En sus sueños

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En sus sueños

17 Marzo 2018

Por Chape Baker

Ilustración: Gabriela Canteros


Comencé a dormir algunas noches en su casa al poco tiempo de haberla conocido en el club. Creía enamorarme al verla levantarse rápidamente de la cama, correr hasta el cajón de su escritorio, tomar cuaderno y papel para escribir lo que había soñado. Pasaron algunos segundos y me dijo “mi psicóloga me pidió que escribiese todo lo que sueño”.
Estimo que no escribió más de uno o dos renglones. El resto del tiempo que miró el cuaderno permaneció con la mirada fija y la frente fruncida en un aparente esfuerzo por recordar lo que apenas instantes atrás había estado en su cabeza. “Se me olvidan los sueños. Yo sueño muchas cosas, sabés, todo el tiempo, pero me despierto y se me olvidan a los dos segundos”.
Vestida tan sólo con su bombacha, regalaba a la mirada un cuerpo esbelto, muy fino. Dejó el cuaderno y su lapicera en el escritorio y con un dejo de emoción por el suelo caminó hasta la cama y se acurrucó en mis brazos. Presté atención a sus muslos. Sus pechos. No había algo que no me gustara de ella. Con una carita triste que se perdía en mi pecho la oí hablar nuevamente. “Me gustaría recordar todo lo que sueño. Allí pasan cosas raras”.
En un estado que seguía pareciéndose a un enamoramiento tal como el de mi adolescencia, le besé la frente y me dejé flotar en el tiempo como si drogado estuviese. Increíble sensación. Ella se durmió al mismo momento que terminaba de pronunciar sus palabras y con el correr de los minutos gozando del milagro de la vida, me desenredé de sus piernas y sus brazos para hacer lo que uno no debe hacer jamás. Tomé el cuaderno y leí su escrito. Eran dos frases sin sentido. Volví las páginas atrás y comencé a leer desde el inicio. Descubrí que hacía meses escribía sus sueños y aparentemente a todos los olvidaba, pues lograba volcar apenas unas palabras. Levanté la vista y la observé dándome la espalda en la cama hecha casi una bolita con su propio cuerpo totalmente dormida.
Continué la lectura y al llegar a la página con fecha anterior al cual respiraba, quedé con el alma helada leyendo una y otra vez su tinta en el papel. “Otra vez el flaco chaval. Me dice que asesine a Mariano. Que use el cuchillo, que use mis dientes. Yo me niego, le grito que no, que lo quiero. Él se enoja conmigo, que si apenas lo conozco no puedo quererlo. Jura que me atormentará hasta que lo mate. De última, me va a hipnotizar y el sufrimiento será peor”.
Repasé la lectura balbuceando en silencio. De reojo reconocí una silueta sentada en la cama. Parecía seguir dormida por un segundo, hasta que comenzó a flexionar sus brazos apoyando las palmas de las manos sobre el colchón a punto de salir expulsada. Levantó su cabeza con ojos oscuros que miraban desde otro universo a los míos y una sonrisa diabólica con miles de dientes que me ahogaron de terror.  
 “¿Luci?” 
El espanto devoró el amor que segundos atrás nos abrazaba. Ella se abalanzó hacia mí con un rostro espeluznante. La boca oscura, sus mejillas negras, sus pómulos hundidos, manos de dedos largos y flacos. 
Esquivé su cuerpo y me hice lugar a la carrera entre las sillas y la mesa. Atravesé la puerta y corrí lo más rápido que pude por los pasillos del edificio. Salí en calzoncillos a la calle sintiendo un rasguño profundo en mi espalda de siete u ocho uñas. Hoy la recuerdo y empiezo a temblar. Jamás la volví a ver.