Falleció el escritor Ricardo Dubin: un viaje intelectual de Caballito a Maimará
Por Mariano Dubin
Este último jueves, afectado por el coronavirus, murió uno de los escritores más originales de las últimas décadas: Ricardo Dubin. Deja una obra singular y colectiva difícil de sintetizar. Poeta, novelista, ensayista, periodista. Pero además y sobre todo: charlador, caminante, viajero. Y más aún: “una de las orejas más agudas de las escrituras contemporáneas”. En un mundo de la literatura y el periodismo donde todos quieren hablar (y hablar, en suma, de si mismos), Ricardo tuvo la capacidad enorme de escuchar. Abundan sus crónicas y notas, en cada uno de los pueblos quebradeños en los que anduvo, donde nos hace conocer coplas, relatos, personajes. Pero siempre prestando su escritura a otros tonos, otras cadencias, otras voces. Uno lee a Ricardo Dubin y al rato nomás siente su cuerpo ya lleno de tierra de andar por esos cerros. Recolector y creador del cancionero andino, no me sorprendería ahora en un carnaval escuchar de una coplera unos versos anónimos y ancestrales y descubrir versos que leí antes en un libro suyo.
Supo, como Atahualpa Yupanqui, escribir en ese borde, en ese barranco digamos, entre una voz singular y una voz que podía ser la de cualquier otro paisano. No nos confundamos, no había ningún gesto demagógico. Ricardo era, sobre todo, “singular” (quien lo haya conocido lo sabe). Traducía “a los tumbos” poesía china, era lector voraz de la poesía beatnik y de las vanguardias latinoamericanas. Por esto (y no a pesar de esto) pudo leer el tiempo andino, su multiplicidad de religiones, sus sedimentos de lenguas, su poesía atávica y su creación original.
Pero comencemos por el principio: Ricardo Dubin, el porteño, hijo de una familia judía de Caballito, nacido en 1963. Mucho antes de su vida jujeña, primero en Tilcara, y luego en Maimará. Pero, ¿cómo llegó a esta provincia? ¿Y cómo logró, según las palabras de su colega Maria Eugenia Montero, “sin perder su tonada porteña, ser más andino desde su corazón que muchos de quienes somos de acá de nacimiento”? Cifremos ese cambio en un viaje. Hace treinta años, luego de un breve paso por la militancia comunista, descubre algunos de los grandes pensadores nacionales: Arturo Jauretche, Ricardo Rojas, Juan José Hernández Arregui, José María Rosa.
Siempre fue, en este sentido, un “intelectual a contramano”. Mientras los ochenta catapulta a la intelectualidad a la universidad y al profesionalismo de cátedras y papers, Ricardo recupera una premisa intelectual moderna: la de vivir como se piensa, pensar como se vive. Realiza, entonces, un viaje americano que lo lleva a residir en una pensión paceña donde aprende los rudimentos del quechua y el aymara y también la chicha y la bohemia boliviana. Luego, recorre el Brasil y gasta otra temporada en su nordeste donde se introduce en el candomblé y la literatura de cordel. Ya no podrá volver a una ciudad donde las ideas son sólo ideas. Desde entonces, para él, la idea es cuerpo, es cuero, es sangre.
Con su esposa Andrea, y su hijo recién nacido Rodrigo, se mudan a Tilcara (donde nacería pronto su segunda hija, Lucía). No esconde esa preferencia sus lecturas de Rodolfo Kusch, su estadía paceña y su búsqueda de un saber que sea también una “intuición” (como llamó él mismo a algunos de sus proyectos intelectuales). Su pasión por vivir no dejó de ser su pasión por leer: autodidacta del idioma chino, amante de la poesía oral andina, comentarista incisivo del revisionismo histórico. Lector voraz, rabioso, desprolijo. En sus varias casas, sus libros se amontonaban como ladrillos en las paredes, en el baño, desparramados por el piso. Así sus escritos, su pipa, su tabaco, sus apuntes varios. Su vida estaba en movimiento siempre, qué duda puede caber.
Una breve semblanza como la que ejecuto ahora es del todo provisoria. Esperemos que su prematura muerte rescate una obra publicada aquí y allá, en pequeñas revistas de las comunidades andinas y en sus notas periodísticas en El Tribuno. De “sólo estar” no estuvo preocupado en armar “carrera de escritor”. Sin embargo, desarrolló una de las tareas intelectuales más singulares, pacientes e interesantes de las últimas décadas. Más si pensamos que lo hizo sin ninguna agencia de investigación que lo financie, sin ningún reconocimiento del mainstream intelectual y, muchas veces, con el recelo político de ser un “forastero inclasificable”. Me refiero a su transitar por la memoria oral comunitaria, a sus crónicas y proyectos colectivos, donde escribió, escuchó, editó y publicó la oralidad viva quebradeña.
Me permito una digresión personal: tuve la fortuna de acompañarlo en uno de sus viajes a Nazareno, un pequeño pueblo salteño, donde avanzaba con una revista comunitaria. Esos viajes eran a todo terreno: dormimos en una iglesia, en el aula de una escuela primaria, en un micro que ojeaba el precipicio seguido. Nos morimos, siempre, de frío. Y fumamos muchísimo tabaco y discutimos de mil temas imposibles. Pero Ricardo hacía todo con una pasión bestial. Hacía de cada segundo de la vida, una densidad de siglos para ser vivida y festejada. Todo merecía su atención. Su escucha. Caminar con Ricardo, recuerdo, era imposible. Saludaba y hablaba con cada persona que uno se encontrara: la señora que vendía empanadas en la esquina, el portero de la escuela, el vendedor de la plaza. Todos lo conocían y todos querían contarle algo.
Ricardo Dubin deja una obra a ser descubierta. Quienes lo conocimos, extrañaremos su ironía, su tabaco, su amistad. En el año 2010 me escribió: “alguna otra vez, querido piadoso Mariano, alguien también rasqueteará los pisos sucios de la poesía para rescatar nuestros versos del olvido”. Lo decía a pura risa. Él creía en otra inmortalidad: en los sedimentos de voces, canciones, coplas, cueros del tiempo. Si la voz andina había sobrevivido a tantos siglos y tantos muertos, a tanto sufrimiento y destrucción, por qué no esconderse en esa voz para quedarse ahí. Algo vivo, algo muerto. Me costará mucho, ahora, no escuchar un huayno o una copla y no llorar algo. O, tal vez, como le hubiera gustado a él: derramaré un poco de vino. Al primo. Al poeta. Al escuchador del tiempo andino.