El piropo es un atentado
Por Pablo Melicchio | Ilustración: Matías De Brasi
El hombre está sentado a la mesa de un bar en una avenida porteña, cerveza en mano y una papa frita a mitad de camino entre el plato y la boca grasosa que, cuando ve venir a la mujer, de pronto cambia del oficio de comer al de hablar: “Qué pechugas, mamita”, dice. La mujer, receptora del mensaje, detiene su andar, y en un segundo piensa, decodifica el sentido, comprende la verdadera intencionalidad en lo dicho: la cosificación sexual. Entonces vuelve sobre sus pasos gritando con los labios y con las manos. El hombre se tira hacia atrás, parece que va a levantarse, pero no, se queda oscilando entre el piropo y la cobardía. La gente se ve sorprendida por un espectáculo callejero sin saber de qué se trata. Solo escuchan gritos, gestos, hay quienes podrían entender, armar la escena; pero la mayoría sigue en su burbuja. Llega un policía. Pregunta. La mujer relata. El hombre niega su accionar, piensa que puede zafar porque el piropo fue una cachetada en el alma que no dejó marcas visibles. De cualquier manera, el agente le pide el DNI. El piropeador deja la papa frita sobre el plato y comienza a buscar el documento donde dice su nombre y apellido, pero no su identidad forjada por el machismo. El policía le toma los datos, como si se tratara de un accidente de tránsito. Conozco quien podría atestiguar que efectivamente hubo un accidente en Avenida Pueyrredón al 100, a la altura de la pizzería Banchero. Que la mujer venía transitando apacible, cuando de pronto el hombre la cruzó con su fuerza discursiva y la envistió con toda intencionalidad. Que la mujer sufrió algunas heridas leves, pero muy profundas. Por suerte no necesitó ser trasladada a ningún hospital porque pudo retomar su camino, el que nunca debió de ser obstruido por el piropeador.
El hombre que piropea es un promotor del machismo que, en lo público como lo privado, intenta ubicar y reducir a la mujer a su antojo. Escindida en pechuga, como la papa frita suspendida entre el plato y su boca, busca reducirla a algo para “su” consumo. Desde su óptica, allí no hay una mujer, nunca, sino una parte devenida cosa. Si la desea, ese deseo está en la línea de lo perverso, porque el hombre que la piropea, o que la persigue por la calle, sabe que esa mujer se siente intimidada, que puede sentir miedo, angustia, como mínimo un estado de tensión. Y sin embargo, el perverso avanza porque goza con el malestar que le genera a su víctima.
El piropo tampoco es arte callejero, es acoso. El piropo solo se parece a la poesía en tanto y cuanto es una metáfora que condensa sentidos. Pero el poema es una forma de bordear la belleza, y el piropo es un acto de barbarie. Entre el o la poeta y quien lee, hay simetría; entre el piropeador y la mujer hay desproporción. Aunque las palabras sean bellas, el piropo no tiene nada de bello, sale del arco del provocador y es una flecha envenenada. El piropo carga con la historia de las violencias del hombre sobre la mujer. Ni micromachismos ni violencias sutiles, las palabras, y cómo son dichas, causan efectos, afectan tanto como los golpes. “Qué pechugas, mamita”, remite a un sentido donde "pechuga" no es pollo y "mamita" no es precisamente su madre. Son códigos compartidos. Quien lo dice y quien lo recibe, saben de qué se trata. No hay ingenuidad ni malentendido. Sólo un marciano, o una persona psicótica podría confundirse y creer otra cosa, que el hombre está saludando a una madre gallina, por ejemplo. Las palabras, en tanto significantes, no tienen un solo sentido. En la lengua compartida, en determinados contextos, ciertas palabras y los tonos utilizados, enmarcan una intencionalidad. El piropo es metáfora del machismo, es provocación, es una tocada de culo hecha de palabras. El piropo es acoso porque no cuenta con el consentimiento de la mujer que se ve envuelta en algo en lo que no eligió participar. Es un ataque a su libertad. La mujer que viene caminado por la calle y es sorprendida por la detonación machista, por palabras que explotan en su ser, es degradada, reducida a pechuga, tetas, culo, o lo que sea, y su integridad queda descuartizada.
El piropo es una vía indirecta, una metáfora que rompe con la fijeza de un solo sentido. Son palabras envueltas en el papel del piropo, pero refieren a lo sexual, al deseo caprichoso del hombre, a su intencionalidad. Hay hombres que aún refieren que el valor de lo que se dice depende de cómo lo decodifique la mujer. Que si ante el mismo piropo, en vez de una ofensa, la mujer sonríe, o es indiferente, el sentido sería otro. Si bien es verdad que toda frase es significada a partir de la decodificación de la receptora, sabemos que el piropo carga con el ADN del machismo, y si no se sabe, o se quiere pasar por alto lo que representa ese decir, sucede lo que le pasó al hombre que tomaba cerveza y comía papas fritas sentado a la mesa en la calle: la mujer le demostró que quedar reducida a unas pechugas es un verdadero agravio.
Somos sujetos hablados antes que hablantes. La lengua nos precede, ya existe en el universo simbólico en el que nacemos. Crecemos tomando sentidos que muchas veces repetimos sin pensar. Deberíamos barajar, detenernos a reflexionar, saber que en lo que decimos y cómo, se condensan sentidos que no son sin consecuencias. Es la hora definitiva del cambio profundo, del respeto en la convivencia. Quienes celebren los piropos se sumarán a la mesa desde la cual solo se verán pechugas donde pasen mujeres; pero mujeres que ya no se quedarán calladas. Un piropo es una trasgresión, es ir más allá de lo consentido por las mujeres. El piropo es una de las tantas formas de la violencia de género, no es una cortesía, no es un poema, no es un regalo. El piropo es un atentado a la integridad de la mujer.