Recorriendo algunos "Paisajes Conurbanos", poemario de Marx Bauzá

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    Libro Paisajes Conurbanos de Marx Bauzá
RESEÑA

Recorriendo algunos "Paisajes Conurbanos", poemario de Marx Bauzá

28 Diciembre 2025

Leer Paisajes Conurbanos es aceptar una interpelación. No se trata de un libro que se limite a mostrar escenas ni a describir entornos reconocibles, sino de una escritura que exige al lector mirarse en aquello que ve. El paisaje que Marx Bauzá construye no es un decorado ni un telón de fondo: es una forma de vida expuesta, una experiencia compartida, una realidad que se nos devuelve como espejo. Y en ese espejo no hay complacencia.

El conurbano que recorre este libro —situado, sí, en Las Talitas, Tucumán— podría ser sin esfuerzo cualquier otro conurbano de la Argentina. Esa es una de sus fuerzas más hondas: no la localización cerrada, sino la resonancia. Las calles, los márgenes, los restos industriales, los baldíos, los vehículos detenidos en un tiempo que ya no avanza, componen una geografía que se repite en el país entero. No como copia, sino como estructura. Lo conurbano aparece aquí como condición, no como excepción.

Estos poemas trabajan con la necesidad, casi ética, de hacernos espejo en la realidad que vivimos. No hay aquí voluntad de embellecimiento ni de distancia estética tranquilizadora. Bauzá escribe desde adentro del paisaje, desde su desgaste y su persistencia. El poema no se coloca por encima del territorio: se deja atravesar por él. En ese gesto hay una toma de posición clara frente a la poesía que exotiza la periferia o la convierte en postal de la precariedad.

El conurbano, en Paisajes Conurbanos, es un espacio donde la vida insiste. Aún en la carencia, aún en el deterioro, aún en lo que parece detenido o inutilizado. Las ruedas pinchadas, el óxido de los viejos camiones estacionados, las piletas de lona cubriendo lo que queda, no son signos de clausura definitiva. Son marcas de una lucha cotidiana, silenciosa, persistente. Allí donde podría leerse sólo abandono, el poema detecta movimiento vital.

Este libro pone en escena una tensión fundamental: eros y tánatos conviviendo en el mismo territorio. La muerte; entendida no sólo como fin biológico, sino como desgaste, exclusión, olvido; está presente. Pero no domina. Frente a ella, la vida se encumbra, resiste, se reorganiza. La precariedad no cancela el deseo. Al contrario: lo intensifica. El eros aparece como fuerza de insistencia, como energía que se filtra incluso en los espacios más erosionados.

Hay en estos poemas una mirada atenta a lo mínimo, a lo aparentemente insignificante. Un modo de observar que se demora, que no pasa de largo. Esa demora es política y poética a la vez. Detenerse en lo que suele ser ignorado es una forma de devolverle espesor simbólico a lo cotidiano. El paisaje conurbano deja de ser un lugar de paso para convertirse en un lugar de sentido.

La lengua de Paisajes Conurbanos acompaña esa ética de la mirada. No hay exceso retórico ni ornamentación innecesaria. La escritura se sostiene en una precisión que no busca impactar, sino decir lo justo. El ritmo es contenido, casi sobrio, y permite que las imágenes respiren. El poema no explica: muestra. No sentencia: sugiere. Confía en la inteligencia sensible del lector.

Este conurbano no es sólo espacio físico; es también tiempo acumulado. Restos de proyectos truncos, promesas de progreso que no llegaron a cumplirse, capas superpuestas de historia social y económica. El poema funciona como una suerte de registro arqueológico del presente: no para fijarlo, sino para evidenciar sus fracturas. En esa superposición temporal, el paisaje se vuelve testimonio.

Pero no hay nostalgia en este libro. No hay idealización de un pasado perdido ni lamento por una totalidad ausente. Lo que hay es una aceptación lúcida de la complejidad. El conurbano no es presentado como un problema a resolver, sino como una realidad a comprender. Y comprender, aquí, implica involucrarse.

Paisajes Conurbanos se inscribe así en una tradición de poesía que no se desentiende del mundo que la produce. Sin consignas, sin énfasis discursivos, el libro sostiene una crítica implícita a las formas de exclusión espacial y simbólica que atraviesan nuestra sociedad. El poema no denuncia: expone. Y en esa exposición convoca.

Leer este libro es recorrer un territorio que reconocemos aunque no sepamos nombrarlo. Es descubrir que ese conurbano tucumano es también el nuestro, aún si estamos lejos. Es aceptar que esos paisajes hablan de cómo vivimos, de cómo resistimos, de cómo seguimos haciendo lugar para la vida incluso cuando todo parece empujar hacia la intemperie.

En Paisajes Conurbanos, Marx Bauzá logra que el poema sea espacio de encuentro entre lenguaje y realidad, entre mirada y experiencia, entre eros y tánatos. Un libro que no se lee para escapar del mundo, sino para volver a él con los ojos más abiertos.

Hay, además, en Paisajes Conurbanos, una conciencia muy clara de que el paisaje no es solamente lo que se ve, sino también lo que se habita corporalmente. El cuerpo atraviesa estos poemas aunque no siempre aparezca nombrado. Está en el cansancio de los trayectos, en la repetición de los recorridos, en la adaptación constante a un entorno que no ofrece garantías. El conurbano no se contempla: se camina, se padece, se sobrelleva. Y en ese tránsito, el sujeto poético no se erige como héroe ni como víctima, sino como parte de una trama mayor.

Esta pertenencia es clave. El yo que emerge en los poemas no se separa del espacio que describe. No hay una mirada exterior ni turística. Hay implicación. El paisaje devuelve algo de quien lo mira, y esa devolución no siempre es amable. En ese sentido, el libro incomoda porque no permite refugiarse en la distancia estética. El lector queda implicado, arrastrado a reconocerse en esas escenas que, aún cuando no sean idénticas a las propias, resultan inquietantemente familiares.      

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Marx Bauzá
Marx Bauzá, autor de Paisajes Conurbanos.
Sin proclamas ni consignas explícitas, "Paisajes Conurbanos" es un libro profundamente político. Porque dar palabra a lo cotidiano, a lo que suele quedar fuera del centro del discurso, es afirmar existencia.

El conurbano argentino —y el tucumano en particular— aparece aquí como un espacio donde la vida se organiza en condiciones adversas, pero no excepcionales. Esa normalización de la precariedad es uno de los grandes silencios sociales que el libro pone en evidencia sin necesidad de subrayarlo. Las piletas de lona cubriendo lo que debería estar a resguardo, los camiones detenidos como fósiles industriales, los objetos resignificados para sobrevivir, los perros callejeros como personajes que humanizan el barrio y hablan de una inteligencia práctica, de una creatividad forzada por la necesidad. El poema observa ese mundo sin paternalismo.

En ese gesto hay respeto. Y también hay una comprensión profunda de que la dignidad no se declama: se ejerce. Paisajes Conurbanos no da voz a nadie, porque esa voz ya existe. Lo que hace es escucharla, acompañarla, dejarla resonar en el lenguaje poético. El resultado es una escritura que no suplanta la experiencia, sino que la traduce con cuidado.

El eros, entendido como impulso vital, atraviesa esta traducción. No aparece como celebración ingenua, sino como energía persistente. Amar, desear, insistir, seguir, aún con las ruedas pinchadas, son formas de resistencia. Frente al tánatos que se manifiesta en el desgaste material, en lo aparentemente detenido, en el óxido, la vida no se presenta como épica, sino como obstinación cotidiana. Y esa obstinación es profundamente política.

Hay también una dimensión afectiva en el modo en que el paisaje es nombrado. No como un afecto sentimental, sino afectación: el entorno afecta y es afectado. El poema registra esa relación de ida y vuelta. El conurbano no es sólo escenario de carencias, sino espacio de vínculos, de historias mínimas, de presencias que no siempre se dicen pero se intuyen. El silencio, en estos textos, tiene peso específico.

Formalmente, esta poética de la contención acompaña la ética del libro. El lenguaje no irrumpe con violencia ni busca el golpe de efecto. Prefiere la acumulación, el desplazamiento leve, la imagen que se sostiene por su exactitud. Esa elección formal refuerza la sensación de realidad vivida: nada sobra, nada está puesto para impresionar. Todo responde a una necesidad expresiva.

En tiempos en los que el paisaje suele ser convertido en mercancía simbólica, ya sea para el consumo cultural o para la simplificación mediática, Paisajes Conurbanos propone una lectura más compleja y honesta del territorio. No hay aquí un conurbano explicable en pocas líneas ni reducible a una idea. Hay, en cambio, un entramado que exige tiempo, atención y disposición a aceptar la ambigüedad.

Este libro nos recuerda que mirar también es un acto ético. Que elegir qué mirar, y cómo hacerlo, implica asumir una posición frente al mundo. Bauzá elige mirar allí donde muchas veces se aparta la vista. Y al hacerlo, construye una poesía que no promete salvación, pero sí comprensión. Una poesía que no niega la dureza de lo real, pero tampoco renuncia a la posibilidad de vida que persiste en medio de ella.

Paisajes Conurbanos no clausura sentidos. Los abre. Invita a leer el territorio como texto y el texto como territorio. A reconocer que ese conurbano que parece ajeno nos pertenece más de lo que creemos. Y que, quizás, solo mirándolo de frente podamos empezar a entendernos.

Para cerrar este texto, es necesario volver al gesto inicial que propuse al comienzo de la presentación del libro: dejar por un momento el afuera, bajar el ritmo, permitir que la palabra encuentre su propio silencio. Porque Paisajes Conurbanos no irrumpe ni exige; se acerca. En voz baja. Deja huella sin estridencia. Esa forma de decir es inseparable de lo que el libro dice.

En tiempos dominados por la velocidad, el fragmento y la saturación de discursos, detenerse a escuchar poesía es, en sí mismo, un acto de resistencia. Y en la poética de Marx Bauzá esa resistencia no se declama: se ejerce. Se ejerce en la elección de mirar lo cotidiano, en la decisión de caminar el territorio en lugar de sobrevolarlo, en la confianza en que la experiencia compartida todavía puede ser lenguaje.

Esta nota, como aquella presentación en CiTá ABASTO DE CULTURA, no pretende explicar Paisajes Conurbanos. Pretende acompañarlo. Porque la poesía no se completa en el análisis, sino en la experiencia de lectura. No hace falta saber de poesía para entrar en este libro; basta con estar dispuesto a dejarse atravesar por él. A escuchar. A reconocerse.

El conurbano que aquí se nombra no es borde ni margen: es centro sensible de la experiencia. No como categoría sociológica, sino como territorio vivido. Un espacio recorrido a pie, detenido en la vereda, esperado en el semáforo, escuchado a través de una música que se filtra desde una casa abierta. El poema no mira desde afuera ni desde arriba: camina.

Por eso el paisaje no funciona como fondo ni decorado. Es protagonista. Organismo vivo atravesado por historias mínimas que, al ser nombradas, alcanzan una dimensión colectiva. La calesita que gira una y otra vez, la infancia que corre, el castillo inflable que crece lentamente en esa calle de tierra, el desempleo o el trabajo cotidiano, la espera silenciosa, el amor que persiste entre mates incluso cuando todo parece frágil: allí la vida se encumbra frente a la amenaza constante de la pérdida, del desgaste, del olvido.

Nombrar ese paisaje es un acto de pertenencia. Y también de dignidad. Porque aquí la palabra poética no subraya ni denuncia de manera directa: acompaña. Hay una ética de la mirada que respeta a quiénes habitan ese territorio. El yo poético no se impone; se integra. En ese gesto se construye un nosotros amplio, inclusivo, donde caben niños, vecinos, trabajadores, amantes, músicas populares, silencios, pérdidas y pequeñas celebraciones.

Sin proclamas ni consignas explícitas, Paisajes Conurbanos es un libro profundamente político. Porque dar palabra a lo cotidiano, a lo que suele quedar fuera del centro del discurso, es afirmar existencia. Aquí la poesía no embellece ni oscurece: dignifica. Devuelve humanidad a escenas que muchas veces son reducidas a estadísticas, estigmas o meros datos.

La poesía, nos recuerda este libro, no necesita escenarios solemnes para existir. Nace en el asfalto, en la espera, en lo compartido, en lo que persiste a pesar de todo. Y tal vez por eso, leer Paisajes Conurbanos sea también una invitación: a caminar más despacio, a mirar de frente, y a reconocer, en lo aparentemente simple, una profundidad que nos incluye.

Alejandra Burzac Sáenz es Presidenta de SADE Filial Tucumán, Profesora en Lingüística Regional y Doctora Honoris Causa en Literatura.