran Daniel Fanego, "que se nos fue rápido", dijo Pérez Biscayart en el Festival de San Sebastián al recibir el Premio Horizontes Latinos.
El jockey es eso, una flor en el medio de un pantano social, amoroso, parental y dichoso.
Es un cine de autor y la pregunta obligada es ¿el público responderá o en pocos días estará en un buen horario en el cine Gaumont?. Lo que sí es cierto es un salto estético en relación a Caja negra y Monobloc , sus primeras películas donde también pero en otro contexto recurre a personajes desclasados que van por todo y todo lo pierden. Es más que evidente que las preocupaciones ideológicas y estéticas de Ortega va en auge tanto en el cine como en TV (Historia de un clan, El marginal, Narcos) y eso lo "obliga" a ajustar el guión que por momentos es declamatorio pero no obstruye el cambio de ritmo, la falta de virtualidad, los puentes con la vida en décadas anteriores, con vínculos humanos un poco más sólidos que los que propone el mundo web de hoy en día.
Mariana di Girolamo y Daniel Giménez Cacho demuestran un compromiso total con el menú que nos deja Luis Ortega, un menú fílmico, literario, poético, con imágenes que una y otra vez deben pensarse para que no todo esté digerido en una recuadro de Netflix como bien apuntó Luis Ortega durante una entrevista. Dentro de la película hay un collage musical que encabeza Sandro interpretando “Trigal” y el baile que se hizo referencia en el inicio del filme es una subtrama que mucho tiene que ver el derrotero de los personajes y una suerte de homenaje a la belleza en el arte, a la que Ortega según parece no piensa renunciar.