La novela negra
Foto de Juancito
Por Analía Ávila
Lo primero que atrapa la atención en la pequeña sala María Elena Walsh, en la planta baja de la Biblioteca Nacional, son varias fotografías en blanco y negro de Ernesto “Che” Guevara en situación de lectura. En una de las fotos, la más extraña quizá, está subido a un árbol leyendo en medio de la selva boliviana, en la guerrilla de 1967. En otra, hojea un libro mientras camina despreocupado con un habano en la boca, por las calles de Santa Clara, Cuba. En la siguiente toma, Ernesto lee bajo unas mantas una biografía de Goethe, en Sierra Maestra. Y en otra foto de Alberto Korda (que ilustra esta nota), un Che en cueros y con boina lee Días y noches de Konstantin Simonov en La Habana.
La lectura fue para el Che formación, refugio, obsesión, pero también fue vivida en forma contradictoria, ya que daba cuenta de su persistencia pero también de su fragilidad. Guevara insistía en pensarla como una adicción: “Mis dos debilidades fundamentales, el tabaco y la lectura”, decía. La lectura es un acto solitario, implica aislamiento y quietud, actitudes que están en tensión con la figura de un combatiente que necesita y debe estar en constante movimiento.
El escritor y crítico literario Ricardo Piglia en su libro El último lector hizo uno de los retratos más certeros y entrañables del Che en su faceta de lector y también dio cuenta de estas contradicciones: “La primera vez que entran en combate en Bolivia, Guevara está tendido en su hamaca y lee. Se trata del primer combate, una emboscada que ha organizado para comenzar las operaciones de un modo espectacular, porque ya el ejército anda rastreando el lugar y, mientras espera, tendido en la hamaca, lee. Esta oposición se hace todavía más visible si pensamos en la figura sedentaria del lector en contraste con la del guerrillero que marcha. La movilidad constante frente a la lectura como punto fijo en Guevara”.
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