No se desenchufa
Por Santiago Haber Ahumada.
Las ruedas muerden el asfalto, suenan como una pequeña sierra eléctrica cortando una madera blanda. Mi cara golpea el aire quieto de la noche fría. Pedaleo cada vez más rápido, tratando de calentar mis piernas. O tratando de no pensar, de alejarme.
La velocidad me libera, no me doy cuenta que llueve hasta que unas gotas rebotan contra mis anteojos. Pedaleo más fuerte, aprovecho la pendiente. Los autos estacionados hacen intermitente el sonido de las ruedas.
Hay algo que hace que quiera pedalear, aun cuando mis piernas no dan más. Hace diez minutos que mi bicicleta acelera sin detenerse. Sigo pedaleando. ¿Qué es? Más fuerte. Los auriculares reposan en mi cuello, la música llega a escucharse. Poco me importa que se mojen, que se rompan. Están hechos mierda, pienso. Pero los quiero, como a toda cosa vieja y hecha mierda que tengo.
Hay una sensación que va subiendo por mi cuerpo, algo extraño. No sabría decir qué es, pero se parece a cuando algo te sale bien y lo sentís en carne propia. Paso en rojo el tercer semáforo seguido. Alguna vez tuve una especie de obsesión por los números, y ese tercer semáforo me hubiese significado alguna relación con otras cosas; ahora, casi ni lo noto.
No hice nada bien. Nada. Muchas cosas por hacer, por resolver, y no logré concretar ninguna. No entiendo qué pasa, por qué este placer. Pero pedaleo más fuerte.
Estoy empapado, mis manos congeladas. Saco las manos del manubrio y las meto en los bolsillos de la campera. Enderezo mi espalda. Sigo pedaleando. Cuando se calientan, saco las manos de la campera y agarro el asiento mientras zigzagueo.
La pelota sigue subiendo por mi garganta. Cuando llega a mi boca, me preparo para comenzar a reír. Reír de no sé qué cosa, porque nada hay en mi vida para reír.
Sin embargo, de adentro me brota un llanto horrible, un llanto enorme, contenido hace siglos. Más pedaleo, más lloro. Una moto pasa a mi lado y me toca bocina. Sigo igual.
Estoy llorando, pero cada vez estoy más relajado. Me doy cuenta que ya no pienso más en nada. Ni en lo que no hice, ni en lo que tengo que hacer. Mi cuerpo va asimilando la liberación, y vuelvo a agarrar el manubrio. Las lágrimas todavía se mezclan con la lluvia, caen a baldazos sobre el asfalto que las recibe y las acomoda en su piel negra y estriada.
Muchos pensamientos, mucha información es expulsada en forma de gotas. Tantas cosas que leo sin sentido, tantas palabras que me dan como importantes. Lloro y dejo que se vayan. Lloro y me duelen, me aflojan.
No puedo ver por las lágrimas. No quiero abrir los ojos. El vértigo se le sube a upa a la velocidad. Sigo llorando, sigo pedaleando.
Me doy cuenta que me estoy riendo. Una risa de descarga, de por fin dejo de pensar. No sé qué fue lo que desató esto.
Paso el sexto semáforo en rojo, los ojos cerrados. No veo el auto que está cruzando la avenida, que me hizo señas de luces y que me está tocando bocina. Choco su puerta, todavía no sé de qué color es. Vuelo. No se escucha nada, solo el aire.
Como últimamente escucho música con los auriculares grandes, no llevo casco. Mi cabeza rebota contra el asfalto, aquél que hace apenas unos segundos abrazaba mis lágrimas y ahora rasguña mi cara, mis brazos, mis piernas entumecidas por el pedaleo. No siento nada.
Estoy tirado en la calle, quieto. Ahora escucho la música de los auriculares, uno de ellos está roto y la voz de la cantante no sale. ¿Cómo hizo el cable para no desconectarse del celular?
Ya no lloro, pero mi cara está mojada.
Un señor se me acerca, gritando algo que no entiendo. Llamen a una ambulancia, creo que dice. Se arrodilla y me mira a los ojos, y creo que dice que llamen a la ambulancia que estoy vivo.
Pero no. Sigo llorando por reflejo, pero no estoy vivo.
Miro la escena desde la terraza de un edificio muy alto; el piso es de vidrio. No tengo puestos los anteojos, pero no me hacen falta para ver.
La gente se amontona a mi alrededor. La mujer del auto (ahora sé que es negro) es abrazada por otra persona, mientras llora desconsoladamente.
Sigo mirando y no puedo entender qué pasa. Por qué ella grita, por qué los demás me ven en silencio, paralizados.
Me toco la cara, y estoy mojado. Pero ya no lloro. Tampoco me siento mal. Solo me froto las manos, porque está frío, y todavía las tengo congeladas.
Y me quedo ahí, mirándome.