El discurso del odio y la pista de baile
“El discurso del odio”, un concepto importado de otro tiempo y de una situación bien distinta como herramienta para intervenir en esta difícil coyuntura bajo la forma de frase/consigna, en sus primeros días de circulación, no ajusta ni afloja como se suponía. Tal vez porque no termina de describir ni de sensibilizar, menos aún de convencer a quienes no estaban convencidos desde antes.
El “discurso del odio” como frase/consigna, al igual que Marty MC Fly tocando Van Halen en los años cincuenta, en su traducción local también dejó a la sociedad desconcertada en medio de la pista de baile. Porque nació adelantado a su tiempo, como un “enlatado” disonante, difícil de aceptar para una sociedad que pide a los gritos seguir bailando para completar la ilusión del previaje o la del difícil plato caliente para los chicos antes del sueño.
El feriado, en este contexto, fue necesario. Porque todo ameritaba parar la música y prender las luces, pero también una señal de alerta por cómo fue leído.
¿Qué pasa cuando nadie o sólo una parte de la pista reconoce una autoridad clara y en condiciones de dar indicaciones sobre a dónde ir o qué hacer?
Los discursos agraviantes, instigadores de la violencia y ofensivos de distintos modos de muchos de los dirigentes de Cambiemos y de los medios hegemónicos encuentran en las condiciones materiales de la sociedad un caldo propicio para desarrollarse y crecer. La consigna del discurso del odio, en cambio, no demuestra la misma efectividad porque no propone otra cosa más que insistir con las indicaciones en medio de los murmullos y lo hace porque, a diferencia de sus adversarios, prefiere desconocer el abismo sobre el que interviene.
Las sociedades, que siempre son movimiento y nunca foto (en este tembladeral y en particular la nuestra), aparece hoy más que nunca como un gran interrogante por dilucidar y al cual sólo una de las partes demostró saber qué le ofrece.
En este lodo peligroso y anómico, el atentado a Cristina, además de un milagro o una carambola del destino, es también una oportunidad. Una señal que hay que saber leer y lo que nos dice no es tanto que la violencia caló sino su condición necesaria anterior: que como sociedad estamos rotos.
Tan rotos que una imagen tan evidente como una pistola frente a la cara de la vicepresidenta de la nación genera dudas o desinterés. Dudas y desinterés que aparecieron en muchos otros momentos, pero que ahora con tanta evidencia como para creer, para generar solidaridad y reflexión, en mucha gente no genera nada de eso. Sólo negación, como sucedió durante la Pandemia, una negación particular. Porque negando no afirma nada y por eso es quietista y anestesiadora, porque niega la pistola, niega que frente a ella se encuentre un ser humano y niega que todo lo que podría haber acontecido en el país si el mecanismo se hubiera accionado como su portador tenía previsto, de alguna forma lo o la hubiese afectado.
El “discurso del odio” como frase/consigna, al igual que Marty MC Fly tocando Van Halen en los años cincuenta, en su traducción local también dejó a la sociedad desconcertada en medio de la pista de baile. Porque nació adelantado a su tiempo, como un “enlatado” disonante, difícil de aceptar para una sociedad que pide a los gritos seguir bailando.
Ante este diagnóstico sombrío, la consigna (cualquiera) no puede ser más que un final sin principio ni proceso, cuando de lo que se trata es de construir o aportar a construir ese proceso de comprensión que es paralelo al de reconstrucción del lazo social y al de inclusión social. Sin lazo, sin vínculo, no hay comprensión posible y sin condiciones de vida dignas no hay tiempo para la reflexión que trascienda la odisea de cómo parar la olla al día siguiente.
Ese proceso de comprensión debe determinar también cuánto contiene el corte social de histórico y cuánto de novedad. Es decir, de qué forma operan en él las nuevas modalidades en la construcción de subjetividad alentadas por el capitalismo financiero y las nuevas tecnologías y cuánto la tradicional violencia de los sectores antiperonistas que repetidas veces demostraron de qué son capaces. Pero también sobre los propios límites de las fuerzas populares para interpelar las aspiraciones de quienes no se identifican como declaradamente antiperonistas o antipopulares.
El odio, claro, se expresa en la discursividad de buena parte de la dirigencia de Cambiemos, pero tanto como su falta de empatía con su propia comunidad, su vergüenza sobre el país al que le dieron forma, o su egoísmo. No son éstas novedades, como tampoco lo es que exhiban el descaro de llevar a la consigna al punto que la convivencia comunitaria vuelve intolerable: Su ¡viva el cáncer! Otra vez.
Lo que no se expresa, en cambio, como alternativo es el verdadero problema. La capacidad de romper con la anestesia. El abandono de la política entendida como la herramienta para construir las fuerzas sociales capaces de hacer posible lo que parecía imposible antes, de ofrecer una alternativa operativa y efectiva capaz de ilusionar con la posibilidad de un futuro más justo y de desenmascarar a sus sombras.
Quizás se trate de una tarea demasiado compleja para ser sintetizada con una consigna. Y convenga entrar a la pista de baile para ver cómo suena esa música que bailan los pibes y las pibas.