Informe de un día: Olga Orozco y Alejandra Pizarnik, la amistad y el amor por las palabras
Por Inés Busquets | Ilustración: Matías de Brasi
El mundo de las letras es un presente continuo, suele suceder que mencionamos a las escritoras y escritores como si fueran personas allegadas, inclusive de confianza, aun cuando ni siquiera forman parte ya de la vida terrenal, de alguna manera pienso que esto ocurre por esa especie de inmortalidad que otorga la palabra escrita. Por un lado la permanencia, por el otro el conocimiento profundo. Es que es verdad, la palabra es un sello indeleble, una marca del espíritu.
En consonancia con esta idea vienen a mi pensamiento Olga y Alejandra, dos poetas argentinas que innovaron y consolidaron la vanguardia en la escena literaria, resuenan en mi hoy como hermanadas en su poética, en su forma de mirar el mundo, o mejor dicho de transmitir su concepción de las cosas.
Olga Orozco y Alejandra Pizarnik fueron amigas, una amistad que se refleja en las obras pero que comprendía una fraternidad, una protección, una transferencia estética.
— ¿Vos sos vos? —le dijo Alejandra cuando la vio en una librería cerca de la Facultad de Filosofía y Letras donde solía asistir Alejandra para cultivarse del ambiente literario.
—Sí, yo soy yo— le respondió. Entonces Alejandra le mostró unos poemas para saber su opinión sobre lo que luego se convirtió en su primera publicación: La tierra más ajena (1955), libro que luego hizo desaparecer. En ese momento Olga tenía treinta y pico de años y Alejandra dieciocho, esto significó un vínculo de “maternidad literaria” que persistió hasta los últimos días de Alejandra.
Sin embargo, en la diferencia de años había algo que las unía más allá de las edades, eran los mismos miedos, las mismas obsesiones, el juego, la pertenencia con la infancia y el amor por las palabras.
Cuenta Myriam Pizarnik en el documental Memoria Iluminada que “ Alejandra se pasaba las noches escribiendo en una libretita sin decir lo que estaba haciendo”, de la misma manera que contó que su incentivo por las letras empezó desde muy pequeñas cuando ante la frase “me aburro” la madre les daba 10 centavos para comprarse un libro.
Por su parte Olga de niña pedía sopa de letras, sin gustarle la sopa, solo para armar palabras. Un día cuando se dio cuenta que era grande y estaba en un restaurant tomando sopa, hizo el poema “Señora tomando sopa” como celebración a ese recuerdo.
La conexión inclaudicable con la infancia, la sensibilidad para plasmar lo inasible, la búsqueda de la unidad del universo, de lo supremo a través de la palabra no son solamente conceptos sino una ideología que las emparenta.
“Construyo los poemas como un arquitecto” dice Olga Orozco, teje el sentido con precisión. “Escribir un poema es reparar la herida fundamental,” dice Alejandra.
Para Olga y Alejandra la palabra es refugio, vida y redención.
Alejandra sobre Olga: “Olga es el ser más maravilloso que conocí, quisiera quererla siempre pero serenamente sin obsesiones, sobre todo ayudarla a que se reconstruya que no se hunda.”
Olga sobre Alejandra: “Alejandra era muy especial; en una reunión trataba de ser el centro, brillante, conversadora, alegre, pero cuando se quedaba con las personas con las que tenía mucha confianza, se desmoronaba. Era sumamente angustiada, agónica casi por naturaleza. A mí me pedía certificados; cuando se sentía muy mal, me llamaba por teléfono a cualquier hora. Entonces, yo le daba certificados que decían, por ejemplo: “Yo, gran Sibila del Reino, certifico que a Alejandra Pizarnik no se le cruzará ninguna mala sombra, ningún pájaro negro se posará sobre su hombro, a su paso se abrirán todos los caminos luminosos, etc.”. Le duraban unos días, después me decía: “Bueno, ya se me gastó, haceme otro”, cuenta en una entrevista realizada por Soledad Constantini y Mariana Bozzetti para el libro Literatura en Malba.
Cristina Peña, biógrafa de Alejandra reflexiona sobre el vínculo: “había orfandad entre las dos. Alejandra la tomó como su mamá literaria. Compartían un temblor frente a la realidad, una estética de la indefensión.”
La fe de Olga, la anarquía de Alejandra, el campo de Olga, la ciudad de Alejandra crean un universo complementario donde lo onírico, lo esotérico y el existencialismo dialogan entre ambas como un cadáver exquisito. Mundos disímiles convergen con las mismas influencias: los poetas malditos y el surrealismo.
La idea de convertir la vida en una obra de arte, ambas habitan el lenguaje. Mallarmé dice: “todo alma es un nudo rítmico” en esa sintonía parecían ondular sus ideas sobre la vida. El amor, la soledad, la infancia, la muerte funcionan no como tópicos definidos sino como grandes interrogantes que parecen encontrar el absoluto en la poesía.
Alejandra vive para la poesía y muere por ella, se entrega cuando considera que este lenguaje ya no le alcanza para expresarse, decide su partida el 25 de septiembre de 1972.Luego de su muerte Olga Orozco y Ana Becciú fueron autorizadas por la familia para ordenar y recuperar sus obras inéditas, estuvieron dos años yendo al departamento donde vivía Alejandra en una búsqueda que las llevó a exiliar gran parte del material por la dictadura. Julio Cortázar y Aurora Bernárdez fueron los custodios de su obra en Paris, finalmente Ana Becciú fue elegida como albacea y los diarios completos fueron destinados a Princeton.
“(…) Ella lo esperaba todo de la palabra y muy poco de la vida en sí. Uno no puede construirse una casa permanente con la palabra, uno necesita muchas otras cosas,” dijo Olga en la entrevista para Literatura en Malba.
Mucho tiempo después falleció Olga Orozco, el 15 de agosto de 1999 por una enfermedad cardiovascular.
Explorar a estas dos mujeres es una tarea inabarcable. Escuchar sus voces graves, el tono intenso, el cuerpo en la palabra. Sumergirse en sus obras para transitar la epifanía constante en cada frase, en cada detalle, en cada descubrimiento.
Fueron transgresoras, Mariana Enríquez en el programa Soy lo que soy de Sandra Mihanovich, dedicado a Alejandra Pizarnik, dice: “Rompió el molde de la poeta a la que en su época se le solía decir poetisa, por un lado como una diminutivo y por el otro como un disciplinamiento.”
Olga en la entrevista de Soledad Constantini también lo remarca: “Yo fui la que introduje en la Argentina la denominación poeta para las mujeres. Ya cuando tenía dieciséis años me indignaba que dijeran poetisa; parece un género literario, indica la época en que las mujeres escribían por entretenimiento o por descarga psicológica, y se lo asocia a desmayos y puntillas. Poetisa no es una catalogación decente.”
Alejandra fue la primera poeta argentina en traducirse al francés, Olga la primera mujer en integrar la escena poética Hispanoamericana.
Ambas introdujeron una estética nueva al género, no optaron por las vidas tradicionales que se esperaban para las mujeres de la época: casarse, tener hijos, saber los quehaceres de la casa.
La madre de Alejandra en sus desplantes de convivencia le decía: ¿Cuándo te vas a casar? Y ella le respondía: ya estoy casada con la poesía. Y transitaba su enigmática bisexualidad sin pudores, ni miedo al enjuiciamiento. Escribiéndole a sus amores no correspondidos, como a su profesor Juan Jacobo Bajarlía en la juventud y luego a Silvina Ocampo.
Olga tuvo dos amores con los cuales formalizó, pero no tuvo hijos, sin embargo sostenía: “Escribo cuando me llega un impulso invencible, siento como si alguien hubiera llamado a mi puerta y le abro.” Cuando llegaba la inspiración no había nada que se interpusiera.
Mujeres y poetas, una combinación que para la mirada hegemónica suele ser peligrosa.