Cuento: "3 de abril de 2013", de Gerardo Payer
Por Gerardo Payer
“Vos sos el hijo de la Kely”, me decían cuando era pequeño y a mí se me inflaba el pecho. Me encantaba que me vincularan con ella, yo siempre desde chiquito escuchaba que le decían así, era re natural, hasta nuestra familia le decía Kely.
Después, más tarde, en la escuela, cuando a los Franciscos le decían Pancho y Tina a las Cristinas, yo no encontraba la relación que tenía el apodo con el nombre de mi vieja que se llamaba Angela, así que volví entusiasmado a preguntarle el por qué la llamaban de esa forma, para contarle a todos. Ella con mucha dulzura me dice: -Tonto, así nos dicen a las mujeres que limpiamos casas, la queli, la que limpia ¿entendés?
Desde que papá se había ido, mamá limpiaba tres casas distintas. Una, solo los fines de semana y las otras dos durante la semana. A pesar de que ella me lo había dicho con ternura me pareció que no quedaba lindo, que con “Angy” hubiera estado bien. Aparte pensaba ¿si supieran todas las cosas que hace? La huerta, el jardín, limpia nuestra casa y hace la comida, blanquea con cal las paredes, vuelve a limpiar, me ayuda con las tareas que no entiendo y siempre parece estar contenta.
Eso me pasaba, yo sentía que su apodo, de algún modo, la descalificaba. Anduve cabizbajo un par de días; después me pareció que tenía que empezar a ayudarla y no sabía bien cómo porque era muy chico. Entonces volvía rápido de la escuela y un día, por ejemplo, acomodaba todas las sillas alrededor de la mesa y después, antes que ella llegara, barría lo mejor que podía, corría las cortinas para que entrara más luz y las poquitas cosas que teníamos parecieran más lindas. Otro día me encargaba de la pieza y aunque no me gustaba limpiar el baño, a veces lo hacía.
-¿Agus, vas a jugar?- me gritaban mis amigos.
-Voy en un ratito-, les gritaba y tendía las camas y corría las cortinas, la pieza era mucho más oscura que la cocina y los colores de las frazadas eran apagados. Ella siempre me agradecía, “¡que lindo está todo!, me decía.
-Agus, anda a jugar con los chicos, vos tenés que hacer cosas de niños y estudiar. Cuando me llamaba a comer volvía rápido porque eran pocos los momentos en los que coincidíamos y a mí me gustaba compartir todo el tiempo que pudiera con ella, nunca faltaba el “mmmmm” que era como una forma de agradecerle, siempre estaba rico y yo no sé bien cómo hacía, ella me decía que era porque cocinaba con cosas de la casa y de todas esas cosas a mí me encantaba el gusto que la albahaca le daba a la salsa. Después empezamos con problemas, primero mamá se quedó sin un trabajo, la echaban fácil porque estaba en negro y, como pasa siempre con la mala racha, te caen una tras otra.
Me acuerdo que en el medio de todos esos líos un día se quemó la heladera y no podíamos arreglarla, fue la primera vez que vi que la expresión de preocupada le robaba de a ratos su habitual alegría. Porque desde que pasó lo de papá ella hacía todo lo posible para que yo no me diera cuenta, pero esta vez vaya a saber qué otras cosas le estaban pasando y entonces decidí que esa semana no iba a ir a la escuela.
Estaba decidido, iba a pedir en las esquinas hasta que solucionáramos el problema, así podía aliviarla en algo. El segundo día pasaron dos cosas: vinieron de la escuela a preguntar por qué no estaba yendo (así se enteró ella) y la peor: que mis compañeros de tercer grado me vieron pidiendo en la calle. Me había dado una vergüenza tremenda y pensaba, “ya está... Ahora me van a decir el kepi, el que pide ¿entendés? El hijo de la Kely”.
Mamá no me retó, me miró con una mezcla de ternura e impotencia y me dijo que no hacía falta que le demostrara de esa forma el amor, que ella era feliz si me veía estudiando, que todo iba a mejorar, pero para eso era necesario que volviera a la escuela. De camino a clases me iba inventando excusas, y como no las encontraba, me imaginaba en una discusión diciéndoles que lo haría mil veces si fuera necesario para ayudar a mi mamá, pero los pibes no me dijeron nada, jugamos a la pelota en el recreo, hicimos tareas y otras cosas de niños.
Volví a casa y ese día me estaba esperando con todas las cortinas abiertas. Mis ojitos la miraban temerosos de que estuviera en casa porque hubiera perdido otro trabajo, pero lo cierto es que estaba en casa y todo era tan luminoso, hasta la alegría parecía distinta, estaba y no nos hacía falta nada. Juro que teníamos poquito pero no nos hacía falta nada. Bueno, quizás necesitaba otro apodo para ella, porque con todo lo que hacía, la “Kely” le quedaba corto, pero como mi vieja sabía bien los motivos de su esfuerzo, no le molestaba demasiado y de a poco le fui dando menos importancia. Me prometí terminar la escuela para que ella pudiera sentirse tan orgullosa de mi como me sentía yo, de ser el hijo de la Kely...