La balada del álamo carolina se sigue escribiendo
Por Victoria Palacios
“Este álamo carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y este creció solo...”. ¿Cuál es la primer pregunta que formula un escritor cuando construye el marco en el que se desarrollará su historia? ¿Qué palabra queda zumbando, como una mosca existencial, erosionando todo lo que vendrá? Esa palabra “solo” es la que traza el camino de una posible experiencia de lectura. En grupos de cinco y seis niños, sentados en ronda, sin mesas que los separen, ellos elijen un poco al azar, otro poco por asimilación y reiteración de vivencias, de la pequeña biblioteca aúlica. El proyecto: Una escuela de educación artística que funciona como complemento curricular de una escuela primaria. Los chicos que asistían allí hace 10 años atrás pasaban su “otro” tiempo en la calle, bajo el peso y la sensación de inmensidad, ese círculo de edades de un árbol dado por un día del mundo.
Ellos que intervienen el cuento, como yo misma ahora intentando recordar, tienen nombre: Agustín, Macarena, Carlos, Sabrina, Ricardo, Yesica, Leo, Sebastián, Ludmila. Intervienen y explican: “Es viejo como mi abuelo”. “¿Ves? Tiene recuerdo”. “Pero este no es un árbol cualquiera”. La secuencia de lectura que establecimos, podría horrorizar a alguien, de Oscar Wilde a Haroldo Conti, el símbolo, la belleza perdida, lo fantástico que es poesía y la poesía que es fantástica: “En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas”. El fragmento evoca a partir del uso de la sinestesia, en una lectura compleja, lo que los chicos reponen con la instancia argumental, el pasaje del árbol en pájaro, en casa, en camino, en sueño, en hombre.
La sucesión de adjetivos que transmitan sensaciones de calor por un lado; cercanía y distancia; camino y hogar; naturaleza y movimiento; sueño y realidad, entre otros van conformando un conjunto de constelaciones de sentido que permiten visualizar imágenes concretas y producir otras. Ese fue nuestro caballito de batalla para entrar en el cuento. Sin embargo, más allá del efecto inmediato que produce leer y percibir estas sensaciones, el momento crítico de la lectura lejos de ser un problema de interpretación, terminó siendo la certeza del conflicto entre lo “vivificante” y lo “declinante” o “abatido”/“Viejo”. Los chicos resaltaron “crocantes” “huele” “oloroso” “fresco” “húmedo” “dulcemente” frente a “flaco” y “duro” “resquebrajado” y “descascaradas”. Poniendo en evidencia algo, que parece recortado de manual de psicología educacional, pero que se vincula con su experiencia inmediata sobre la carencia, la ausencia de abrigo y el hambre. Ese fue el sentido nuevo que se sellaba al símbolo y la poesía de la balada. Porque el dramatismo de la música del álamo carolina, no es el de la utopía perdida reverdeciente. El viejo árbol está floreciente: “En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas”. Tampoco es una versión vegetal del conflicto entre la contemplación y la acción. Sino que el dolor que pudieron entender cabalmente los chicos, fue el de la soledad del árbol frente al bosque, con el que se comunica secretamente bajo la tierra en un mundo hostil que atenta a interrumpir el sueño de los pájaros y del hombre. Porque los árboles no duermen, sólo se adormecen, protagonistas a lápiz y birome, siempre a mano, de los cuadernos de los chicos, son su pueblo y su experiencia.