Exilios #7: Paga Dios en San Telmo
Por Alberto Szpunberg
Anticipada por un fulgor de esos que vienen del más allá, lo primero que entró al bar fue su sombra gigantesca, que cubrió a los parroquianos, incluido a mí, que escribo estas líneas. También al mozo que, como siempre, mataba el tiempo girando la bandeja sobre su índice como una aureola de plata. De pronto, entró él, zaparrastroso o, según otros, zarrapastroso, con su báculo golpeteando sobre el ajedrez blanquinegro del suelo. Vaya a saber qué intensa partida se empezó a librar entonces y aún se libra en ese tablero de baldosas flojas.
– ¡Oh, Jahvéh – tembló el local entero –, Señor de los Ejércitos!
Les juro que no dudé ni un segundo: no podía ser otro que Jeremías, el profeta Jeremías, que avanzaba por entre las mesas, extendiendo los brazos para abarcar a toda la humanidad, al menos, a toda la humanidad allá presente. Como la humanidad suele no darse por enterada de las grandes oportunidades, los parroquianos, por las dudas, sólo atinaron a mirar de reojo sus pertenencias y, todo bien, todo en orden, volvieron a enfrascarse en sus ocios y negocios personales.
De bolso del profeta se asomaban las hojas ajadas de un Clasificados del diario que a diario padecemos. El profeta volvió a golpear el suelo con su báculo de pastor de almas, y pegó un alarido.
– Voces estremecedoras oímos... ¡Pánico y no paz! Vayan a preguntar... ¿por qué todas las caras se han vuelto amarillas? (Jr:30:5)
Sobresaltados de nuevo, todos lo miraron. Era una pregunta escabrosa. Sí, eso de que las caras se han vuelto amarillas era algo difícil de explicar, salvo entre hombres de pro, pero nadie, ni aún los hombres de pro, nadie se dio cuenta de quién era ni de qué se trataba. Yo sí, claro, que no sólo me di cuenta de quién era y de qué se trataba, sino también del sutil movimiento con que, al pasar junto al mostrador, el profeta se embolsó dos o tres medialunas, no sé si de grasa o de manteca. El mozo, que no nació ayer, también se dio cuenta: con un golpe de timón frenó el giro de su bandeja y cerró los puños.
– ¿Por qué tienen suerte los malvados y son felices los idiotas? (Jr:12:1).
La vieja incógnita incomodó a más de uno, pero nadie se dio por aludido. Jeremías, el profeta, famoso por sus copiosos llantos y duros desprecios hacia los poderosos, circuló entre las mesas, al parecer con magros resultados. Vi cómo, a medida que avanzaba, su mano se cerraba sobre el báculo y se volvía más puño que mano. Puro arrebato, purísima exaltación, el profeta se encaramó sobre una silla y volvió a alzar los brazos:
– ¿Hasta cuándo estará de luto la tierra y la hierba de todo el campo estará seca? (Jr.12: 4-6)
Al verme solo, Jeremías, más que pastor de almas pastor de rebaños de almas solitarias, Jeremías se sentó en mi mesa y con su mano barrió las miguitas que quedaban de mi desayuno. Sacó de su bolso el Clasificados y se puso a leer. ¿Buscaba trabajo? ¿Buscaba amor? ¿Buscaba sexo? ¿Buscar era su trabajo? ¿Es cierto que el que busca encuentra? Por el movimiento de sus labios me di cuenta de que, en realidad, Jeremías no leía. Movía los labios, pero cerraba los ojos.
– No te preocupes – me sorprendió al oído –, aun el más solo habla siempre con alguien... Vaya a saber con qué lejano eslabón de la cadena humana hablamos cuando callamos...
– ¿Oíd el ruido de rotas cadenas? – le guiñé como quien sabe que lo que se dice suele no ser lo que se habla.
Jeremías asintió con la cabeza y respiró hondo, arrojó el Clasificados al aire y dio un manotazo en la mesa.
– Haced justicia cada mañana y salvad al oprimido de manos del opresor, so pena de que brote mi cólera, y arda y no haya quien la apague (Jr: 21-11).
Desde la otra punta, el mozo nos miró, cada vez con cara de menos amigos. Amenazante, también su cara se había vuelto amarilla. La silla que el profeta volteó al incorporarse de golpe no le impidió dar saltos hasta la puerta y, abrazado al bolso, salir disparado para perderse en vaya a saber qué otros eslabones de la humanidad. El mozo, decidido a todo, enfiló hacia la calle blandiendo la bandeja. A mi lado quedó el báculo. ¿Quién si no yo debía hacerse cargo de la partida en ese momento? Y ahí nomás interpuse el báculo entre las piernas del mozo, y jaque mate: la bandeja voló por los aires y su aterrizaje en el asfalto sonó como el juicio final.
– ¡Oh, Jahvéh – tembló San Telmo entero –, Señor de los Ejércitos!
Aproveché la volteada y yo también me hice humo.