“El cartel de ofertas”, cuento de Demian Konfino
Para Emilio, por acercarme un hilo de esta historia posible.
Le gustaba el vino. No las minas. En verdad, a Luis le fascinaba una mina, la suya, Norma. Tenía una red de amigos del barrio con los que solía juntarse a jugar al fútbol y a tomar algo, sobre todo, los fines de semana. Por eso, cuando Norma volvió tarde esa noche de ese frío martes aciago y notó su ausencia se desesperó.
Pasada la desazón inicial, Norma se activó y salió en su búsqueda. A las doce de la noche todas las calles y pasillos de tierra y barro de Isla Maciel ya registraban las huellas de Norma, de ida y de vuelta. Luis no estaba.
Norma no pegó un ojo en toda la noche. Al amanecer, con la pava y el mate, se sentó a esperar junto a la ventana del kiosco que tenían en el frente de su casilla. Pasaron las horas y nada. Estaba por encender la tele cuando oyó unos golpecitos tímidos en la puerta. El corazón de Norma inició su galope. Cuando la vio a Diana, la vecina, con cara de susto, sintió angustia.
–Tengo que hablar con vos, Norma. –tiró sin siquiera saludar y remató: –Adentro.
–Pasá, Diana. –Aceptó Norma, seca, con la cara desfigurada.
Diana había sido novia de Luis en su adolescencia hasta que lo largó. Norma siempre sospechó que Diana nunca toleró su matrimonio. De todos modos, nunca lo hablaron. Se sabían, secretamente, rivales. Mientras le cedía el paso, fue un segundo, no pudo evitar bajar la vista y corroborar que el lomazo de Diana seguía intacto. Una mezcla de envidia y bronca la asaltó. De pronto, lo vio todo prístino. Qué turro. Imposible competir con ese culo, concluyó. Y encima se lo venía a refregar.
–Dale, Diana, largá. –Le espetó, sin aguardar a que se sentara.
–Se lo llevaron, Norma. –Susurró.
–¿Eh? ¿Cómo? ¿A quién? –Preguntó Norma, desorientada, avergonzada y con súbito terror.
–Una patota, no sé, Norma. Con escopetas. Usaban anteojos negros aunque era de noche. Qué sé yo. Parecían milicos, Norma. Entraron a tu casa y se lo llevaron en un Falcon celeste. Cargaron algunas cosas en el baúl también. Escuché unos gritos, pegué el ojo a la mirilla y vi a Luis doblado con la cabeza adentro de una bolsa de tela oscura. Dos matones lo tiraron en la parte de atrás del auto, se metieron detrás de él. Un tercero cerró el baúl, se fue al volante y arrancó.
Norma corrió una silla y se arrojó contra el respaldo. Con los ojos bien abiertos escuchó cada palabra. Cuando Diana finalizó, rompió en llanto. Al serenarse le dijo a Diana que no entendía nada. Luis no andaba en nada raro.
Con el ateneo del barrio habían ido a buscar a Perón y habían hecho algunas pintadas en esa época. Nada más. No tenía ningún sentido que se lo llevaran.
Con el ateneo del barrio habían ido a buscar a Perón y habían hecho algunas pintadas en esa época. Nada más. No tenía ningún sentido que se lo llevaran. Diana prestó el oído, le dio un abrazo y se fue.
Norma revolvió la casa y se dio cuenta que los cajones de la mesita de luz de Luis estaban vacíos. La agenda de Luis, su cadenita y su reloj no estaban. Salió rauda para la comisaría del puente. Al traspasar el umbral notó que el cartel de ofertas del kiosco tampoco estaba.
Lo que siguió fue un peregrinar por diferentes comisarías y regimientos de provincia y capital. En parroquias e iglesias solo recibió plegarias formales y rituales de contención sin sentimiento. Luis no estaba por ninguna parte y nadie podía hacer nada.
Una mañana de lunes, cuando la ausencia se negaba a ser costumbre Diana volvió a su puerta con un papelito. Un nombre y un teléfono.
–Una vidente de Quilmes. Es excelente. Acierta todo. Andá a verla, no perdés nada.
Sin ninguna expectativa decidió hacerle caso. Llevó un calzoncillo y una corbata como le había pedido por teléfono Mónica, la vidente. Al ingresar le pidió que se descalzara y le entregara los elementos. Así dijo. Elementos. De su cartera, Norma extrajo el calzoncillo y la corbata. La sentó detrás de un escritorio forrado en felpa roja, sobre el que sólo se posaba un mazo de naipes. Mónica se enlazó la corbata al cuello y crispó el calzoncillo con la diestra. Mezcló las cartas con una sola mano, con una habilidad asombrosa, y pidió a Norma que extrajera una y la diera vuelta. Salió una persona con túnica roja, enlazada con una tela blanca alrededor del cuerpo y una venda también blanca en los ojos. Ocho espadas de punta contra la tierra la rodeaban. Por detrás, aparecía un fuerte.
–Mmm. Ajá. –Mónica observó el naipe y asintió con el mentón. Aunque Norma se había mostrado incrédula no pudo evitar el saltito sobre la silla y la sonrisa sincera al oír lo que siguió: –Buenas noticias. Está vivo. Atrapado. Preso. Algo así. En un fuerte. Tal vez un regimiento. Sacá otra.
Norma dio vuelta su segunda carta. La definitiva. Dos caballos a los costados de un camino ancho, mirando un fuerte. Dos carrozas acercándose. Un cielo celeste con muchos detalles dorados como monedas, unos árboles y un río. La otra carta era más literal. Esta no la entendió. Aunque se dio cuenta que volvía a aparecer el fuerte.
–Mmm. Ajá. Te lo dije. Ahí está. ¿Lo ves? –La miró y le preguntó lo que parecía una obviedad. Norma no atinó a responder. –El fuerte querida. Está ahí. La avenida y la arboleda. Está cerca de una avenida ancha y transitada. Es un fuerte lindo, con mucho parque. Hay caballos. Y está el río. Es evidente. No saques más.
De pronto tomó el calzoncillo y se lo puso en la cabeza, como de sombrero. La parte trasera en la nuca. Estiró la parte delantera hasta que le tapara los ojos y la nariz.
–Sí querida, clarísimo. –Dijo Mónica, súbitamente, mientras redondeaba la escena haciendo un bollo con la corbata y la batía entre sus manos. –Tu marido está vivo en un regimiento de caballería. Muy probablemente, en el Regimiento de los Patricios. Lo ves ¿no? El río, de la plata, el regimiento, los árboles y la caballeriza –dijo y señaló el agua, las monedas, el fuerte, los árboles y los caballos.
Era la primera vez que tenía al menos un rumor, aunque Mónica no tenía dudas que se trataba de un dato. A esa certeza se encomendó.
Dos horas demoró en llegar. Norma encaró al soldado de guardia y pidió hablar con su superior. El soldado se negó aunque acabó ingresando a la garita ante la insistencia. Al cabo de unos minutos salió junto a un camarada con gorro y ropa más formal. Un teniente tal vez. El militar negó la presencia de Luis en el regimiento y ordenó que se fuera. Inclusive amenazó con meterla presa. Norma se retiró unos metros y espió entre las dos hojas del portón sin expectativas. A lo lejos, sin embargo, divisó algo que le pareció familiar. Hizo foco y sí. El cartel de ofertas del kiosco. Estaba allí en el estacionamiento junto con otros muebles.
Se coló por el espacio que había entre el portón y la garita, aceleró y se aferró al cartel hasta que Luis apareciera. Luego de órdenes desacatadas y forcejeos varios, el personal militar resolvió correrse y Norma se sentó junto al cartel.
Pasó una hora. Cabildeando qué hacer estaba cuando, a lo lejos, divisó a un tipo con aspecto de croto. Era una presencia fuera de contexto.
De pronto se dio cuenta lo evidente. Se incorporó con velocidad y emprendió la carrera. Sí, era él. Lo abrazó con una fuerza que casi lo rompe. Se miraron y rieron. Le faltaban dos dientes. Pero estaba vivo. Lo tomó por los hombros y apuró la marcha. Salieron ante la indiferencia oficial.
Llegando a la esquina, Norma se soltó de repente y volvió sobre sus pasos en un trote. Luis no entendió hasta que la volvió a ver después de dos minutos. Traía bajo el brazo izquierdo el cartel de las ofertas que les pertenecía.