Exilios #6: Lo que mata es la humedad
Por Alberto Szpunberg
“¡Pará..! ¡Pará que... me... meo..!” La advertencia fue clara y hasta un poco autoritaria, pero se dio lo que era de esperar: lo peor, sí, se dio lo peor, porque nunca falta un chistoso, y las carcajadas no pararon. Nadie había advertido que la advertencia, cacofónica pero precisa, no había sido en vano. Como la risa es contagiosa, al principio fue un charquito, apenas si unas gotas, pero, también como siempre ocurre, a la risa se le agregaron furtivas lágrimas, lluviecitas, lloviznas, chaparrones, flujos, sangrías, brindis, salivas, esputos, escupidas, escupitajos, sudores fríos y mateadas populares y prolongadas, más prolongadas que populares, hasta las últimas consecuencias. Después, más allá, así lo llora el tango, más allá vino la inundación. En términos bíblicos, el diluvio: cuarenta días y cuarenta noches, que es fácil decir. Los vecinos se las ingeniaron por la mañana, pero, a medida que pasaban las horas, algunos ya se tuvieron que descalzar y fruncieron el ceño. Los charcos empezaron a manifestar presunciones fluviales y hasta marítimas. No faltó la mano solidaria que nunca falta y tendió una tabla por encima de la correntada, pero también pasaban los días, y las semanas y los semestres de las encuestas, hasta que las dos orillas, enemistadas una con otra, se fueron distanciando. Inútil ya la tabla que las abarcaba y otros gestos fraternales, todos los recursos humanos, en contra del candor oficial, empezaron a navegar a la deriva. Hubo el alivio de las mareas bajas, por supuesto, pero la bajante de las aguas siempre era desde un punto de vista más avanzado que la creciente anterior. Además, nuevas mareas altas sucedían a las bajas y las olas recorrían el barrio, o lo que había sido un barrio o una ciudad o un asentamiento, como si la planta urbana, planta en todos los sentidos, hubiera mutado su humildad botánica por una pleamar oceánica y desbordante. El desconcierto fue cuando, anegada definitivamente, desapareció la vereda de enfrente, y la otra, y la otra, y así sucesivamente.... Ese día, la esperanza se fue a pique y los paraguas subieron de precio. Ahora, por más que reman y reman, los vecinos se saben náufragos. Nunca faltan algunos que tiran manotazos de ahogado, pero, en general, se las ingenian para mantenerse a flote, si bien es cierto que cada vez de peor manera. De noche, sueñan con tierra firme y, a la pesca de mejores tiempos, la boca se les hace, como dicen los relatos, líquido elemento. Y pensar que ahora ya no se trata de una mera fatalidad ni de un castigo divino ni de un caso fortuito de macricidio financiero, sino de recuperar la sonrisa. Reconozcamos, compañeros, que pica el bagre y que en algo nos equivocamos. Más claro, agua.