El día que el hombre pisó la luna
Por Daniel Mundo | Ilustración: Nora Patrich - Gato Nieva
Que la humanidad haya creído, como lo creyó, que un pie humano pisó la luna un 20 de julio de 1969, resulta maravilloso. Era un día nublado como hoy. La señal televisiva se veía nítida y en blanco y negro.
El Gran Neil Armstrong desciende despacio de la nave. Es tan, tan importante el evento, que tiene miedo de caerse. La ansiedad, como quien dice. El casco que contiene su cabeza se bambolea despacio de acá para allá. Mientras apoya su pie derecho en el suelo lunar pronuncia sus palabras eternas: “Un pequeño paso para el hombre, un enorme salto para la humanidad”. Su respiración emocionada es lo único que recorta el silencio absoluto. Todo dura segundos. Alguien grita: ¡Corten! Estallan los aplausos.
Si durante miles de años creímos que Dios nos había hecho a su imagen y semejanza, por qué no creer que Armstrong nos saludaba desde la luna. Si no hubiera estado nublado tal vez lo hubiéramos visto mover su mano enguantada. Cuando veo esas películas de guerra en la que nazis muy malos articulan palabras como indios en un inglés bastante comprensible, me acuerdo que durante cientos de años a Dios sólo se le hablaba en latín. Si todos los millones de chinos pisaran, con convicción, al mismo tiempo dando un paso para adelante, Fu Man Chu decía que la tierra se tambalearía como un barco en una tormenta.
“Un pequeño paso para el hombre, un enorme salto para la humanidad”. Cuántas veces lo habrá repetido frente al espejo mientras, por el parabrisas, se iba tragando estrellas a no sé qué velocidad. Era un astronauta, no un actor. Enronquecía la voz. Tosía. Se repetía: no estés nervioso. Tan solo se le había cumplido un sueño. ¿Qué más podía pedir?
Hace 51 años, un día como hoy, la humanidad pisó la luna. Me imagino que la gente se amuchaba en las casas que tenían tele para ver la proeza. No había muchas casas con tele en aquella época. Ahí estaba el Apolo navegando por el espacio como Colón en su cáscara de nuez. Hermoso. De una estrella lo saludaba el Principito. “Chau, Neiiiiiil”, le gritaba. “Neiiiiiil, ¡chauuuuu!”.
Dicen que cuando Orson Wells relató por radio La Guerra de los Mundos, en el año 1939, mucha gente corrió enloquecida y se suicidó. Ahora se sabe que nadie se mató ese día, pero varios tuvieron miedo. No se juega así con los sentimientos de la gente. Si fuéramos ingenuos, todo esto nos ayudaría a demostrar la omnipotencia de la radio y la tele en ciertos contextos. Pero no somos ingenuos. Antes que mostrar el poder mediático, Armstrong haciendo la señal de la victoria demuestra la necesidad de creer que todavía tenemos los mortales humanos. De creer “a pesar de todo".
Puede haber alguien que crea en Dios. Yo lo respeto. Puede creer en el diablo, también. ¿Por qué no? Pero la sociedad ya no cree en Dios. Ningún diario o agencia de noticias se atrevería a decir que esta pandemia es un castigo divino por el daño que le estamos haciendo. Que Dios se está defendiendo. No es fácil creer en esto, lamentablemente. ¿Creer en un Juicio Final? Mm, difícil. Como nos quedamos sin Más Allá, estamos abocados a disfrutar todo lo que se pueda del Más Acá. Algunos, muchos, muchísimos, no tienen ni dónde caerse literalmente muertos. Pero la sociedad no sólo les da la espalda, decretó que esta realidad no existe. Que lo que existe es el hotel all inclusive en doce cuotas sin interés. Miren. Escuchen. Escuchen. Shhhhh, ahí estaciona el Apolo levantando un humo de gomaespuma. Shhhhh. Fantástico.
La escenografía es propia de las películas de Méliès, toda una tradición funambulesca en el cine. Esa chatarra de lata de conserva atravesó el espacio sideral para estacionarse en la luna. Ni el famoso Capitán Beto, de Spinetta, lo hubiera hecho mejor. Tomando mate mientras pedaleaba entre las estrellas extrañando a su “vieja”. Qué lindo. El matutino La Nación sacó una carta en la que Armstrong le escribe al entonces presidente del Club Atlético Independiente (CAI, no CIA) anoticiándole que en cualquier momento iba a caer por estas tierras y lo iría a visitar. Cuentan que del espejito retrovisor de la nave colgaba un banderín de esa prestigiosa institución.
Dicen que después de pronunciar su libreto al pie de la letra, Neil Armstrong murmuró otras palabras en un tono muy bajo, casi ininteligibles: “Buena suerte Señor Gorsky” (‘Good luck, Mr. Gorsky’). Es una anécdota apócrifa. Durante años los expertos debatieron sobre el significado de estas enigmáticas palabras. Cada tanto le preguntaban al alicaído Neil por aquella frase, y Neil se desentendía moviendo la mano, como diciendo: es una boludez. Pero un día, por fin, se enojó: “¡Me tienen harto! La historia es ésta. Cuando yo era chico mis vecinos de al lado eran los Gorsky. Judíos. Un día escuché que el señor Gorsky le pedía a su mujer que le practicara sexo oral en la cocina. Y escuché que la mujer, risueña, le respondía: cuando el mamerto de acá al lado pise la luna, querido, jaja. Cuando pisé la luna se los quería dedicar”. Hay recuerdos que duran toda la vida. Los investigadores en astrofísica calculan que el señor Gorsky tendría por ese entonces 98 años de edad.
Unos años más tarde Armstrong desmintió, no que usara esas palabras, sino que alguna vez las haya pronunciado. La realidad es increíble.
Algunas noches me pregunto qué sentirá aquel que actúo como uno de los miles de clones que desfilan en Star Wars, con su uniformes blanco-implacable y sus cascos impertérritos. No es casualidad que una app amable nos pregunte qué estamos pensando. Me imagino al exsoldado galáctico llegar a una cena de amigos y hablar con voz nerviosa: Sisi, yo fui soldado en Star Wars. Estaba en la fila 54 puesto 16. Frente a esta revelación, todos los participantes de la cena dejarían de masticar por un momento y lo mirarían como con la boca abierta. Luego alguno diría: mgrmmm, como queriendo decir: mirá vos, ¡puta madre! ¿Y qué onda Luc Skaywaker? Después todos volverían normalmente a masticar.
¡Qué sociedad del espectáculo más loco la nuestra, por dios!