Mestizajes e identidad nacional
Por Mariana Miranda | Ilustración: Ricardo Carpani
Decir que la Argentina es un crisol de razas o sostener que los argentinos venimos de los barcos no dejan de ser las falsas premisas que sostuvieron, a capa y espada, los integrantes de lo que se llamó la generación del ’80. Tanto Mitre como Alberdi, Sarmiento y, sobre todo, Julio Argentino Roca, querían que todos nosotros creyéramos en eso.
“Si no puedes educar al indio, entonces mátalo”, sostenía el creador del sistema educativo argentino, entre otras cosas, el guardapolvo blanco, los símbolos patrios (bandera, himno nacional, escarapela), la enseñanza en español, no dejaban de ser, en la práctica, ese “matar al indio” que sostenía nuestro principal pedagogo.
Las conquistas del desierto, en varias expediciones consecutivas, no dejaron de ser también, un eufemismo mediante el cual Julio Argentino Roca sostuvo las diversas campañas de exterminio hacia la población indígena. Si es un desierto, no está habitado, no hay por qué conquistarlo, se transita y ya.
Por el otro lado, después de la Asamblea del año XIII que sostenía y decretaba “la libertad de vientres” para los esclavizados negros, no es que todos los hijos de los esclavizados pasaban a ser libres, nacían como libertos los paridos después de ese decreto de la Asamblea (primer esbozo de Constitución Argentina). Los esclavizados ya nacidos formaron la primera línea de la infantería en todas las batallas por la independencia de nuestro país, también en las guerras civiles, porque se les prometía la libertad si sobrevivían a la guerra, cosa que, lamentablemente, muy pocas veces sucedía.
Es decir que la política étnica que se utilizó en la Argentina, acorde al pensamiento unitario de la generación del ’80, fue bastante fructífera ya que cuando se habla del “aluvión zoológico” o de “las patas en la fuente” se está considerando (pensamiento hegemónico de las clases altas de Buenos Aires) que todos los de piel más o menos oscurita son animales.
Este pensamiento se desnuda en libros como Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla, en el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, y, por sobre todas las cosas, en el cuento “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher, en el cual queda absolutamente expuesto el racismo argentino: “(…) Sintió que odiaba. Y de pronto, el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”. Este cuento, que catapultó a la fama a su autor, fallecido precozmente, deja en evidencia no sólo el pánico de determinadas clases sociales frente al fenómeno del peronismo, sino también, todo el horror de la dictadura militar que sobrevendría. No por nada el movimiento Montoneros se llamó así emulando las montoneras de los caudillos, tan denostadas por Sarmiento y compañía.
No hace mucho tiempo una ministra de Seguridad de la Nación se horrorizó frente a mapuches que cortaban una ruta tirando piedras, apostados frente a gendarmes muy bien pertrechados. Sigue siendo el mismo pensamiento sarmientino: “Civilización o barbarie”. Elegimos la barbarie.
Porque la civilización europea, tras las tres carabelas (¿serían tres, che?) nos trajo la Biblia, nos sacó la tierra con todos sus recursos, nos violó y sodomizó las mujeres y los niños; y nos sacó la lengua, en el mejor sentido de la palabra.
La única lengua que sobrevivió y es idioma oficial en el Paraguay hoy es el guaraní. Casi todas las otras lenguas indígenas están extintas. Esto se debe a que en las misiones jesuíticas la preservaron como una política propia de su proceso de evangelización. Matar una lengua es aniquilar una cultura, los jesuitas supieron eso.
Por esto los europeos que vinieron a “hacer la América” (otro eufemismo barato) sabían que si dejaban de hablar su lengua morían y por eso al día de hoy, muchos ancianos inmigrantes, poco o nada saben del español.
Por algo Mario Benedetti, en Letras del continente mestizo sostiene: “Tengo la impresión de que el rico inventario de las letras latinoamericanas debe su vitalidad y su fecunda imaginería a esa conjugación de razas e inmigraciones, de influencias y cosmovisiones, de hervores y fervores, de conformismos y rebeldías que constituyen nuestro mestizaje”.
Admitirnos como mestizos implica negar la fantasía sarmientina: ningún argentino es completamente blanco ni completamente negro, tampoco totalmente europeo ni tampoco totalmente indio o negro.
Admitirnos como mestizos y encima habitantes de la “Patria Grande”, que es la gran nación latinoamericana implica necesariamente reconocernos como habitantes de un mismo continente que padeció las mismas violencias de manos del mismo invasor.
El sincretismo cultural y religioso presente en libros como El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, La desaparición de la santa, de Jorge Amado o las Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias, tan sólo puede parirse en un continente mestizo.
Ricardo Carpani, integrante del Grupo Espartaco, consideró que la pregunta por un arte nacional tan sólo se responde si nos reconocemos como una gran nación latinoamericana y no tan sólo como argentinos.
El arte como expresión social y como producto cultural es producto de un tiempo y un lugar específico, sin embargo, se reitera en los payés de Gambartes, algo de la imaginería propia de Tamayo o Portinari.
El muralismo contemporáneo no deja de ser de un expresionismo increíble, propio del que alimentó la obra de Carpani, Spilimbergo, Castagnino o Rivera, en donde insisten tanto lo mítico como lo rural, lo obrero, y, a la vez, lo indígena.
Es sorprendente que un tipo como Julio Cortázar, un autor casi más europeo que argentino, haya escrito un cuento tan explosivo como “La noche boca arriba”, que, dicho sea de paso, es uno de los mejores cuentos que he leído en mi vida.
O quizá sea, siempre, como dijo Carpentier en la última página de El reino de este mundo: “Mackandal se había disfrazado de animal durante años para servir a los hombres, no para desertar del terreno de los hombres” (…) y el hombre, sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo”. (Mackandal fue un esclavo negro que lideró la primera revolución de independencia en América, en donde hoy está la República de Haití. Según el mito haitiano nunca murió, se transforma su espíritu en diversos animales, todo el tiempo, para seguir liderando siempre la revolución de los hombres libres).