Arquímedes y el status social, por Etín Ponce
Por Etín Ponce
Le quito cualquier valor al argumento esgrimido por quienes justifican su mutación alegando que en el partido político que militaban no había oportunidades de participación o que estaba lleno de delincuentes. Uno no milita por la gente que hay en un partido sino por el ideario que lo contiene. Ahora, si así no fuese, y salvando las distancias, mañana yo podría cambiarme la camiseta de Colón por la del Tate alegando que lo hice porque el tesorero del sabalero cometió una estafa. Sería una burda excusa tendiente a enmascarar el verdadero motivo del cambio de camiseta.
En las ciudades no demasiado grandes y mucho más en aquellas donde el estándar de vida es más o menos elevado, comparado con la media del país, hasta la bicicleta que usás sirve para marcar diferencias. Ámsterdam está plagada de bicicletas que sus habitantes utilizan para movilizarse porque conocen los beneficios que su uso les reporta desde el punto de vista físico, mental, económico, además de contemplar el cuidado del medio ambiente. Lo hacen a conciencia, es una cuestión cultural. No se encontrarán allí sino bicicletas viejas, modestas, simples, de paseo, birrodados con mucho uso.
En cambio, en nuestras localidades progresistas flota una feroz competencia encubierta para ver quién tiene la mejor bicicleta, la más cara, y si es de titanio y de veinte marchas, mejor. Hago la salvedad en aquellos casos que la tenencia de este tipo de rodados esté justificada por el uso que efectivamente se les da.
Esto de querer parecer también ocurre en el campo laboral y no es nuevo. Guardo en mi memoria una anécdota pretérita que sigue teniendo plena vigencia. Un año después de que yo entrara a trabajar en el sector de economía agraria de una empresa con asiento en Sunchales, Gerardo Richiger, compañero de la secundaria que se había ido a estudiar a Córdoba y solía volver a su ciudad natal, me encuentra y me dice:
-Negro, ¿ya te compraste el Fiat 600?
En aquel momento yo no tenía pensado comprarme un auto, ciertamente un emblema de los sectores sociales medios de la época.
-No, no me compré ningún auto -respondí-. ¿Por qué me lo decís?
-Porque los que trabajan en lugares como en el que vos laburás -dijo Gerardo- se sienten realizados cuando antes de ir al trabajo el espejo les devuelve la imagen de alguien importante, de saco y corbata, y por supuesto que esto tiene que ir acompañado con la compra de un auto para que la realización sea completa, ¡jajaja!
Lo miré en silencio, sin abrir la boca, y solo sonreí festejando su ocurrencia. Aun hoy me suena a sentencia ese juicio de valor utilizado por aquel amigo que se marchó ya hace un tiempo.
La búsqueda de ascendencia en la escala social es una materia obligada de hombres y mujeres contemporáneos devenidos en progres, es una constante que se renueva con más fuerza generación tras generación. Esto se ve en todos los órdenes de la vida, y es claro que el trabajo no es la excepción.
El empleado quiere ser relevante, el relevante apuesta a ocupar el lugar del encargado, el encargado quisiera ser jefe, el jefe desea fervientemente una subgerencia y el subgerente sueña todas las noches con el sillón gerencial o el del CEO dependiendo de la entidad o compañía a la que pertenezca. ¿Está mal querer ascender? No, es absolutamente válido y saludable. El tema es cómo se asciende y a costa de qué o de quién.
El objetivo de conseguir el anhelado ascenso social suele provocar formidables contiendas cuando existe más de un postulante para ocupar el trono. Ni la batalla de las Termópilas librada por aquel puñado de guerreros helénicos durante la segunda Guerra Médica es tan épica como las peleas mundanas actuales por ocupar un determinado lugar.
Pero, qué sé yo...
Confieso que algo confundido porque mi visión sobre el status social contrastaba con el pensamiento y el comportamiento de mucha gente a mi alrededor, me propuse realizar una interconsulta buscando la palabra autorizada de alguien que representara una corriente de pensamiento que fuera indiscutible. Así, tratando de encontrar a alguien que me orientara, decidí, en principio, volver a mis raíces y emprendí viaje a Salavina, en la provincia de Santiago del Estero, para tomar contacto con Juan José Rocabado, hombre de tierra adentro, estudioso de la cultura ancestral y docente quichuista.
Juanjo me recibió solemnemente:
-Imaina purinqui -traduzco: cómo andas, en quechua santiagueño.
-¡Tanto tiempo chincanqui! -le respondí en alusión al tiempo que hacía que no lo veía. Le comenté lo que andaba buscando.
-Velo al Arquímedes de Atamisqui -respondió Juanjo, y se perdió entre las urpilitas que revoloteaban en el patio de la casa.
Ya tenía el nombre del espíritu superior al que debía consultar, y allá fui, en busca de la verdad, la que encontraría según Juanjo en la inagotable fuente de inspiración de Arquímedes de Atamisqui, de quien luego me enteraría que era adorado en Santiago del Estero por su prédica constante a favor del ocio así como vilipendiado y denunciado en foros académicos internacionales, en los que se le achacaba haber plagiado a su homónimo de Siracusa, al pretender acuñar como propia la sentencia que lo catapultó a la fama entre sus coterráneos provinciales: Dadme un punto de apoyo y dormiré una buena siesta. Sin tener demasiado en cuenta esas críticas, que juzgué como mal intencionadas, fui en busca de la sabiduría de aquel pensador.
Al llegar al lugar me atendió su secretaria, a quien, según ya me habían anticipado, debía abonarle religiosamente la consulta. Así lo hice.
-Está todo bien -dijo ella cuando terminó de examinar con ojos desconfiados los billetes a trasluz-. Pase que el maestro lo recibirá.
Ungido de emoción por la circunstancia que estaba viviendo, la secretaria me hizo pasar a un patio trasero. Allí, sentado en un cajón de vino junto a una planta de mistol, se encontraba el maestro. Había llegado el gran momento. Estaba nada más ni nada menos que frente al mismísimo Arquímedes de Atamisqui.
El hombre, de tupida y larga barba a tono con la blanca cabellera que le bajaba por sus hombros, me miró con gesto adusto al tiempo que se corrió la túnica, un tanto deshilachada, que se le había enredado entre las piernas, dejando ver, quizás para impresionarme, unas sandalias tipo persikai, calzado de origen persa usado luego por los antiguos griegos.
Oró una inentendible plegaria, luego se colocó una mano en el mentón y expresó mirando la nada:
-¡Eureka! Por fin alguien que viene a consultarme acerca del nuevo Dios del Olimpo surgido en esta sociedad de consumo: el status social.
Y mirándome a los ojos prosiguió:
-Hombre que vienes en busca de la verdad, escucha -puso su mano derecha sobre mi hombro izquierdo-. En la sociedad resultadista de nuestros días mucha gente anda buscando dar un desesperado salto ascendente en la escala social a través del trabajo, la profesión, el auto, la casa, los lugares que frecuenta, la manada con la que se junta o la nueva expresión política a la que ha arribado. En resumen: buscan embriagarse con los edulcorados brebajes contenido en las tinajas del posmodernismo.
Y agregó:
-Cuando nacemos la vida nos otorga un crédito, son los sueños que descansan en la caja fuerte del corazón. Sin sueños no hay horizonte ni esperanza. Lo que quiero decir es que tiene que haber sueños para que la vida merezca ser vivida. Propaga esta verdad entre los tuyos, diles que cuando puedan se den una vueltita por el campo santo y ahí comprobarán que el status social es solo una pompa de jabón.
Me miró a los ojos. Su voz sonó pausada y firme nuevamente:
Ten audacia, huye de la resignación y de la mediocridad. No te quedes con ganas de nada, no dejes que nadie te mutile las alas y mucho menos los sueños.
Envejece con dignidad y aunque veas a tu alrededor a una multitud reptar, camina siempre erguido sobre tus pasos.
Transmuta odio y envidia por amor y admiración hacia el talento ajeno. Sé exagerado en la solidaridad, enciende hogueras a tu paso, construye puentes, desoye las reglas de los poderosos y lucha para que no haya privilegios.
Que en tu mochila siempre haya objetivos tan grandes como nobles, más ten presente que para que esos objetivos se conviertan en realidad debes estar dispuesto a tomar riesgos de idéntico tamaño.
Ten siempre presente que los infortunios que te deparará la vida te darán la dimensión exacta de lo que eres, una vida fácil es la versión equivocada de lo que crees ser.
El status social te hará cargar en la valija cosas innecesarias, superfluas, puro maquillaje. Cuando sientas que lo exterior no te alcanza busca hacia adentro, verás que a partir de ese momento muchas de esas cosas de afuera te empezarán a sobrar.
Y, finalmente, si por sostener tus ideas debes pagar duro costo, que tiemble la mano del verdugo que habrá de ajusticiarte cuando lo mires y se dé cuenta que para tus ideales no cuenta el precio de la cabeza que él habrá de echar a rodar.
Después de pronunciar esto último se puso de pie, me hizo una imposición de manos sobre la cabeza, giró sobre sus pasos y se fue despacio y en silencio.
No sé cuánto tiempo permanecí en aquel lugar. Apenas recuerdo que me transpiraban las manos y mi respiración era entrecortada. Me alejé de esa especie de santuario pagano con una extraña sensación. Ya no me pesaba tanto mi equipaje. Desde entonces llevo conmigo y difundo la palabra del profeta. Así, para quienes en temas profundos quieran llegar a la verdad, recuerden este nombre: Arquímedes de Atamisqui.
Ah, tengo una buena noticia que darles. Me acaba de llamar la secretaria para decirme que a partir de este mes... trabajan con todas las tarjetas de crédito.