La cuna, un cuento de Branco Troiano
Por Branco Troiano
Antes que nada, la cuna ya estaba lista.
Pero no. El doctor cortó la charla con una respuesta inconclusa y un silencio implacable. Posó el aparato en la parte media de la panza y presionó hacia abajo. Jazmín, acostada de cara al techo, advirtió la preocupación y sintió como si unos golpes de calor y frío le recorrieran juntos el pecho. Respiró hondo y apretó aun más la mano de Facundo.
-Doctor, ¿pasa algo? -preguntó Jazmín.
-Tranquila, Jazmín, tranquila, tengo que volver a ver una cosita.
Tocaron la puerta. Era una doctora. Ingresó y saludó con una sonrisa poco convencida. Mientras observaba la imagen, golpeaba la lapicera contra la parte superior izquierda del guardapolvo sin notar que el bolsillo estaba al otro costado.
-Mi amor, le pasó algo al bebé, mi amor...
Facundo no pareció ni escuchar. Estaba rígido, la mirada sumergida en la pantalla. El corazón le empujaba fuerte hacia afuera.
-Jazmín, Facundo, vamos un minuto para afuera y volvemos.
-Doctor, díganos qué pasa -soltó Facundo de manera casi amenazante.
-Tranquilo, Facundo, ustedes se tienen que relajar. Vamos a chequear la imagen y ya volvemos.
Los doctores dejaron el lugar. Facundo los siguió con los ojos más abiertos que nunca y, a pesar de que cerraron la puerta, permaneció unos segundos sin desviar la dirección de su mirada. Jazmín se quiso incorporar precipitada pero él la detuvo; la tomó de sus brazos y, besándole la frente, acompañó su cuerpo hasta volverlo a la camilla.
De repente y sin compañía, el doctor entró al consultorio.
-Doctor, díganos ya qué pasa –dijo Facundo.
-Bueno –comenzó el doctor agachando por un instante la cabeza y rascándose la frente-, lamento mucho decirles esto, pero hubo un problema grave, se abrió el cuello uterino y se…
-¡Lo perdimos, lo perdimos! –gritó Jazmín mientras cubría su rostro con las manos.
-Doctor, ¿se murió mi hijo?
El doctor cerró los ojos y juntó los labios.
-¡Se murió, mi amor, se murió, se murió!
***
Facundo le agradeció al enfermero de la ambulancia y entró a su casa. Levantó la silla de ruedas que llevaba a Jazmín para pasar la entrada y la llevó hasta su habitación. La dejó y le dijo que descanse, que iba a preparar algo para comer.
Mientras cubría el pan con mermelada, Facundo miraba hacia afuera por una pequeña ventana que dividía al patio de la cocina. Un viento tibio empujaba los pastos secos y los volvía a su lugar. Sintió ganas de fumar, entonces salió. Se sentó en una silla ruidosa y echó su cuerpo hacia abajo para comprobar que las patas no se fueran a quebrar. Aunque la brisa ya casi no soplaba, encendió un cigarrillo con el fósforo protegido por una de sus palmas. Luego dejó que la primera humareda se pierda entre la barba enrulada. La segunda pitada fue larga. Mantuvo el humo dentro de su boca. No supo por qué, pero ese calor que bajaba por la garganta le hizo recordar a Jazmín. Apretó el cigarrillo contra la mesa de hierro y fue a buscarla. Antes de encaminarse al cuarto, tomó el café y las tostadas untadas y cargó todo en una bandeja.
Cruzó la puerta y se frenó. Jazmín estaba sentada de frente a la cuna, la mirada fija en algún punto de la sábana celeste. Susurraba la canción con la que su madre la dormía de pequeña. Notó que Facundo estaba detrás y volteó su cabeza de manera brusca.
-Vení, mi amor, pasá. Pero cuidado, hagamos silencio. Vení, vení, dale.
-¿Todo bien, gorda?
-Obvio, mi vida. Miralo, ¿No es hermoso cuando duerme?