Literatura sub-20: “La casa” de Nahiara Escobar
Por Nahiara Escobar | Collage: Carla Crisantemo
Los días de nubes grises tapando el sol sin clemencia serían vivencias que siempre perseguirían a las hermanas como un recuadro de lo perdido, una vida posible, un sueño débil augurando más pérdidas y lágrimas jamás secadas, resentidas, de donde lo perdieron todo alguna vez. Aquel diluvio parecido al pasado, azotaba la vieja casa en ruinas y dejaba caer su furia transformando el piso de tierra en barro.
Entristecidas por el panorama, las niñas se imaginaban historias para distraerse. Polly (la pequeña) había dicho que la habitación inundada era el mar y ellas las sirenas de la tierra. Esa noche decidieron comer y dormir en la cama por el frío y las ventiscas que agolpaban las afueras de la casa. Julia de 13 años hizo sopa enlatada, la calentó y saltó rápidamente a la cama, se aseguró de que sus hermanas estuvieran bien sentadas y bien tapadas. Evitaba que las frazadas tocaran el suelo. La tristeza que cuidaba volvía en sus ojos de noche, los consuelos se vaciaban, sentía los pies fríos: la humedad de las paredes. Recordó a su hermano que escapó para trabajar y salvarlas del padre pero no volvió. Él sabía de cuentos pero también sabía de pasado, de su madre que se desvivía por su padre, que trabajaba arduamente hasta que su dulce corazón las dejó para descansar. Su marido había tenido riquezas por la suerte de las cartas, también las perdió por ellas.
Las abandonó a sus hijas una noche helada como él. En el apogeo que meses antes era impensado, el Monte Piedad se veía como una cáscara agrietándose en la espesa nube Negra, el sol acompañado por líneas rojas y violetas. Las niñas vivían de lugar en lugar siendo echadas por el pasado de su padre, dormían en lugares extraños y comían poco, así se alejaron para ver si tenían suerte y la gente de esos pueblos no las reconocía. Fue así y la valiente Julia consiguió una habitación para vivir con sus hermanas, aprendió de la labor del pueblo con una señora amable que casi no veía ni escuchaba. La señora las trataba como nietas. Eran una familia.
Pero nunca olvidó al tacto la herida entre su forma jugosa y mohosa. El triste légamo goteando fantasmas en la ropa, abriendo las patas de la silla como si fueran flores, quebrando todo con su irascible expresión. Armando una figura desparramada con trazos vibrantes amarronados casi amarillentos. Carcomiendo la única puerta sin picaporte filtrándose en la parte del Alma que se fracturó.
-Cada ave tiene un atardecer de un risco vertiginoso- diría Julia años después a sus hermanas en las tardes del crudo invierno, mientras calentando sus manos frías en la nueva estufa, pensaría en la pared encorvada, colgando su vestido favorito ya olvidado. En el hueco del baño y el dulce ruido de una chapa recordaría la casa y su aliento a luz cerrada. Sentiría revivir la humedad perforando los huesos, escucharía con atención la cálida vocecita de Polly como consuelo hasta caer en las aguas que desbordan sus sueños.
Mirando por la ventana las hojas esparcidas del ahora, todas se detuvieron antes su retraimiento, conocían esos pensamientos tan vivos de su hermana mayor, pareciendo que brotaba en cada una un silencio, una canción desnuda de barro triste.