Cine: "Una batalla tras otra", la risa como posibilidad para un nuevo sentido
Que va de una revolución ingenua e ingenuamente fallida; que da cuenta del fondo opaco que descansa en lo más profundo de todo desprecio racial; que pretende hacer de Vineland, novela de Thomas Pynchon, una versión ágil y progresista, liviana, una hermana menor despreocupada, chill; que devuelve el espejo ambiguo con el que se puede mirar avergonzado todo arrebato de liberación. Eso y algunas cuestiones más se podrían decir rápidamente, casi de manera automática de Una batalla tras otra, última película de Paul Thomas Anderson, pero sería, digamos, analizarla con un prisma que no entra en diálogo con la propuesta del autor; y, más importante aún, sería perder la oportunidad de pensarla al calor de la América enloquecida que nos toca.
La película es, antes que nada, y para ordenarnos, una comedia. Y en ese código es que funciona, tanto el guion como las geniales actuaciones de Di Caprio y Penn. Además, si de Occidente se trata, si de esta región del mundo hablamos, en donde el culto al hiperrealismo es moneda corriente y las IA compañeras de lo cotidiano, ¿qué más realista, insoportablemente métrico que una comedia para hablar de la revolución?, ¿qué más certero, en tierras labradas por Donald Trump, que el efecto que sólo puede generarse a través de un chiste? Anderson, que no estuvo ni cerca de hacer su mejor película -sólo pensar en The Master, Magnolia, El hilo fantasma echa por borda esa chance-, entiende esto, y por eso ensaya una obra que tiene en la música, en una escena memorable (la que se da en la ruta), en la chispa inoxidable de Di Caprio y en las muecas de un memorable Sean Penn sus pilares.
Di Caprio hace gala de su talento, ese que es capaz de reflejar en un rostro y en un cuerpo el agotamiento de toda una sociedad.
Una batalla tras otra plantea, a su vez, una hipótesis: sólo en la medida en que hagamos del absurdo un instrumento, sólo en la medida en que lo entendamos como parte fundamental, sólo en la medida en que nos amiguemos con él podremos entender lo que nos pasa, y sólo en esa instancia es que habrá posibilidad para torcer la cuestión, para devolvernos un troquel más humano, un horizonte, para pensar en una salida donde hoy por hoy parece no haberla.
La risa como apertura, la risa como sismo que desarma imposturas, poses, la risa como gambeta del horror y del tedio, la risa como único primer paso para un nuevo sentido. Convenciéndonos de esa línea e inscribiéndonos en ella, lo de Di Caprio es, lisa y llanamente, infernal. Dueño de un sueño revolucionario que encuentra su agrietamiento en la realidad más concreta y urgente, el nacimiento de una hija, el actor hace gala de su talento, ese que es capaz de reflejar en un rostro y en un cuerpo el agotamiento de toda una sociedad. Porque, ¿hasta dónde es capaz de llegar, hoy por hoy, un cuerpo?
Esa es la pregunta que se desprende de su papel, y ahí radica la estrecha ligazón de la película con nuestro tiempo. ¿Hasta dónde somos capaces de llegar a este ritmo? ¿Hasta qué punto podremos tolerarnos? ¿Quién podrá sostener este aluvión de fracasos y desazones? ¿Cómo? ¿Y el alcohol? ¿Y las drogas? ¿Qué quedará de esta esquizofrenia tecnológica? ¿Qué hay del otro lado? ¿Cómo pensarán, quienes nos sucedan, esta época? ¿Pensarán?
En fin: una película que debemos ver. Porque, a fin de cuentas, si de algo estamos seguros, es que todavía nadie nos puede robar la risa. Y, como suele decirse hoy, eso ya es un montón.