La soledad que nos mata
Por Pablo Melicchio | Ilustración: Matías De Brasi
Duele que entre tanta gente haya tanta soledad. Duele la pobreza, la marginalidad, pero más duele la crueldad de la indiferencia. Duele ese trabajo fino que hizo de este mundo un lugar de confort para pocos y de lucha por subsistir para muchos. Duele confirmar el triunfo de las ideologías que hicieron de la tierra un lugar de competencia, de “sálvese quien pueda”, de búsqueda frenética de éxitos y de seguridades personales. Tomo una frase del gran Leonardo Boff: “Todo lo que existe, coexiste”, pero nos han hecho creer lo contrario, nos han implantado el chip del individualismo para sostener que “el buey solo bien se lame”, que no es necesario estar con otras personas para sentirse mejor. Si bien es verdad, como lo demuestra la práctica psicoanalítica, que el bienestar empieza por casa, por cada uno y cada una, somos seres gregarios que nos constituimos en lo social, en el encuentro, “en la calle codo a codo”.
Nadie puede solo, sola. La soledad del héroe y de la heroína es una ficción, mitología barata afín al endiosamiento de las empresas personales. “Enrique engancha y la va a tocar para Diego”, relató Víctor Hugo. Pero con el tiempo solo se habla del mundial de Maradona, nunca del pase que le hizo el Negro Enrique para el arranque del mejor gol de la historia. Cuesta pensar en el concepto de equipo, en la importancia de las singularidades constituidas dentro de un contexto donde cada pieza es interdependiente de la otra. Las Madres de Plaza de Mayo supieron desde el inicio que solas, cada una cargando con su dolor, no tendrían la fuerza necesaria para enfrentar al poder dictatorial, para resistir, para buscar a sus hijas e hijos. Entonces se abrazaron para marchar juntas. Y hoy son símbolo de lucha y de resistencia colectiva que las define desde entonces y para siempre. Pero el capitalismo y sus engranajes de poder nos vienen inculcado la salvación personal, el triunfo del ego, el bienestar singular, sea como sea, con la intención de crear pequeñas islas, seres fácilmente controlables que se distraen en sus pequeñas búsquedas materiales, salvando sus culos y sus heladeras. Hasta que necesitan de alguien. Hasta que llega una tragedia o una peste y se dan cuenta de que hay que salir a la calle, al encuentro con el prójimo, que la experiencia humana es la de la coexistencia y la interrelación.
Estar cerca no significa gozar de una compañía. El distanciamiento social establecido a partir del coronavirus ya existía, pero naturalizado. Como bien lo anticipó el filósofo Discépolo en “Yira, yira”: “Cuando te empieza a ir mal, cuando la suerte te empieza a fallar, la indiferencia del mundo que es sordo y es mudo, recién sentirás. Verás que todo es mentira. Verás que nada es amor. Que al mundo nada le importa”.
Pero de pronto, con la llegada del coronavirus, el mundo puso en la primera plana del diario de cada vida, la finitud, la vulnerabilidad y al cuidado personal y social. Formo parte de quienes pensamos que las cosas no son casuales, o que lo que sucede puede ser una fuente de saberes, de enseñanzas para llevar una vida más plena. Entonces, desde ese posicionamiento, pienso que el coronavirus llegó para poner un freno, una pausa, como posibilidad de replanteo existencial. La dignidad del ser humano y la casa común, la tierra, están en crisis, en emergencia. La desigualdad social y la tierra afiebrada son los signos más alarmantes de una praxis enferma que en algún momento dejó de pensar en el valor de la vida en comunidad. Usar a los seres humanos y a los bienes de la tierra como productos, desencadenó la mayor crisis humanitaria y ecológica. La pandemia, más allá de su dudoso origen, es un aviso, un nocaut a la soberbia y omnipotencia humana.
Mientras avanzo en un libro sobre la guerra de Malvinas, Darío, un sobreviviente del ARA Belgrano cuando dos torpedos ingleses hundieron al crucero y a más de trescientas vidas, me narraba las vicisitudes de los dos días más largos y difíciles de su vida: el naufragio en el Mar Argentino. Pero de esa experiencia rescató, fundamentalmente, el valor de la compañía. No fue solo el bote salvavidas, sus vidas se salvaron por el calor que se daban, el calor de los cuerpos, pero también el calor de las palabras del compañero que daba aliento, ánimo, rezo. Solo, me confió, se hubiese muerto de frio y desolación.
Cuidarnos y cuidar. Pares que hoy más que nunca son complementarios. Si daño a los demás, me daño a mí. Si daño al planeta, daño a sus habitantes. Ya no es tiempo de tomar la pelota y probar mejores goles del mundo eludiendo a los rivales, prescindiendo del equipo. Es tiempo de tocar la pelota, de probar juego colectivo. De saber que en la cancha de la vida la compañía es lo mejor que nos puede pasar. Que los rivales son el egoísmo, la soberbia, el consumismo, la desigualdad social, el creernos mejores, el negacionismo, el suponer que nuestra vida y la planetaria son infinitas. ¿Hacía falta una pandemia para que vivenciemos la finitud y la vulnerabilidad? Mi abuela Felisa, que fue una mujer de origen pobre pero de corazón rico y solidario, cada vez que se confrontaba con una persona “agrandada”, decía la siguiente frase: “Caga el rico, caga el pobre, caga el papa, caga el hombre más valiente y caga la mujer más guapa. Porque en este mundo de mierda, de cagar nadie se escapa”. Somos semejantes. Nos asemeja no solo la mierda sino la sangre y la casa común, la tierra, que aunque dividida y afiebrada, aún nos aguanta.
La tierra no es más que un bote a la deriva flotando en el infinito universo. Y naufragamos sacudidos por el mar de la vida. Las acciones que hacemos o dejamos de hacer afectan a toda la tripulación. Sin el trabajo en equipo difícilmente nos salvemos del hundimiento que se avecina.